Abigaíl, una mujer de treinta años, quien es una escritora de novelas de amor, se encuentra en una encrucijada cuando su historia, la cual la lanzó al estrellato, al sacar su último volumen se queda en blanco. Un repentino bloqueo literario la lleva a buscar a su hombre misterioso e intentar escribir el final de su maravillosa historia.
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capítulo 11
Luego de que Nicolás se marchara, Erick decidió hacer lo mismo. Cerró la puerta de su oficina, acomodándose el saco con una lentitud poco habitual en él. La noche había sido larga. Cargada. Pesada.
Y fue justo cuando giró el pasillo hacia los ascensores que la vio.
Abigaíl estaba allí, sola, esperando. Llevaba los brazos cruzados y miraba fijamente el indicador luminoso como si eso fuera a acelerar el descenso del ascensor. Su perfil iluminado por las luces tenues del pasillo le pareció familiar, peligrosamente familiar.
Se detuvo a su lado sin decir palabra. Ella apenas lo miró, solo asintió con la cabeza. Y cuando las puertas se abrieron, ambos entraron.
El silencio los envolvió. Un silencio denso, de esos que se sienten más que se escuchan. Pero antes de que el ascensor pudiera llegar al siguiente piso, un leve crujido eléctrico precedió al apagón total. La cabina se sacudió y se detuvo en seco.
La oscuridad los engulló.
—¿Abigaíl? —la voz de Erick fue baja, casi un susurro.
—Aquí —contestó ella, con un hilo de voz.
El silencio se quebró por su respiración entrecortada. Él se acercó guiado por el sonido, y cuando la tocó, sus dedos sintieron el temblor en su cuerpo.
—Claustrofobia... —murmuró, llevándose una mano al pecho.
Erick se agachó lentamente, buscándola en la oscuridad. Cuando la encontró, la abrazó sin pedir permiso. Ella se dejó envolver, buscando refugio en sus brazos como si conociera ese espacio desde antes, como si en otro tiempo, esos mismos brazos ya la hubieran sostenido.
—Respira... solo respira conmigo —le dijo cerca del oído.
Ella obedeció, cerrando los ojos. El ritmo de su pecho comenzó a calmarse lentamente, acompasado al de él.
Y entonces, el silencio volvió… pero diferente. Cálido. Íntimo.
Erick no supo en qué momento se inclinó más cerca, ni cuándo exactamente su nariz se deslizó hasta el cuello de ella. Lo único que sabía era que ese perfume…
Ese maldito perfume.
El mismo que años atrás lo había vuelto loco. El mismo que se le había quedado grabado en la memoria y que, por años, lo hacía voltear cada vez que lo sentía cerca. El mismo que asociaba con la única mujer que lo había hecho soñar despierto.
Ahora ya no había duda.
Tenía a esa mujer entre sus brazos.
Pero aún no entendía por qué ella no decía nada. ¿Por qué ese juego? ¿Por qué la distancia? Él sabía que lo recordaba… se notaba en la forma en que lo miraba, en el modo en que temblaban sus manos al rozarlo.
Y sin embargo, el silencio seguía.
Ella permanecía abrazada a él, sin hablar, pero sin soltarlo.
Las luces parpadearon, la electricidad regresó. La cabina volvió a zumbar.
Erick no se movió de inmediato. Tampoco ella. El hechizo se rompió recién cuando las puertas se abrieron con un sonido metálico.
—Te llevo a casa —dijo él, firme pero suave.
—Puedo tomar un taxi —intentó replicar, débilmente.
—No. Esta noche no —sentenció, y no hubo espacio para discutir.
El trayecto en el auto fue silencioso. Él no le preguntó su dirección; la sabía. Y eso también la hizo tensarse, aunque no dijo nada.
Al llegar, Erick se bajó primero, rodeó el coche y le abrió la puerta. Ella salió despacio, con la mirada baja.
—Gracias —murmuró.
Él la observó un segundo más de lo necesario.
—Que descanses, Abigaíl —dijo al fin, con una voz que ocultaba demasiado.
Ella entró al edificio. Solo cuando la puerta se cerró tras ella, Erick subió de nuevo al auto y cerró los ojos con fuerza.
Tenía más preguntas que respuestas. Pero una certeza innegable le recorría las venas.
La mujer de sus sueños… estaba de vuelta.
Y esta vez, no pensaba dejarla ir sin saber por qué había desaparecido.