Bajo La Mentira Del Diamante

Al marcharse, el calor de su piel permaneció en la palma de su mano como un recordatorio imborrable. Al pasar junto a Carmen, la ama de llaves, que fruncía el ceño mientras limpiaba, Damián lanzó una advertencia:

—No empieces.

—Has sido demasiado severo con ella —lo reprendió Carmen, confirmando lo que él ya sospechaba.

Carmen, con más de setenta años, pero una agudeza que superaba a la de muchos, no se mordió la lengua.

—Severo, no. Sincero —replicó Damián, mirando su reloj—. ¿Preferirías que le diera falsas esperanzas? ¿Que la ilusionara con cuentos de hadas?

—¿Y cómo sabes que ella cree en esas cosas? —Carmen pasó un trapo por la repisa de la chimenea con más fuerza de la necesaria—. Parece una mujer práctica.

—La conoces desde hace media hora. —Le parecía increíble discutir sobre su prometida con su ama de llaves. Debían ser esas malditas galletas de chocolate que Valeria le había traído. Carmen tenía una debilidad por los dulces.

—Mi instinto con las personas es infalible. De lo contrario... —Pasó el trapo con un gesto brusco—. Habría pensado que es un clon autoritario de su abuelo y lo habría considerado un caso perdido hace años.

El comentario lo dejó desconcertado. —Recuerda para quién trabajas —advirtió con un tono sombrío.

—(No se atreva a regañarme cuando fui yo quien le cambió los pañales"). —Si quiere despedirme, despídame. Pero sé que ahí dentro, escondido, hay un corazón, mi niño. Úselo y trate a su futura esposa con respeto.

—Le he dado una Black Card y un anillo de diamantes —refutó Damián, como si eso lo justificara todo. Cualquier mujer mataría por eso, pensó, aunque era más de lo que Valeria merecía, considerando de quién era hija.

Carmen lo miró fijamente durante un largo minuto; luego, negó con la cabeza y murmuró algo en italiano, demasiado bajo para que él lo oyera, pero sin duda nada halagador. Damián se detuvo a su lado y puso una mano sobre el trapo para obligarla a detenerse.

—Eres parte de esta familia y te aprecio, pero hay ciertas libertades que no toleraré —advirtió con frialdad—. Si necesitas unos días de vacaciones para despejar la mente, dímelo.

La amenaza velada quedó flotando en el aire. Carmen entrecerró los ojos.

—No necesito vacaciones.

—Bien.

Mientras Carmen se alejaba con evidente desaprobación, Samuel, el mayordomo, se acercó con su habitual compostura.

—Señor, los equipos de mudanza ya han partido. ¿Desea que le muestre el resto de la residencia a la señorita Montenegro?

—Sí, por favor —asintió Damián, frotándose el puente de la nariz. No había pasado ni una hora desde que Valeria se mudó, y ya estaba sembrando el caos a su alrededor.

Mi prometida iba a cambiarlo todo. Traería consigo un caos inesperado al entorno cuidadosamente ordenado que había creado. Y al regresar a casa, me encontraría en un lugar que ya no reconocería del todo, donde el orden que tanto valoraba se vería amenazado.

Una rabia silenciosa se apoderó de mí. Salí del comedor con determinación y busqué refugio en mi estudio, cerrando la puerta con la intención de ponerme a revisar los documentos para la próxima reunión. Sin embargo, incluso estando tan lejos de la suite de Valeria, un sutil pero persistente aroma a jazmín y vainilla parecía haberse infiltrado en el aire, desafiando mi espacio y mi concentración.

----Valeria

Siempre había sido una mujer que jugaba según las reglas. Pero si había alguien capaz de hacerme considerar el uxoricidio, ese era mi futuro esposo.

Odiaba su arrogancia y su forma brutal de ser. Odiaba el tono burlón con el que decía "mi cara". Odiaba cómo mi corazón se aceleraba cuando su mano se posaba en mi cuello. Y odiaba cómo su mera presencia distorsionaba el ambiente, como si las moléculas a su alrededor se reorganizaran para rendirle homenaje.

¿Te ha quedado claro?

Su voz molesta resonaba en mi mente. Sí, me había quedado claro. Damián Vargas era la encarnación de la arrogancia, vestido con un traje a medida.

Respiré hondo, tratando de calmar la ira. Inhala en uno, dos, tres... Exhala en uno, dos, tres...

Cuando mi presión arterial volvió a la normalidad, en lugar de buscar un arma, abrí la puerta de mi nueva habitación. Sobre la mesita de noche, tal como había prometido, estaban una tarjeta de su asistente personal y la fría e impersonal Black Card. Junto a ellas, la inconfundible caja de terciopelo.

Al abrir la caja, me encontré con un diamante solitario. Pasé la yema de mis dedos sobre la deslumbrante piedra. Seis quilates, un corte esmeralda impecable, rodeado de una fila de baguettes que realzaban la piedra central. Cualquier mujer se habría emocionado al verlo. Era espectacular, y por su pureza y tamaño, su valor superaba fácilmente los cien mil euros.

Pero cuando me lo deslicé en el dedo, no sentí nada. Solo el frío del platino y el peso abrumador de una gema que no representaba una promesa, sino más bien una prisión. Los anillos de compromiso suelen hablar de amor y futuro. El mío era más como la firma en un contrato de fusión empresarial.

Una opresión inesperada se apoderó de mi garganta. No debía esperar nada más de lo que Damián me había ofrecido. Algunos matrimonios concertados florecen en amor verdadero, como le sucedió a mi hermana, pero las probabilidades de que el mío siguiera ese camino eran mínimas.

Me dejé caer en la cama. La presión en mi garganta se expandió hacia mi pecho. No tenía sentido sentirme triste. ¿Qué importaba que Damián me hubiera "elegido" de la manera más impersonal posible? Desde nuestro primer encuentro, supe que no encajaríamos. Al menos había sido honesto sobre sus intenciones y sus límites.

Aun así, una parte de mí, tonta y esperanzada, había albergado la ilusión de que nuestras tensas interacciones eran solo malentendidos iniciales y que, con el tiempo, encontraríamos una forma de coexistir. Pero no. Mi futuro marido era un canalla. Punto final.

Una notificación en mi móvil interrumpió mi espiral de pensamientos. Lo cogí esperando otro mensaje de felicitación o un recordatorio de Claudia para que la invitara una vez instalada. En su lugar, me encontré con un mensaje de la última persona de la que esperaba saber algo:

Andrés: ¡Feliz día del Chocolate con Calabaza! :-)