Florecer De Las Cenizas
Juliana Montona siempre había pensado que lo tenía todo. A sus treinta y cinco años, había logrado mantener a flote la empresa de carteras de cuero fino que sus padres le habían dejado al morir. No era solo un negocio: era un legado familiar. Cada diseño llevaba un pedacito de su historia, de su esfuerzo y de las manos artesanas que trabajaban junto a ella. Y aunque el camino había sido duro, Juliana se sentía orgullosa de lo que había construido.
En lo personal, creía que también estaba bien acompañada. Estaba casada hacía casi diez años con Martín, un contador prolijo y meticuloso, con quien compartía la casa en un barrio residencial y las cenas de los viernes por la noche. Para Juliana, él era el sostén que la tranquilizaba cuando las presiones del trabajo la desbordaban. Lo miraba muchas veces con ternura, convencida de que había encontrado a su compañero de vida.
Juliana era detallista con la relación: se ocupaba de recordar los aniversarios, de preparar sorpresas, de mantener viva la chispa que tanto le costaba a muchas parejas después de los años. Cada mañana le dejaba una nota junto a la taza de café, frases sencillas como “Suerte en tu reunión” o “Te amo”. Creía que esos pequeños gestos eran los que fortalecían un matrimonio.
Martín, en cambio, parecía agradecido, aunque cada vez más distante. A Juliana no le molestaba demasiado al principio; pensaba que era el estrés del trabajo, que los hombres a veces se volvían más callados con el tiempo. Se decía a sí misma que el amor también era aceptar silencios, comprender rutinas.
Sin embargo, había señales que ella eligió no ver. Las llegadas tarde, las llamadas que atendía en otra habitación, los mensajes que respondía rápido y con una sonrisa escondida. Juliana se convencía de que era su imaginación. “No seas paranoica, él te quiere”, se repetía, aferrándose a la idea de un matrimonio sólido.
El momento de quiebre llegó una tarde de otoño. Juliana había salido antes de la oficina porque una clienta canceló la reunión de último momento. Decidió sorprender a Martín en su trabajo: llevaba una bolsa con medialunas frescas y la idea de invitarlo a tomar un café cerca de su oficina. Le parecía un gesto dulce, una manera de recuperar el tiempo que últimamente les faltaba.
Cuando entró al edificio, la secretaria la saludó con sorpresa.
—¿Lo venís a ver a Martín? —preguntó.
—Sí, pensé en esperarlo para ir a merendar juntos —respondió Juliana, sonriendo.
Subió las escaleras, buscando la oficina que ya conocía. La puerta estaba entornada. Iba a golpear, pero la voz de Martín la frenó. No estaba solo.
—Decíselo otra vez, me encanta cómo suena —susurró una voz femenina, cargada de risa.
—Que sos lo mejor que me pasó en la vida —contestó Martín, con un tono que Juliana jamás le había escuchado usar con ella.
El corazón de Juliana empezó a golpearle en el pecho. La bolsa con las medialunas se le resbaló de las manos y cayó al suelo, dejando escapar un aroma dulce que contrastaba cruelmente con la amargura del momento. Empujó la puerta apenas unos centímetros y lo vio: Martín, abrazando a una mujer más joven, con la mirada encendida de deseo.
Sintió que el aire se le escapaba. Se llevó la mano a la boca para no gritar. En un segundo, su mundo se quebró como un cristal al caer. Todas las notas en la taza de café, todas las cenas planeadas, todos los “te amo” que ella había creído verdaderos se desmoronaron en ese instante.
No entró, no los enfrentó. Dio media vuelta, bajó las escaleras casi corriendo y salió a la calle. El frío le cortaba la piel, pero apenas lo sentía. Solo podía pensar en una frase que le golpeaba en la cabeza una y otra vez: “Me dejó de amar hace mucho, y yo no lo vi”.
Juliana no lo sabía todavía, pero ese dolor sería el inicio de otra vida, de una mujer que, tarde o temprano, aprendería a florecer de sus propias cenizas.
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Comments
Edith Villamizar
Hola inicio de ésta historia 🌹
2025-09-28
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