Ella siempre supo que no encajaba en esa mansión. No era querida, no era esperada, y cada día se lo recordaban. Criada entre lujos que no le pertenecían, sobrevivió a las humillaciones de su madre y a la indiferencia de su hermanastra. Pero nada la preparó para el día en que su madre decidió venderla… como si fuera una propiedad más. Él no creía en el amor. Sólo en el control, el poder y los acuerdos. Hasta que la compró. Por capricho. Por venganza. O tal vez por algo que ni él mismo entendía. Ahora ella pertenece a él. Y él… jamás permitirá que escape.
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Frío y Cálido
Los días posteriores al enfrentamiento con su padre fueron, incómodos, fríos, densos.
Adrián había vuelto a ser ese hombre distante y metódico. El mismo que conoció cuando apenas llegó a la mansión. No hubo más preguntas por la noche, ni miradas suaves, ni esas sonrisas breves que parecían escaparle cuando creía que nadie lo veía. Nada. Solo el silencio. Y órdenes.
Thalía lo sentía en cada gesto. En la forma en que dejaba la taza de café en la mesa, sin siquiera cruzar una palabra. En cómo se encerraba en su despacho y pasaba horas sin salir, evitando incluso encontrarse con ella en los pasillos. El muro que había empezado a derrumbarse durante la luna de miel, volvía a levantarse. Más grueso. Más frío.
Pero lo que más dolía era Amelia.
La niña había regresado de casa de la madre de Adrián, emocionada por ver a Thalía. Corrió a sus brazos al llegar, la llenó de dibujos, de palabras lindas y cuentos con mucha imaginación. Y aunque Adrián no decía nada, Thalía notaba cómo la observaba desde lejos. En silencio. Como si estuviera juzgando algo que ni él entendía.
Esa noche, después de acostar a Amelia, Thalía se encontró a Adrián en la sala. Estaba tomando un whisky, solo, frente al ventanal.
—¿Puedo sentarme?
Adrián no respondió. Solo hizo un leve gesto con la cabeza.
Ella se sentó al otro extremo del sofá. El silencio era incómodo. Agobiante.
—Si hice algo mal, me gustaría que me lo dijeras —dijo ella, intentando sonar tranquila.
Él bebió un sorbo.
—No hiciste nada. Ese es el problema.
Thalía frunció el ceño.
—¿Entonces cuál es?
—Que estás… aquí. Metida. En todo. En Amelia. En mi vida. Y no debería molestarte eso, pero… molesta.
—¿Molesta que me preocupe por tu hija?
—Molesta que ella te vea como si fueras algo que no eres.
El golpe fue seco. Doloroso. Pero no lloró. Solo asintió.
—Ya veo.
Se levantó.
—Thalía —la detuvo Adrián, su voz quebrándose un segundo—, no… no sé cómo hacer esto.
—No tienes que hacerlo. Puedes seguir fingiendo que no sientes nada, que no pasa nada. Yo ya me acostumbré.
Thalía permanecía sentada en silencio, observándolo de reojo mientras él daba otro sorbo al vaso de whisky. Había una tensión espesa entre ellos, como si algo invisible pero punzante colgara sobre sus cabezas.
—Adrián —dijo finalmente, rompiendo el hielo—. ¿Sabes cuál es el color favorito de Amelia?
Él la miró con el ceño ligeramente fruncido. Abrió la boca, pero no salió nada. Cerró los labios y bajó la vista al vaso.
—¿Es… azul? —aventuró, sin convicción.
Thalía soltó una risa baja, cargada de tristeza.
—Es verde —respondió—. Verde como el vestido que llevaba la primera vez que me abrazó. Verde como los dibujos que me deja debajo de la puerta cada mañana para que los vea antes de desayunar. Verde como las galletas que intentó hacerme porque yo le dije que eran mis favoritas.
Él no dijo nada. No podía.
—¿Sabes a qué le tiene miedo?
—Thalía…
—¿Sabes qué sueña con ser cuando sea grande? ¿Qué juego la pone feliz? ¿Qué canción le gusta cantar antes de dormir? —su voz se quebró un poco, pero se obligó a mantener la firmeza—. No tienes idea, ¿verdad?
Adrián apretó los labios.
—Tú no eres su madre —espetó él, casi como una defensa.
—¡Pero al menos estoy presente! —respondió ella con dolor—. ¿Tienes idea de lo sola que se siente? ¿De lo mucho que intenta que la mires más de cinco minutos seguidos? ¿Crees que no me he dado cuenta? ¿Crees que no noto cómo se encoge cuando tú entras a una habitación y ni siquiera la saludas?
Él se puso de pie, tenso, incómodo. Pero no replicó.
—A veces pienso que me quedé en esta farsa solo por ella —continuó Thalía, de pie también—. Porque si tú no vas a estar para tu hija, alguien tiene que hacerlo. Alguien tiene que notar cuando tiene fiebre, cuando se siente triste, cuando está feliz por una tontería como una estrella de papel.
Adrián la miró con rabia. Como si le estuviera gritando una verdad que se negaba a aceptar.
—Yo no pedí esto —murmuró él, pero ya no parecía seguro de a qué se refería.
—Yo tampoco —susurró Thalía, dando media vuelta—. Pero aquí estamos, Adrián. Fingiendo que no sentimos nada, mientras arrastramos a una niña inocente con nosotros.
Y se fue al cuarto. Esta vez, sin cerrar la puerta de un portazo. Solo la empujó suavemente… y la dejó entreabierta, como si en el fondo, aún esperara que él viniera tras ella.
Pero no…
El solo se quedó ahí, con el vaso de whisky en mano.
Al otro día, en la tarde. Thalía llevó a Amalia al parque. Amelia corría de un lado al otro, riendo, con las mejillas encendidas por la emoción.
Thalía la observaba desde la banca con una sonrisa leve, aunque en sus ojos aún latía el cansancio de la noche anterior.
—¡Mira, Thalía! ¡Soy una astronauta! —gritó Amelia mientras se balanceaba en el columpio.
—¡Ten cuidado, astronauta! ¡No vayas a terminar en la luna! —respondió ella, divertida.
Fue entonces cuando una figura familiar apareció caminando por el sendero de grava. Alto, con una sonrisa inconfundible y una bolsita de pan en la mano. Joshua.
—¿Thalía? —saludó con una mezcla de sorpresa y alegría—. No esperaba encontrarte aquí.
Ella se levantó de la banca, algo incómoda, pero le devolvió el saludo con una pequeña sonrisa.
—Joshua. Qué coincidencia…
Amelia, curiosa, se detuvo de inmediato y corrió hasta ellos.
—¿Quién es él? —preguntó, mirando a Joshua con ojos grandes.
Joshua se agachó hasta quedar a su altura y le ofreció una sonrisa cálida.
—Hola, soy Joshua. Un viejo amigo de Thalía.
—¿Amigo? —repitió Amelia—. ¿También te gustan los cuentos de dragones? Porque yo tengo uno que se llama “El dragón sin fuego” y mi profe dice que lo inventé muy bien.
—¿Un dragón sin fuego? Eso suena muy épico. ¿Me la contarías?
Amelia asintió con entusiasmo y, sin pensarlo dos veces, tomó a Joshua de la mano y comenzó a hablarle mientras caminaban hacia los árboles.
Thalía los observaba en silencio. Amelia lo miró como si acabara de encontrar a su nuevo mejor amigo.
—¿Puedo invitarte un helado? —le preguntó Joshua a Amelia cuando terminaron su paseo imaginario entre dragones y castillos—. Pero solo si me cuentas el final de la historia.
—¡Sí! —gritó Amelia feliz—. Pero no le digas a mi papá porque dice que el helado es solo para los domingos, ¡y hoy es miércoles!
Amelia dio saltitos de emoción mientras se tomaba de la mano de Joshua.
Los tres rieron, y Thalía sintió cierta calidez subir por su pecho.
Tiago ya eres grande para dejarte envolver como niño creo q los padres q te dio la vida te han enseñado valores ojalá no te corrompas con esa persona q dice ser tu padre , Thalía y Joshua hicieron mal al no decirte la verdad por cuidar tu ntegidad , ahora quien sabe lo. Q te espera al lado de este demonio