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Monte Hiei.

20 de septiembre de 1571.

Unos meses antes.

Treinta mil hombres habían rodeado el monte Hiei bajo las órdenes del señor de la guerra Oda Nobunaga, un gran estratega que en la época era conocido por ser una de las personalidades más importantes en la historia de Japón el cual tuvo una gran relevancia en la unificación del país.

En pleno período Sengoku, cuando la guerra civil estaba en su mejor punto, los hombres de Nobunaga, al toque de una concha, comenzaron a avanzar juntos, asesinando o quemando a todo aquel y aquello que se pusiera en su camino, incluido el antiguo santuario de Hiyoshi y los principales templos budistas de la época.

¿El por qué? Los monjes guerreros eran considerados una amenaza a los ojos de Nobunaga, los cuales en aquel entonces hacían tratados con sus enemigos. Algo que causó el enojo y la atención del señor de la guerra.

En uno de esos templos, un joven monje guerrero llamado Hiiro, luchaba por su propia vida entre el fuego y la muerte. Con su Naginata arrasaba con todo samurai y guerrero enemigo que se le presentaba en el camino. Era uno de los mejores monjes guerreros bajo las órdenes del Abad del monte Hiei, sin embargo ya el lider budista hacía tiempo había sido brutalmente asesinado bajo la katana del temido Oda Nobunaga.

El joven monje por temor, en ese instante había decidió huir por su vida. Oda Nobunaga a sus ojos era un monstruo revestido en piel de cordero, un señor de la guerra temerosa y hábil en el arte de la espada. Definitivamente no era adversario para alguien tan imponente como él.

No sabía por cuánto tiempo había corrido, pero en el camino se había asegurado de robar todo lo valioso de los cadaveres de sus compañeros y enemigos. En algún punto, encontró una enorme cesta de paja con la que se dedicó a recolectar todo lo necesario para su supervivencia. Luego se aseguraría de conseguir una vestimenta para retirarse la suya, la cual lo delataba prácticamente. Vestía como el típico monje guerrero, todo el mundo conocía esas túnicas y las personas no tardarían en delatarlo en cualquier momento con solo verlo.

Había corrido con suerte, de alguna forma había logrado esquivar el ejército de Nobunaga hasta por fin escapar del Monte Hiei. En un principio no sabía a donde ir, después de todo no tenía familia ni mucho menos amigos fuera del templo budista donde pasó gran parte de su vida entrenando como sōhei.

Y ahora, con 28 años de edad, parecía haber vuelto a ser aquel niño desnutrido e indefenso que no sabía que hacer con su vida. Es niño que había sufrido tantas penurias antes de ser rescatado por aquel samurai.

«Pues claro, el seguro me ayudaría» Pensó de inmediato al recordar a su salvador.

Satoshi Soto, un antiguo samurai que había abandonado el camino de la espada para hacerse cargo del templo sintoísta de la familia y de su hija recién nacida Ise. Los últimos años se habían comunicado siempre a través de cartas, y de lo único que hablaba era de lo hermosa que se había vuelto su hija Ise. El monje recordaba sentirse emocionado y deseoso de conocer aquello que tanto amaba su salvador. Sin embargo, debido a sus deberes como sōhei, no había tenido la oportunidad de al menos hacerle una visita a su gran amigo

No obstante, esta era la oportunidad que tanto buscaba. Por fin era libre del Monte Hiei, no tendría que volver a blandir la Naginata o cualquier otra arma. Iría al santuario de Sotto, tal vez se convertiría en sacerdote sintoísta y viviría en paz lo que le quedaba de vida. Ya tenía suficiente de tantas muertes y guerras.

El viaje hacia la provincia donde se encontraba su salvador sería algo largo y agotador, pero al final valdría la pena…

Pero todas sus esperanzas se derrumbaron cuando al llegar, se encontró con el añorado templo convertido en cenizas por el fuego. Hiiro no daba crédito a lo que veía. Aquella vida de paz que tanto se había imaginado los últimos meses de viaje, se derrumbaron en su mente como un castillo de piedras.

La sonrisa que marcaba en su rostro por la expectación, desapareció bruscamente convirtiéndose en una mueca de dolor y desagrado. Sus piernas de repente perdieron la fuerza para sostenerse en pie y terminó cayendo de rodillas. Enojado y afectado, se arrancó de la cabeza el paño blanco que cubría su hermosa cabellera blanca como la nieve que caía del cielo grisáceo en aquel momento. Esa cabellera que tantos problemas le había dado en el pasado.

Un pasado que todos los días intentaba olvidar férreamente.

Una cabellera de tal color como la de él era muy raro para ser japonés. Por lo general, las personas de cabello blanco eran personas enfermizas que no podían estar demasiado tiempo bajo el sol, sin embargo Hiiro había nacido con una gran fuerza física y mental.

Pero toda esa fuerza que tanto había tenido toda su vida, en ese instante de decepción desapareció. Se sintió el ser más débil y desafortunado del mundo, sin una razón por la que vivir.

Sin nada por lo que continuar.

Su Naginata, la única compañera en toda su vida, resplandeció frente a sus ojos reflejando la luz de la luna llena en la cima del cielo nocturno. La muerte en ese momento, parecía ser lo más cercano al paraíso para él.

Nadie lo culparía, después de todo no le quedaba nada para continuar.

Agarró con fuerza su Naginata y apuntó la hoja encorvada en su vientre, dispuesto a atravesarse con ella y terminar con esa tortura llamada vida, sin embargo un rayo de esperanza en ese instante iluminó todo su ser.

Desde el lado del templo en el que se encontraba notó a un chico vestido de piel de oso cargando en sus brazos a una joven vestida con túnicas de sacerdotisa. No estaba seguro de si podía ser ella, pero algo en su interior le dijo que los siguiera.

El chico con aspecto de cazador era sorprendentemente hábil en el bosque. Se movía como si conociera cada rincón de memoria. En algún punto, lo perdió de vista, ya que el muchacho era sorprendentemente bueno esquivando y borrando su rastro. Hiiro se tardó un buen tiempo en volver a recuperar el sentido de la orientación.

En ese instante, algo a su lado se movió a tanta velocidad que el monje apenas pudo verlo como un borrón en el aire. Por un momento tuvo el impulso de seguir a aquella criatura, pero unas voces y un grito ahogado a su espalda lo detuvieron.

Rápidamente siguió la dirección de aquella voz femenina y cuando por fin los árboles se abrieron paso frente a él, se encontró con algo que definitivamente no esperaba.

Una chica de largo cabello negro y túnicas de sacerdotisa yacía arrodillada en él ante el mismo chico de piel de oso que había visto anteriormente en el templo. El chico estaba gravemente herido y no dejaba de sangrar.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Hiiro sorprendido por lo que veía.

Y cuando aquella chica lo miró, el mundo a su alrededor parecía haberse detenido. Esos ojos azules tan enigmáticos le devolvieron la mirada brillante como pequeñas lunas gemelas en miniatura.

—Por favor, ayuda… —bramó la joven sacerdotisa con voz temblorosa— Yo… yo no sé qué hacer…

El monje al escucharla reaccionó de su ensimismamiento y corrió hacia donde se encontraban ambos. Mientras trataba a muchacho, por el rabillo del ojo no dejaba de observar disimuladamente a aquella enigmática sacerdotisa.

No lo sabía en aquel instante, pero aquella chica en el futuro se convertiría en su perdición.

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