El mundo cayó en cuestión de días.
Un virus desconocido convirtió las calles en cementerios abiertos y a los vivos en cazadores de su propia especie.
Valery, una adolescente de dieciséis años, vive ahora huyendo junto a su hermano pequeño Luka y su padre, un médico que lo ha perdido todo salvo la esperanza. En un mundo donde los muertos caminan y los vivos se vuelven aún más peligrosos, los tres deberán aprender a sobrevivir entre el miedo, la pérdida y la desconfianza.
Mientras el pasado se desmorona a su alrededor, Valery descubrirá que la supervivencia no siempre significa seguir con vida: a veces significa tomar decisiones imposibles, y seguir adelante pese al dolor.
Su meta ya no es escapar.
Su meta es encontrar un lugar donde puedan dejar de correr.
Un lugar que puedan llamar hogar.
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1
Era un día normal.
El despertador sonó con su pitido insistente y Valery, todavía algo somnolienta, estiró la mano para apagarlo. El cuarto estaba tibio, iluminado apenas por los rayos de sol que se colaban entre las cortinas. Se levantó con pereza, arrastrando los pies hasta el baño. El agua fría en su rostro la hizo estremecer, pero también le despejó la mente.
Se vistió con unos jeans y una polera sencilla, recogiendo su cabello en una coleta apurada antes de bajar las escaleras. El olor a pan tostado y café recién hecho le dio la bienvenida al comedor.
En la mesa, su madre servía el desayuno mientras Luka, su hermanito de seis años, jugaba con su muñeco de dinosaurio entre los platos. Su padre ya se había marchado temprano, como siempre. El hospital lo necesitaba; ser neurocirujano significaba pasar más tiempo salvando vidas que en casa.
Aun así, Valery siempre lo admiraba. Desde pequeña le fascinaba el mundo de la medicina: de niña solía jugar con un estetoscopio de juguete, "suturaba" a sus peluches con hilos de lana, escribía recetas imaginarias y diagnosticaba enfermedades inventadas. Ahora, a sus dieciséis, ya había hecho cursos de primeros auxilios gracias a la motivación de sus padres.
—Buenos días, mamá. Buenos días, enano —dijo, acercándose a besar a cada uno en la mejilla.
—Buenos días, cariño —respondió su madre con una sonrisa suave.
—¡Bueeenos dííías! —repitió Luka, imitando el tono de su hermana y haciendo reír a ambas.
Por un momento, todo parecía normal. Un día más en la rutina de su familia, lleno de los pequeños gestos que Valery siempre había dado por sentados... sin saber que, en poco tiempo, el mundo que conocía se vendría abajo.
Al terminar el desayuno, su madre se sentó frente a ella y le tomó la mano con suavidad.
—Valery, mejor quédate en casa estos días —le dijo, tratando de sonar tranquila—. Están pasando... cosas raras. Accidentes, personas atacando a otras. Dicen que es un nuevo virus. Tu padre me pidió que no saliéramos para nada.
Valery tragó saliva. Desde hacía semanas escuchaba rumores en las redes sociales y noticias confusas por la televisión, pero siempre pensó que eran exageraciones. Sin embargo, la voz de su madre sonaba distinta.
—Está bien, mamá. Me quedaré aquí y te ayudaré a cuidar a Luka —respondió Valery, mirando al niño que reía en el suelo, ajeno a la conversación mientras hacía rugir su dinosaurio verde.
Horas más tarde, ya en la tarde, la puerta principal se abrió de golpe. Su padre entró corriendo, con la bata del hospital manchada, el rostro desencajado y los ojos llenos de miedo. Nunca lo había visto así.
—¡Empaquen lo que puedan! —gritó, sin siquiera saludar—. Ropa, comida, agua, el botiquín... ¡todo lo indispensable!
Dejó caer sus llaves sobre la mesa y subió al despacho apresurado. Su madre, en shock, le ordenó a Valery:
—Haz lo que te dice tu padre, cariño, yo iré a ver qué pasa.
Valery asintió y subió corriendo a su habitación. Sentía que el corazón le golpeaba el pecho. Mientras metía ropa en la mochila, escuchó la conversación detrás de la puerta del despacho.
—Es casi imposible de creer —decía su padre, con la voz rota— pero algo está pasando. La infección y los ataques están relacionados. Vi a una persona... comiéndose a otra, frente a mí. Apenas pude escapar. El ejército bloqueó las salidas. Vi a colegas morir, no pude hacer nada... Lo único que pude hacer fue huir.
—Cariño... cuánto lo siento —susurró su madre, abrazándolo.
Valery apretó los ojos, temblando. Todo eso sonaba como las películas y novelas que tanto había leído... pero ahora era real. Sin pensarlo más, siguió empacando: ropa para ella y Luka, todos los medicamentos y suministros del botiquín, gasas, alcohol, vendas, linternas, sogas... cualquier cosa que pudiera servir si realmente era el fin del mundo.
Cuando bajó ya con todo en las manos, vio a sus padres guardando comida y agua en bolsas. Luka seguía sentado en el suelo de la sala de estar, jugando con su juguete favorito sin entender nada.
—¿En dónde iremos? —preguntó Valery, tratando de sonar firme—. ¿En el jeep o la camioneta?
Apenas terminó de decirlo, un ruido ensordecedor los hizo levantar la cabeza. Helicópteros. Tres, quizás cuatro, sobrevolaban la zona dirigiéndose hacia el centro de la ciudad. El ruido vibraba en las ventanas y en el piso, como si el cielo estuviera temblando.
Su padre se asomó por la ventana, el rostro sombrío.
—No hay tiempo —murmuró—. Esto ya empezó.
Tomaron todo apresuradamente. Las mochilas pesaban más de lo que Valery hubiera imaginado, y aun así sintió que llevaban muy poco. Cada objeto guardado era una elección entre la vida y la muerte: linternas en lugar de libros, vendas en lugar de recuerdos.
Su padre abrió el jeep familiar y comenzó a llenar la maletera con bolsas y cajas, acomodando lo que podía en los espacios que quedaban detrás de los asientos. El motor rugía como una bestia inquieta, ansiosa por arrancar.
—¡Vamos, vamos! —gritó, abriendo la puerta trasera.
Valery tomó la mano de Luka y lo subió con cuidado. El niño abrazaba fuerte a su dinosaurio verde, sin comprender la magnitud del peligro. Ella se sentó a su lado y le aseguró el cinturón, respirando rápido, con la mente hecha un torbellino.
Sus padres subieron adelante. Por un instante, hubo silencio. El silencio de una familia que, al mirar por última vez la casa, comprendía que estaba dejando atrás todo lo que conocía: recuerdos, fotos, risas, la vida normal.
El jeep arrancó. Las llantas chirriaron contra el pavimento y la calle se abrió frente a ellos, larga, tensa, incierta.
Fue entonces cuando su padre habló por primera vez desde que llegaron los helicópteros. Su voz era grave, cargada de una verdad que pesaba más que las mochilas.
—¿Recuerdan la casa del lago? —preguntó, sin apartar la vista del camino—. Creo que será lo mejor. Es más seguro... aislado. Escuché rumores de refugios en las ciudades grandes, pero no creo que sean verdad.
Se detuvo unos segundos, como si le costara decir lo siguiente.
—Los helicópteros que vimos... no son de rescate. Son de ataque. No vienen en paz. Lo más probable es que quieran controlar esto eliminándolo todo.
Valery se estremeció. No necesitaba preguntar qué significaba "eliminarlo todo". Miró a Luka, que seguía jugando con su muñeco, ajeno a la conversación, y lo abrazó fuerte, prometiéndose en silencio que no dejaría que nada le pasara.
El jeep avanzó hacia la carretera, mientras a lo lejos se escuchaban gritos, disparos aislados y el eco de las sirenas apagándose una a una.
El mundo que conocían había terminado.