3

Abrió la puerta corrediza y entró a la oscura pero cálida habitación donde su padre yacía acostado en el suelo, acolchado con sábanas y colchas en todo su cuerpo.

Colocó la bandeja con el plato de guiso humeante sobre el suelo al lado del acolchado y procedió a agregarle más leña al pequeño hogar que yacía en un rincón de la vacía habitación.

El hombre acostado en el suelo parecía un anciano de muchos años de edad, completamente calvo y arrugado por el paso del tiempo.

Llena de tristeza y preocupación, se sentó al lado del cuerpo dormido de su padre extendió la mano dispuesta a aunque sea tocarlo en la frente, pero enseguida se retractó por miedo a dañarlo de alguna forma. Tenía tan solo 43 años y parecía un anciano enfermo de 90 años de edad.

—Ise... —la llamó su padre con voz débil y trémula al notar su presencia.

—¿Qué ocurre padre? —dijo ella con una sonrisa forzada en su rostro.

Su padre tragó en seco antes de responder. Su cuerpo era tan débil que hasta hablar lo cansaba terriblemente.

—Creo que mi final está llegando pequeña. Mi alma está lista para irse de este mundo.

—No digas esas cosas padre —expresó ella ayudando al aparente anciano a sentarse. Estaba tan delgado que parecía que en cualquier momento se desvanecería—. Hoy he tenido una buena caza. Estarás bien. Te conseguiré buena comida y ropa nueva para ti. Mañana iré a Sachi a buscar un médico que pueda atenderte.

—Sabes que nadie vendrá. Todo el mundo en ese lugar te teme.

—Pero... yo no he hecho nada para que me teman —protestó ella enojada y triste a la misma vez.

—Es verdad querida... no haz hecho nada —inquirió el sabio hombre con la mirada blanquecina perdida en algún punto del suelo. El sacerdote no lo admitía, pero hace tiempo Ya había perdido el sentido de la vista. Eso la entristecía aún más— Lamentablemente la gente en este país sigue siendo demasiado supersticiosa. Todos creen que este santuario está maldito por lo que sucedió hace años y que tu eres un Yōkai traido al mundo solo para destruirlo. Además, eres diferente a ellos. El ser humano le teme a lo que es diferente.

—¿Lo dices por mis ojos? —inquirió ella con ojos llorosos— Tal vez debería arrancarmelos. Odio mis ojos.

—No digas eso —espetó el hombre con voz grave— Tus ojos azules son hermosos, lo más hermoso que un hombre pueda ver en su corta y lamentable vida... ¿Pero, haz visto a alguien más que posea ojos como los tuyos? —Ise negó con la cabeza, algo triste— Muchas personas intentarán tenerte por tus ojos y tus habilidades sobrenaturales, debes ser capaz de cuidarte por ti misma una vez que me haya ido de este mundo.

—Se cuidarme papá —refutó ella orgullosa.

—Lo sé, te he enseñado todo lo que sé desde que apenas empezaste a caminar —sonrió levemente— Pero no puedes quedarte en este lugar. Hay más mundo fuera de estas paredes y muchas cosas por ver y conocer.

—Me gusta este santuario. No quiero irme.

—Mira a tu alrededor, niña. Este no es un santuario... es un cementerio. Hace mucho dejó de ser un lugar sagrado.

Las crudas y ciertas palabras de su padre la dejaron anonada sin saber que más decir por lo que simplemente calló y procedió a ayudar a su padre a alimentarse.

Luego de comer, el hombre volvió a quedarse dormido y no despertó más hasta el otro día.

A la mañana siguiente Ise empezó a prepararse para partir a Sachi en busca de un médico que atendiera a su padre.

Estaba nevando suavemente y el cielo se veía gris y monótono.

El poblado de Sachi no se encontraba lejos, pero tampoco estaba muy cerca, mucho menos a pie. Le tomaría la mitad del día llegar sin caballo y estaría volviendo casi al anochecer, sin embargo debía intentarlo por su enfermo padre. La vida de su padre estaba en riesgo.

Antes de convertirse en sacerdote, su padre le contó una vez que antes solía ser un samurai muy reconocido. Solía servirle a un señor feudal antes de ser asesinado por los hombres de sus enemigos. Admitió que de no ser por el nacimiento de Ise, hace mucho se habría quitado la vida. Una de las cosas que más escuchaba en su padre, es que ella era su razón de vivir y que su felicidad era más importante que la suya propia.

Ella también haría cualquier cosa por él, no solo por ser su padre, si no porque también le debía la vida.

Si su padre no fuera su padre, la gente en general ya la habría sacrificado.

(…)

Bajo una tormenta de nieve que cada vez se ponía peor, la ventisca era tan fuerte que le impedía caminar con rapidez. No se esperaba que esto sucediera, el día había amanecido prácticamente despejado por lo que no pensaba que fuese a ocurrir una tormenta.

Había mucho frío. Sentía como el viento atravesaba todas las telas que la abrigaban hasta los huesos y cada vez le era más difícil pronunciar los rezos que según sus creencias podían espantar los malos espíritus y las malas vibras. La visión del camino delante de ella cada vez se le dificultaba más y debía mirar al suelo constantemente debido a que el viento frío era demasiado fuerte.

No dejaba de sentir como si la estuviesen vigilando desde la oscuridad del bosque. Gracias a dios había traído consigo una lámpara de papel, de lo contrario todo sería más aterrador.

Más adelante no tardó en ver lo que parecía ser un puente por lo que sintió un gran alivio. Sabía que esa era la entrada al poblado de Sachi.

—Por fin he llegado —dijo aliviada.

Casi corriendo atravesó el puente pero se detuvo justo en el medio al notar una figura solitaria parada no muy lejos de ella.

—¿Quién eres? —preguntó asustada y por instinto agarró el mango de la espada por encima de la tela que la cubría, lista para defenderse si era necesario. Estaba prohibido que alguien que no fuera samurai, portara este tipo de armas. Más si era una mujer— No quiero problemas. Solo quiero llegar a la aldea.

La sombra oscura comenzó a acercarse paulatinamente a ella mostrando lo que parecía ser un hombre de gran tamaño cuyo rostro se encontraba oculto bajo una capucha y justo cuando creía que le haría algo, el hombre siguió de largo como si nada, pasando por su lado sin prestarle mucha atención a la joven de ojos azules hasta desaparecer totalmente en la oscuridad del bosque, casi rozando el hombro de ella.

No pudo evitar sentir un escalofrío que la inundó de pies a cabeza incómodamente, ya que un conocido fuerte olor a sangre lo inundaba de pies a cabeza.

—¿Qué fué eso? —se preguntó ella extrañada, observando al hombre desaparecer nuevamente entre la tormenta.

Al llegar a la clínica empezó a golpear la puerta con fuerza.

—¡Doctor Miyamoto! ¡Doctor Miyamoto! —gritaba desesperada— Es mi padre, está muy enfermo. ¡Por favor, tiene que ayudarlo!

Las luces se encendieron y un hombre de edad bastante avanzada se asomó bostezando por el umbral de la puerta.

—¿Quién es a estas horas? —decía molesto al haber sido interrumpido su sueño pero al ver quien era sus ojos adormilados se abrieron sorprendidos— Oh, Ise, ¿qué haces aquí?

—¡Es mi padre! —empezó a decir ella— Está muy enfermo, creo que no sobrevivirá esta noche —explicó ella al borde del llanto.

—Tranquila… —intentó calmarla el sabio médico— Todo estará bien, déjame empacar algunas cosas —explicó a la vez que entraba a la estancia.

Una vez listo y abrigado, salió junto con la joven sacerdotisa caminando por el mismo camino de donde vino ella.

—¿Y viniste tu sola hasta aquí? ¿No Te haz encontrado con algo extraño? —preguntó el sabio doctor.

—Había alguien o algo en el puente, aunque no estoy segura si era una persona o algún tipo de Yōkai con forma humana —admitió ella, señalando al puente que poco a poco se mostraba en la lejanía— Tenía algo realmente raro.

—¿Y te atacó o algo?

—Por suerte no.

El anciano médico suspiró y calmadamente espetó.

—Después de todo tienes hasta suerte. Han estado ocurriendo muchas cosas raras últimamente.

—¿Cómo qué? —preguntó ella interesada.

—Están desapareciendo personas del pueblo. Todo el que entra a estos bosque de noche no suele salir vivo.

—Recorro estos bosques desde que tengo memoria y hasta ahora no me he encontrado con ningún peligro fuera de lo normal —explicó ella observando sus alrededores.

—Eres una sacerdotisa. Eres prácticamente una mensajera de las palabras de los dioses. Es normal que los demonios y las bestias te eviten.

—No es cierto, no estoy bendecida.

—¿Y por qué dices eso? —preguntó el hombre curioso.

—Todos en Sachi hablan de lo mismo cada vez que me ven pasar, hablan del día que nací. Mi padre me contó que cuando nací, todos en los alrededores del santuario murieron de una extraña plaga y las plantas dejaron de crecer y el suelo se volvió infértil. Hasta mi propia madre murió dándome a luz. Desde entonces, todo lo que toco termina muriendo tarde o temprano de alguna extraña enfermedad sin cura o por causas aparentemente accidentales —explicó ella, triste y cabizbaja— ¿Usted no me teme, doctor?

El anciano sonrió y respondió.

—No tengo porqué temerte, niña. Soy médico, un hombre de ciencia, no puedo creer en historias supersticiosas sin sentido alguno. ¿Cómo una niña podría ser la causante de alguna plaga? Eso es algo que no tiene sentido.

—No sé si tiene sentido o no, o sin son solo rumores o casualidades de la vida. Lo que si sé es que mi padre está muriendo frente a mis ojos y no puedo hacer nada para ayudarlo —admitió con lágrimas cayendo a borbotones por sus mejillas sonrosadas.

«Pobre niña» Pensó el médico al verla sollozar de esa manera.

A pesar de sus palabras, el doctor creía en la chica. El mismo había presenciando todo lo sucedido hace 16 años, sin embargo nunca había temido. Al contrario que todos los demás en la ciudad, siempre trató de ayudarla y a su padre también. Como médico, ese era su mayor deber.

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