Promesas De Amor

La Madre Superiora me recibió con una calidez que no esperaba. Junto a ella, un par de monjas jóvenes se acercaron para tomar mi canasta y guiarme a una pequeña habitación en el ala norte del convento. Era sencilla pero acogedora, con una cama de madera, un crucifijo en la pared y una ventana que dejaba entrar la luz de la luna.

Acariciaba suavemente a mi conejo, sintiendo su suave pelaje bajo mis dedos, cuando las monjas comenzaron a hablar entre ellas.

—Qué hombre es ese señor O’Connor —dijo una, cruzándose de brazos mientras me miraba de reojo.

—Tan apuesto, tan atractivo... Y lo mejor es que es rico. —Otra suspiró, apoyándose en la puerta.

—¿De qué hablan? —pregunté, sin poder evitar sonrojarme al oírlas.

La Madre Superiora, que había estado arreglando una manta en la cama, se giró hacia mí con una sonrisa tranquila, pero con algo de picardía en los ojos.

—Hija mía, eres una niña tan ciega y tan inocente.

—¿Por qué dice eso, Madre? —pregunté, confundida.

—Porque, cualquiera con ojos puede ver lo que ese pobre hombre siente por usted. Vive y muere por usted.

Sentí cómo mis mejillas se encendían al escuchar esas palabras.

—Eso no es verdad. —Sacudí la cabeza, tratando de despejar la absurda idea que habían plantado. —Un hombre como él no se fijaría nunca en una muchacha como yo... sin beneficios, sin nada que ofrecer.

Las monjas rieron suavemente, como si acabara de decir la mayor tontería del mundo.

—Niña, los actos de ese hombre hablan más fuerte que cualquier palabra. —La Madre Superiora se inclinó hacia mí, tocándome el hombro con gentileza. —Pregúntese: ¿qué beneficio le ha dado usted a él hasta ahora?

No supe qué responder. Bajé la mirada hacia mi conejo, que parecía más tranquilo de lo que yo me sentía. Sus palabras me hicieron pensar en todo lo que Arthur había hecho por mí, en todas las veces que estuvo ahí cuando nadie más lo hizo.

Pero, aun así, era imposible. No podía creer que alguien como Arthur O’Connor pudiera sentir algo por una muchacha como yo. No tenía sentido... ¿o sí?

Narrado por Arthur :

Había pasado toda la mañana revisando papeles en mi despacho cuando escuché el timbre de la entrada. Dejé los documentos sobre el escritorio y me dirigí hacia la puerta. Al abrirla, me encontré con el alcalde y su hija Clara, ambos vestidos de manera impecable como si se prepararan para una visita de importancia.

—¿Qué los trae por aquí? —pregunté, esforzándome por mantener la cortesía en mi tono.

—Queríamos hablar contigo, Arthur. —El alcalde sonrió, pero sus ojos tenían un brillo calculador que me molestaba.

—No tengo tiempo para ustedes —respondí, cruzándome de brazos. Ya podía adivinar por dónde irían las cosas.

El alcalde no pareció ofenderse y, en cambio, se adentró más en la entrada, ignorando mi resistencia. Clara, con su acostumbrada mirada insinuante, me lanzó una sonrisa.

—He escuchado rumores. —El alcalde habló mientras observaba con atención los detalles de mi sala. —Dicen que estás considerando comprar otra propiedad, una casa aún más grande que esta mansión.

—Eso es verdad —respondí con calma, aunque no tenía ninguna intención de compartir más de lo necesario.

—¿Y para qué necesitas tanto espacio? —preguntó Clara, inclinándose ligeramente hacia mí, como si esperara que mi respuesta estuviera dirigida solo a ella.

Miré a ambos con tranquilidad, aunque por dentro sentía una ligera incomodidad por la insistencia de sus visitas.

—La necesitaré para mi esposa y los pequeños que vendrán.

El comentario cayó como una piedra en el aire. El alcalde alzó una ceja con curiosidad, mientras Clara, claramente interesada, me lanzó una mirada que pretendía ser encantadora.

—¿Te casarás? —preguntó ella, con un tono que apenas disimulaba su emoción.

Sonreí con frialdad, observando cómo se acercaba, claramente asumiendo que mis palabras estaban destinadas a insinuar algo hacia ella.

—Sí, pero no será contigo.

El impacto de mi declaración fue evidente. Clara retrocedió ligeramente, como si acabara de recibir un golpe invisible. El alcalde aclaró su garganta, tratando de restar importancia a la tensión que acababa de surgir.

—Bueno, felicidades, Arthur. Espero que esa joven... —Hizo una pausa, como si buscara las palabras adecuadas. —...tenga la capacidad de estar a tu altura.

—No es algo que le preocupe, alcalde. —Di un paso hacia la puerta, dejándoles claro que la conversación había terminado. —Ahora, si me disculpan, tengo asuntos que atender.

Clara salió sin decir más, aunque la expresión en su rostro lo decía todo. El alcalde me miró con algo que parecía una mezcla de desconcierto y desdén antes de seguirla. Cerré la puerta y regresé a mi despacho, preguntándome cuánto más tendría que lidiar con la intromisión de esa familia.