CAPÍTULO 17

El silencio fue mi única respuesta mientras sentía como el aire a mi alrededor iba calentándose, es que acaso no pensaba dormir desnudo, ¿verdad? Tragué con la idea.

Si era nerviosismo o expectación, no pensaba analizarlo en ese momento.

—Pensé en ver algo de televisión —seguí con la mentira mientras Elia se limitaba a mirarme como un león hambriento. Un muy desnudo león.

Si esa toalla caía unos centímetros más tendría una buena idea de…

No. No vayas allí.

Volví a aclararme la garganta, esta vez para controlarme a mí misma y a mis traicioneros pensamientos; no es que sirviera de algo cuando el detonante seguía de pie a unos metros, acechándome en silencio.

Había sido una tonta al creer que estaba lista para enfrentarme a alguien como él, con cada segundo que permanecía bajo su escrutinio mi voluntad flaqueaba.

—Fue una mala idea —dije, rindiéndome o huyendo; me puse de pie, arrastrando la tela de la camiseta tanto como pudiera, como si ese hombre no hubiera visto ya todo lo que había para ver —, te dejaré para que te vistas, quiero decir, para que descanses…

—Miranda.

Me detuve, todo el aire escapando de mí cuando comprendí que se había movido sigilosamente sin que lo notara. El aire a su alrededor parecía densificarse, corría el riesgo de olvidarme hasta de respirar mientras la distancia entre nosotros desaparecía. Ahora se encontraba frente a mí, a unos centímetros de distancia, casi podía saborear las gotas que se permanecían orgullosas en las aureolas oscuras de su pecho.

—Mírame, Miranda.

¿Que lo mirara? Lo estaba mirando, y vaya que lo miraba con atención. Un fuego comenzó a crecer en mi vientre, expandiéndose cada vez más cerca de una zona que comenzaba a latir por él. Un lugar tan profundo y olvidado que me pregunté cuánto tiempo había pasado desde la última vez que me sentí así. Un recuerdo vago del rostro de Marco cruzó mi mente, pero lo sepulté rápidamente.

Esto era peligroso.

Me encontré con su mirada leonada, odiándome por apreciar las motas doradas y maravillarme con la belleza de este hombre letal. Del hombre que me mantenía cautiva.

Lo odiaba.

—No has respondido a mi pregunta —ronroneó.

Sabía a qué se refería, a su propuesta de dormir con él. De volvernos amantes.

Lo odiaba. Era mi carcelero.

Inhalé su aroma limpio, detectando rastros de eucaliptos que reconocí de su jabón y algo más, algo profundo y especiado que sólo pude asociar con su propia esencia. El fuego en mi vientre creció.

Lo odiaba.

—Acepto —no reconocí la ronca voz, no la identifiqué hasta que comprendí que era la mía. Que había sellado mi destino.

Lo odiaba y lo deseaba, casi con la misma intensidad.

La incredulidad brilló en esos ojos dorados, como si él tampoco terminara de creerse que esa había sido mi respuesta. Me acerqué el último paso, temblando al sentir toda esa piel cálida encontrándose con la mía.

—Acepto —repetí, extendiendo una mano hasta borrar la molesta gota sobre su pezón, sonreí al oír su inhalación sorprendida —. Dormiré contigo.

Y rogaría no perderme en el proceso.

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