Emma lo tenía todo: un buen trabajo, amigas incondicionales y al hombre que creía perfecto. Durante tres años soñó con el día en que Stefan le pediría matrimonio, convencida de que juntos estaban destinados a construir una vida. Pero la noche en que esperaba conocer a su futuro suegro, el mundo de Emma se derrumba con una sola frase: “Ya no quiero estar contigo.”
Desolada, rota y humillada, intenta recomponer los pedazos de su corazón… hasta que una publicación en redes sociales revela la verdad: Stefan no solo la abandonó, también le ha sido infiel, y ahora celebra un compromiso con otra mujer.
La tristeza pronto se convierte en rabia. Y en medio del dolor, Emma descubre la pieza clave para su venganza: el padre de Stefan.
Si logra conquistarlo, no solo destrozará al hombre que le rompió el corazón, también se convertirá en la mujer que jamás pensó ser: su madrastra.
Un juego peligroso comienza. Entre el deseo, la traición y la sed de venganza, Emma aprenderá que el amor y el odio
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Capítulo 11
El probador parece un carnaval de risas y seda roja. Entre el vaivén de las telas y los espejos enormes que nos devuelven nuestras siluetas, siento que la habitación entera brilla con la emoción de la boda de Katy. Ella decidió que todas sus damas de honor vestiríamos de rojo, un tono que arde como fuego y que, al mirarnos juntas, nos hace ver como un ejército de pasión.
—¡A ver, da una vuelta!— Grita una de las chicas mientras otra ríe a carcajadas.
Obedezco y el vestido se abre en un giro, sedoso, envolviéndome como agua. Me detengo frente al espejo, con la respiración un poco agitada. El busto está cubierto con elegancia, sin insinuar demasiado, pero la espalda queda al descubierto, abrazada apenas por los tirantes que me recorren los hombros. No puedo evitar preguntarme qué pensaría Robert si me viera ahora… y enseguida sacudo esa idea de mi cabeza.
—Te queda precioso— Dice de pronto la voz de Katy detrás de mí.
Sonrío y nos encontramos en el reflejo. Su expresión es cálida, como siempre, pero noto que sus ojos tienen esa chispa especial que anuncia algo importante.
—Gracias— Respondo, girando hacia ella.
—Necesito pedirte algo— Dice en voz baja, haciéndome una seña para apartarnos un poco del bullicio.
Camino junto a ella hasta una esquina más tranquila del salón.
—¿Qué sucede?— Pregunto curiosa.
Katy inspira hondo, como si buscara las palabras adecuadas.
—Emma… tú eres por mucho, la mejor amiga que pude haber deseado. No sé cómo agradecerte por todo lo que compartimos desde la universidad. Desde que llegaste de Francia me abriste un espacio en tu vida, y yo…— Su voz se corta un instante, pero enseguida sonríe. —Bueno, lo que quiero decir es que no imagino este momento sin ti.
Mis labios se curvan en una sonrisa amplia. A veces olvido que, en un país que no es el mío, fue ella la primera en tenderme una mano sincera y una amistad verdadera.
—Katy…— Murmuro, sintiéndome cálida por dentro.
—Mi hermana será la dama de honor, eso ya lo sabes. Pero quiero darte un lugar igual de importante en la boda.
Frunzo el ceño sin entender a qué se refiere.
—¿Igual de importante?
Ella asiente, con la emoción contenida en la mirada.
—Quiero que seas tú quien lleve los anillos. Por favor, dime que sí.
Me quedo sin aire.
—¿De verdad? ¿Estás segura?
Katy ríe, dándome un pequeño empujón cariñoso.
—¡Claro que sí, tonta! No hay nadie en quien confíe más que en ti.
La emoción me sacude de pies a cabeza y la abrazo fuerte, con el corazón latiendo como tambor.
—¡Por supuesto que acepto!
Ella se ríe, pero al apartarse noto cómo se le humedecen los ojos.
—Ay, no… no quería ponerme así— Dice, limpiándose con la mano.
Las demás chicas, al notar la escena, se acercan y nos rodean en un círculo de curiosidad y bromas para calmarla. Katy se lleva las manos a la cara y entre risas se disculpa.
—Perdón, estoy demasiado sensible últimamente.
Todas reímos juntas, y siento un calor genuino, distinto, más puro que todo lo que he estado viviendo en estos días. Un recordatorio de que, más allá del caos, sigo teniendo un hogar en las personas que me quieren aquí.
Se seca las lágrimas con disimulo y, como buena anfitriona del momento, nos empuja a todas de nuevo hacia el espejo y los vestidos. Vuelven los comentarios, las bromas, los giros de tela, y por un instante siento que estoy exactamente donde debo estar: rodeada de amigas, de calor, de esa complicidad femenina que no necesita más que una mirada para entenderse.
Me acomodo otra vez el vestido, el rojo brillante que abraza mis curvas, y me obligo a disfrutar el instante, hasta que el sonido metálico de la campanilla sobre la puerta interrumpe el murmullo alegre del grupo.
Me giro, casi sin intención, y el aire se me queda atrapado en los pulmones.
Un grupo de chicas acaba de entrar, todas vestidas con ese aire de sé perfectamente lo que valgo. Son risas afiladas, perfumes demasiado dulces, miradas que se sienten como cuchillos y entre ellas, brillando como si se hubiera entrenado toda la vida para ello, está Carla.
La prometida de Stefan.
Mi corazón da un vuelco tan fuerte que temo que se note en mi rostro. Aprieto los labios, como si de esa manera pudiera contener la avalancha de sentimientos que amenaza con desbordarse. Carla camina con la seguridad de alguien que cree tener el mundo rendido a sus pies, su cabello rubio perfectamente peinado, su vestido beige entallado como si se hubiese cosido directamente a su piel.
—Oh, vaya— Dice una de sus amigas con una sonrisa venenosa al ver a nuestro grupo. —Parece que no somos las únicas probándose vestidos hoy.
Carla no dice nada al principio, pero su mirada barre el local con descaro hasta detenerse en mí. Y entonces sonríe. Una sonrisa fina, cortante, hecha a la medida para recordarme que el “futuro perfecto” que yo alguna vez imaginé, ahora es suyo.
Trago saliva, pero no bajo la mirada. No puedo y no quiero.
A mi lado, Katy murmura con voz suave, solo para mí:
—Ignóremosla. Quise los mejores vestidos para mi boda y es claro, que al venir al lado más caro de la ciudad podríamos toparnos con gente así.
Asiento, aunque la verdad es que la sola presencia de Carla hace que el vestido me pese, como si llevara plomo en lugar de seda.
Carla se inclina hacia una de sus amigas y dice en un tono lo suficientemente alto para que llegue hasta nosotras.
—Ahora dejan entrar a cualquiera aquí.
Las risas del grupo la acompañan suenan como un coro.
Y yo, de pie frente al espejo, me obligo a sostenerme la mirada en el reflejo.
La forma en que me miró me deja en duda. ¿Ella me conoce? ¿Sabrá que salí con Stefan?
No, eso no es posible. ¿Qué mujer aceptaría casarse con un hombre que estuvo saliendo con otra al mismo tiempo?
Carla Van DerGold, 26 años