A veces perderlo todo es la única manera de encontrarse a uno mismo
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Capítulo 11: El lado oscuro de Martín
Martín había salido aquella noche sin demasiadas expectativas. El boliche exclusivo no era su lugar favorito; solía preferir bares más discretos donde podía beber sin ser observado. Pero ella había insistido. Lucía siempre insistía.
Se la encontró hacía casi un año en una cena de negocios. Ella trabajaba en la empresa competidora de un proveedor de la marca de carteras de Juliana. Desde el primer momento, Lucía había mostrado interés, con esa mirada intensa que lo desnudaba sin pudor y esa risa insinuante que lo hacía sentir poderoso. Era diez años menor que él, atrevida, con un aire de rebeldía que contrastaba demasiado con la calma estable de Juliana.
Juliana… su esposa. Durante mucho tiempo había creído que estaba feliz con ella. Era buena, demasiado buena. Siempre atenta, siempre dispuesta a comprenderlo, incluso cuando él llegaba tarde o estaba de mal humor. Juliana lo cuidaba como nadie. Tal vez fue eso mismo lo que empezó a aburrirlo, aunque jamás lo reconocería en voz alta. En el fondo, su ego necesitaba más. Necesitaba sentirse deseado, admirado, con esa chispa que el matrimonio —o al menos él lo creía así— había apagado con los años.
Con Lucía, esa chispa apareció de golpe. El primer beso ocurrió una noche en la cochera de un hotel, después de varias copas. Martín recordaba la adrenalina, el cosquilleo en la piel al saber que estaba traicionando a su esposa, pero también sintiéndose vivo de nuevo. Ella lo desafiaba, lo provocaba, lo hacía sentir que era alguien irresistible. Esa sensación era como una droga.
Con el tiempo, lo inevitable sucedió: empezó a pasar más tiempo con Lucía que con Juliana. Las excusas laborales se multiplicaban, y aunque sabía que Juliana sospechaba, confiaba en que ella nunca se atrevería a enfrentarlo. Siempre la había visto como una mujer dócil, frágil en su bondad, incapaz de rebelarse.
Hasta aquella noche.
Verla en la pista, riendo y moviéndose con ese hombre, le removió algo profundo. No fue solo celos. Fue un golpe a su ego, un recordatorio brutal de que Juliana ya no le pertenecía, de que podía rehacer su vida sin él. Esa imagen —ella con otro— lo atravesó como una puñalada.
“¿Quién se cree que es?”, pensó con rabia. Durante años la había tenido para él solo, segura, fiel. Y ahora, después de todo lo que había pasado, ¿se animaba a mostrarse con otro delante suyo?
Martín se levantó de la barra en cuanto la vio. No lo pensó demasiado; el instinto lo guió. Caminó entre la gente, esquivando cuerpos, con la mirada fija en ella. Y entonces la tuvo cerca, bailando, con una sonrisa que no recordaba haber visto en mucho tiempo. Una sonrisa que no le pertenecía.
La tomó del brazo, casi con violencia, sintiendo la necesidad de reclamar lo que era suyo.
—¿Qué hacés acá, Juliana? —le escupió, más como una orden que como una pregunta.
El contacto fue breve, pero suficiente para notar algo distinto. Ella no tembló, no bajó la mirada como solía hacer. Le respondió con firmeza, con una seguridad que lo desconcertó.
Y entonces apareció él. Ese hombre alto, elegante, de mirada desafiante. Martín sintió un fuego de odio instantáneo. No soportaba la manera en que la miraba, como si la protegiera, como si la conociera más de lo que debería. Y lo peor fue escucharlo hablar.
“Soy alguien que no tolera que se trate mal a una dama.”
Las palabras lo golpearon como un desafío directo. ¿Una dama? Sí, Juliana lo era, siempre lo había sido. Pero jamás nadie se la había disputado de ese modo. Martín, acostumbrado a tener el control, se encontró de pronto desplazado, reducido a un hombre celoso que perdía terreno.
Lucía apareció justo entonces, con su sonrisa altiva, preguntando con ironía si esa era “la ex”. Martín la miró de reojo. Ella no entendía. Para Lucía, todo era un juego, un trofeo, una competencia. Pero para él, en ese instante, Juliana no era “la ex”. Era la mujer que había estado a su lado durante años, la que había construido un hogar, la que lo había amado sin condiciones.
Martín tragó saliva. Por primera vez desde que había comenzado su aventura con Lucía, sintió el peso de lo que había perdido.
Sí, Lucía lo hacía sentir vivo, lo excitaba con sus juegos y su descaro. Pero Juliana… Juliana había sido su paz, su raíz, su orgullo. Y verla ahora, resplandeciente con otro, le hizo darse cuenta de que la había subestimado. No era la mujer débil que él imaginaba. Había cambiado, estaba cambiando. Y eso lo aterraba.
Cuando Juliana le dijo con voz firme que ya no tenía derecho a preguntar qué hacía ni con quién estaba, sintió como si le arrancaran un pedazo de piel. Esa voz, tan distinta a la de antes, confirmaba que la había perdido.
Pero Martín no estaba dispuesto a aceptarlo. No todavía. El ego, la costumbre, el miedo a quedarse solo, todo se mezclaba dentro de él como un torbellino. Mientras la veía alejarse de su lado, acompañada por ese italiano que la miraba como si fuera lo más valioso del mundo, Martín tomó una decisión en silencio: no iba a dejarla ir tan fácilmente.
Lucía seguía a su lado, mirándolo con fastidio por la escena, pero en ese momento ya no importaba. Martín apenas la escuchaba. Su mente estaba en otra parte, en Juliana, en su risa, en esa mirada nueva que brillaba con fuerza.
Y aunque había sido él quien la traicionó primero, en su interior ardía una certeza oscura: Juliana seguía siendo suya, y haría lo que fuera para recuperarla.