Soy Eros Montalbán. A simple vista, un estudiante brillante de medicina. Pero por dentro, soy otra cosa. Algo que no encaja. Algo que no se puede domar.
Desde niño he sentido esa pulsión: el cosquilleo en los dedos, la sed, la oscuridad. Mi madre me enseñó a mantenerla bajo control, a domar la bestia… pero incluso ella sabe que es cuestión de tiempo. Porque la sangre de Lucas Santori corre por mis venas, y su legado me pertenece.
Mientras el mundo celebra mi genialidad, yo observo desde la sombra. No busco amor, ni redención. Busco respuestas. Y si el precio es desatar lo que llevo dentro… entonces que el mundo arda.
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CAPITULO 12
EROS.
Es de madrugada y estoy en el sofá, sin sueño. El reloj avanza lento, como si supiera que la ansiedad me tiene atrapado. Mamá no ha llegado aún y eso me preocupa. Siempre es puntual, siempre avisa. Pero hoy, nada.
Entonces, la puerta se abre.
Valeria entra. La luz tenue del pasillo apenas ilumina su rostro, pero me basta para notar que algo no está bien. No es solo el cansancio en su expresión, es… otra cosa. Algo más denso. Más preocupante.
—Mamá —murmuro, incorporándome un poco—. ¿Estás bien?
Ella parpadea como si no esperara encontrarme despierto. Se suelta el cabello con un gesto distraído y se quita el abrigo lentamente, como si cada movimiento le pesara.
—Estoy bien, cariño. No hay nada de lo que debas preocuparte.
—¿Segura? Te ves… rara.
—Solo fue un día largo —responde, esquivando mi mirada.
Me enderezo más en el sofá, decidido a no tragarme esa excusa.
—Mamá… si pasa algo, quiero saberlo.
Ella se queda quieta un momento. Luego suspira y se sienta a mi lado. Su cercanía debería calmarme, pero no lo hace. Está demasiado tensa. Demasiado callada.
—No es el momento, Eros —dice con suavidad—. Cuando lo sea… te diré todo lo que necesites saber. Te lo prometo.
—Pero—
—No insistas —me corta, aunque sin dureza—. Por favor.
Miro sus ojos. Hay algo en ellos que no alcanzo a entender. Algo que no me gusta. Pero sé que no sacaría nada presionándola ahora.
Me levanto del sofá, me detengo en el primer escalón de la escalera y me giro a verla una vez más.
—Solo recuerda que ya no soy un niño, mamá —le digo, con la voz firme—. Que ya puedo entender ciertas cosas.
Y sin esperar respuesta, subo a mi habitación.
Me meto a la cama, pero sé que no voy a dormir del todo. Algo no encaja. Mamá lo está ocultando. Y no importa cuánto intente disimular… yo la conozco.
Y cuando Valeria Montalbán calla, es porque algo verdaderamente grave está ocurriendo.
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La alarma suena y siento como si apenas hubiera cerrado los ojos. Pasé la noche dando vueltas en la cama, con la mente hecha un torbellino. Cada vez que lograba dormirme, algo me sacudía de nuevo. Una imagen, una sensación, una sospecha.
Mamá.Su silencio.Su mirada.
Me levanto con el cuerpo entumecido, pero sin perder el ritmo. Me ducho rápido, me visto, y bajo las escaleras con los ojos medio cerrados, arrastrando los pies, sabiendo perfectamente lo que voy a encontrar.
Como siempre, el desayuno ya está servido sobre la mesa.
Huevos revueltos, pan tostado, jugo de naranja. Mi madre y su manera silenciosa de seguir cuidándome aunque no lo diga todo.
Junto al plato, como siempre, hay una nota escrita con su letra firme, pero esta vez no es solo un “que tengas un buen día” o una frase cariñosa.
Esta vez dice:
“Te explicaré todo en la noche, hijo. T.A.M.”
Respiro hondo.
Te Amo Mucho.
Es lo que siempre pone al final de sus notas. Lo que ella y yo convertimos en código desde que tengo memoria. Algo tan simple, pero que hoy, por alguna razón, me pesa más que de costumbre.
Doblo el papel y lo guardo en el bolsillo de la chaqueta.
Mientras desayuno, no dejo de pensar en lo que eso significa.
Porque si mamá va a hablar esta noche, entonces lo que está guardando debe ser más grande de lo que imaginaba.
Y yo ya no soy un niño.
Estoy listo para escucharla.
Llego a la universidad con los ojos hinchados de sueño, pero el cuerpo tenso por la nota de mamá. No dejo de pensar en lo que me dirá esta noche. Camino por los pasillos con las manos en los bolsillos, tratando de que mi cabeza no explote con ideas. Me dirijo al aula de anatomía. Marconni ya está ahí, como siempre.
Ese tipo parece vivir aquí.
Uno de los profesores más puntuales que he tenido, algo que respeto, pero que no cambia lo que siento por él desde que ocurrió ese altercado entre nosotros, algo que extrañamente él no le mencionó a nadie. Hay cosas que no se olvidan tan fácilmente, aunque uno intente disimular.
Estoy por entrar cuando unas voces me hacen detenerme.
—Te lo juro, ¡Esa Helena quedó como una idiota gritando! —dice una de las chicas entre risas, claramente sin notar mi presencia.
Reconozco la voz.
Es una de las del grupito que le derramó la bebida encima a Helena el otro día. Me giro levemente, sin entrar al aula, y finjo revisar el celular mientras escucho.
—¿La encerraste? —pregunta otra, entre risitas.
—Obvio —responde la primera, orgullosa—. Marconni le pidió el favor de llevar el modelo ese del esqueleto hasta la bodega, ya sabes, ese que casi ni usamos. Y la muy imbécil fue toda obediente. Aproveché que la puerta estaba media rota, la empujé, metí el seguro desde afuera y terminé de forzarla. Quedó atrapada.
—¿Y gritó?
—Como loca. Pero eso está lejos de todo, nadie la va a oír. Me aseguré.
Estallan en carcajadas.
En ese momento, algo dentro de mí se quiebra.El mundo se me vuelve rojo.
En un instante, avanzo sin pensar, sin medirme. Tomo a la que habló por el brazo con fuerza, tanta que la hago girar de golpe.
—¿¡Qué mierda hiciste!? —escupo con la voz baja, pero cargada de una furia densa, incontrolable.
Ella palidece.
—S-suéltame…
—Encerraste a la persona equivocada, estúpida —siseo entre dientes—. Te vas a arrepentir de haberte metido con ella. Te lo juro.
Las otras dos chicas se quedan paralizadas.
Nunca me han visto así. Nadie, en realidad.
Pero hoy no hay máscaras. Hoy no hay contención. Hoy no me importa que me vean como lo que en el fondo siempre he sido.
Un maldito monstruo con el corazón podrido.
La suelto bruscamente y ella tropieza hacia atrás.
—Si algo le pasa —añado, clavándole los ojos—, vas a desear no haber nacido.
Y me marcho antes de que pueda decir una sola palabra más.
El corazón me late en las sienes. Tengo que encontrarla.
Ahora.
Porque si Helena está ahí encerrada, gritando, asustada, y todo por culpa de un capricho cruel…
Voy a incendiar el maldito mundo si es necesario.
No me detengo a pensar. Corro por los pasillos como si me fuera la vida en ello, esquivando estudiantes, ignorando miradas, solo tengo un lugar en mente: la maldita bodega.
La puerta está al fondo del ala antigua, medio escondida entre aulas olvidadas y estanterías viejas. Y cuando llego, no necesito comprobar nada.
El pestillo está forzado desde fuera. Cerrado a propósito.
Mi sangre hierve.
—¡Helena! —grito, golpeando con el puño la madera—. ¡¿Estás ahí?!
No hay respuesta.
Mi corazón se acelera.
Entonces levanto la pierna y, con toda la fuerza que tengo contenida, descargo una patada seca contra la puerta.
—¡Helena!
¡BOOM!
La madera cruje. Una bisagra salta.
Una segunda patada basta para que la puerta ceda y se abra de golpe con un chillido.
Y lo que veo me arranca el aire de los pulmones.
Ahí está, en un rincón oscuro, entre cajas de materiales olvidados y sombras húmedas, abrazando sus piernas con fuerza. El rostro cubierto de lágrimas secas y maquillaje corrido. La ropa arrugada. El cabello alborotado. Se me parte el alma.
—Mamá… —susurra una y otra vez, con voz temblorosa, como si no estuviera aquí, como si estuviera atrapada en otra parte, en otro tiempo—. Mamá… ¿puedo salir ya?
Prometo portarme bien… lo juro… por favor…
No piensa. No reacciona.No está.
El pecho se me encoge.
Me acerco rápido, pero con cuidado, como si temiera asustarla más. Me arrodillo frente a ella, sin tocarla al principio.
—Helena… soy yo —murmuro, con la voz rota—. Soy Eros… estás a bien, ¿me oyes?
No reacciona.
Entonces me acerco más. Toco su rostro con ambas manos, con ternura, con desesperación.
—Mírame, Helena —susurro, rozando sus mejillas con los pulgares—. Mírame… por favor, vuelve conmigo…
Ella parpadea. Tiembla.
—Eros... —balbucea.
Y entonces la abrazo.
Sin pedir permiso, sin pensarlo.
La atraigo hacia mí con fuerza, envolviéndola como si al hacerlo pudiera protegerla del mundo que parece haberla roto.
Como si pudiera cerrar con mis brazos las heridas que pueda tener.
—Ya estás a salvo —le digo, estrechandola mas—. Ya pasó… te tengo, Helena… te tengo…
Pero por dentro, juro algo más.
Esto no va a quedar así.
No esta vez.