Catia Martinez, una joven inocente y amable con sueños por cumplir y un futuro brillante. Alejandro Carrero empresario imponente acostumbrado a ordenar y que los demás obedecieran. Sus caminos se cruzarán haciendo que sus vidas cambiarán de rumbo y obligandolos a permanecer entre el amor y el odio.
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Capitulo II Castigo
Catia recogió la tarjeta, sintiendo que había recogido su propia sentencia. La Carrero Tower, que antes era solo un edificio, se había convertido en una prisión.
Ella era la bondad; él, la crueldad disfrazada de éxito. Ahora, estaba atada a él por una deuda de honor que ella misma se había impuesto para salvar a su tía. ¿Qué quería él de ella? ¿Un trabajo humillante? ¿Una esclavitud moderna? Solo sabía que no tenía opción: a las ocho de la mañana, estaría en su oficina.
Volvió a la panadería de su tía llena de temor: primero por la reacción de su tía al enterarse de que gracias a ella había perdido un buen cliente y segunda por la llegada del siguiente día, Alejandro Carrero era un hombre atractivo, pero atemorizante al mismo tiempo por lo que ella sabía que no sería fácil de tratar.
Una vez llegó a la panadería enfrentó la verdad ante su tía, quien se llenó de ira al escuchar las ridículas explicaciones de su sobrina, Felicia era una mujer cruel que siempre había humillado a Catia sin motivo alguno.
Amaranta Hernández la hija de Felicia llega a la panadería luciendo tan impecable como siempre, su madre siempre la había tratado como a una reina, un trato muy diferente al que recibía Catia.
—¿Ahora qué hizo está tonta? — pregunto Amaranta utilizando el habitual tono de superioridad que utilizaba con su prima.
—Aquí la estúpida de tu prima que nos hizo perder la cuenta con empresas Carrero, pero esto le costará muy caro. — Advirtió la mujer con desprecio.
Catia no se atrevía a decir una sola palabra, ella había crecido bajo el yugo de su tía y su prima. Esperando el castigo que le impondría, Catia fue hasta la cocina y empezó a limpiar los trastes sucios que se encontraban en esta.
Mientras tanto Alejandro se encontraba en el piso más alto de aquella enorme torre de cristal y hierro viendo por la ventana. La furia reflejada en su rostro debido al inconveniente ocurrido durante la mañana, sin embargo, esa ira se mezclaba con una inquietud que no podía definir. La mirada de Catia lo perseguía de tal manera que no podía describir.
La noche había llegado y en la cocina de la panadería, usualmente un lugar de calor y dulce consuelo para Catia, se había convertido en su celda. El vapor caliente del lavavajillas no lograba mitigar el frío que sentía en el estómago.
Felicia, con los brazos cruzados y el rostro rojo de ira, no dejaba de pasearse por la pequeña oficina contigua, su voz aguda atravesando la fina puerta. —¡Estúpida! ¡Inútil! ¿Sabes lo que significa perder a Carrero? ¿Sabes la cantidad de dinero que acabas de tirar a la basura?
El corazón de Catia se encogía con cada insulto. Había esperado la furia, pero la intensidad de la maldad de Felicia nunca dejaba de sorprenderla. Catia solo apretaba los puños, repitiéndose que el castigo de su tía era preferible al daño que Alejandro Carrero podría hacerle al negocio.
La llegada de Amaranta Hernández solo añadió sal a la herida. Amaranta, con su cabello rubio perfectamente peinado y ropa de diseñador, se reclinó contra el marco de la puerta de la cocina, disfrutando del espectáculo.
—Mamá tiene razón, Catia. Siempre metiendo la pata. —El tono de superioridad de Amaranta era tan habitual que Catia casi no lo registraba. En su mente, la humillación de su prima era un ruido de fondo constante—. ¿Y ahora vas a trabajar para él? ¿De sirvienta? Es lo único para lo que sirves, prima.
Felicia interrumpió la burla de su hija con una orden seca: —Mañana a primera hora le dirás a ese hombre que yo me haré cargo de la deuda. No quiero que piensen que te encubrimos. Y por supuesto, trabajarás gratis aquí hasta que esa deuda imaginaria esté saldada. Y ni pienses en ir a la universidad por un tiempo. ¡Ya veremos cómo pagas esto!
Catia asintió en silencio, sin atreverse a revelar la verdad: ella ya había prometido ir, y si no lo hacía, Alejandro iría tras su tía y está a su vez la haría pagar a un más caro su ofensa. Solo tenía una opción: traicionar la orden de Felicia y enfrentarse a Carrero sola.
Mientras Catia se preparaba para una noche sin dormir, Alejandro Carrero permanecía en el silencio absoluto de su ático en el piso 50. La ciudad se extendía debajo de él como un mapa de luces indiferentes.
Se había cambiado de traje, pero la furia persistía. No podía concentrarse. El incidente con el desayuno había sido un desastre logístico, sí, pero lo que realmente lo irritaba eran los ojos azules de Catia.
Él estaba acostumbrado a la sumisión, al miedo calculado que le ofrecían sus empleados y competidores. Pero en los ojos de esa joven, no había visto solo pánico. Había visto una mezcla de auténtico terror y una extraña y obstinada determinación, especialmente cuando se interpuso entre él y la amenaza a su tía.
Alejandro Carrero no trataba con heroínas, solo con activos y pasivos. ¿Por qué le molestaba la forma en que ella había temblado mientras recogía las migas? ¿Por qué la imagen de su rostro ruborizado se negaba a abandonar su mente, interponiéndose entre él y los informes financieros?
—Una simple vendedora de pasteles —murmuró para sí mismo, con disgusto.
Intentó retomar su agenda, pero la tarjeta de presentación que había arrojado en el suelo, ahora de vuelta en su escritorio, parecía burlarse de él. Él quería castigar la ineficiencia, pero la humillación que le había infligido a Catia parecía desproporcionada incluso para sus estándares.
Una inquietud crecía en su pecho, una emoción confusa que se sentía incómodamente cercana a la culpa. No, no era culpa. Era la molestia de saber que su día perfecto se había roto por un factor humano que él no había podido prever ni controlar. Mañana, a las ocho, ese factor humano sería erradicado.
Alejandro se sentó frente a la ventana, esperando la llegada del sol, sabiendo que el mañana no sería un día cualquiera. Sería el día en que pondría a esa "niñita" en su lugar. Lo que no sabía era que, al hacerlo, se pondría a sí mismo en una ruta de colisión de la que no podría escapar.