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El momento fue instantáneo.

El lado filoso del hacha apenas pasó por el costado de su rostro antes de que ella lograra esquivarla, lanzándose a un lado directamente hacia la nieve. Retrocedió prácticamente arrastrándose por la tierra gélida hasta que su espalda chocó contra la madera de un árbol.

Delante de ella, su atacante se incorporaba con hacha en mano, listo para terminar lo que había empezado. Era un hombre de estatura promedio y con un aspecto bastante desagradable. Su vestimenta estaba sucia y grisácea, apenas lo protegía del frío invernal. Su kimono estaba desgarrado en la parte de las piernas y en sus pies solo llevaba un par de Gestas (Sandalias japonesas de madera) mostrando sus horribles pies, cuyos dedos se veían azulados, seguramente al borde de la congelación.

Sus ojos pequeños y rasgados miraban a Ise llenos de pura locura y una gran sonrisa de dientes amarillentos se formaba en sus labios al notar que después de todo, era una chica y muy hermosa.

—¿Qué tenemos aquí?

Ise frunció el ceño molesta. Sus ojos azules parecían brillar como diamantes y al notar el anormal color de los ojos de la chica, la sonrisa del hombre desconocido enseguida desapareció de sus labios, como si nunca hubiese estado presente.

—Una… una bru-bruja —bramó con voz temblorosa.

El hacha que sostenía resbaló de sus manos y pronto su rostro que hasta ahora marcaba deseo y expectación, se había convertido en una carcasa de miedo y temor.

Ise se puso en pie sin soltar el mango de su katana y dió un paso hacia el hombre, pero este no perdió tiempo y de inmediato, entre gritos de terror, empezó a correr hacia la dirección contraria, hasta desaparecer entre los árboles.

Ise suspiró con cierto agotamiento y pesar. Ya estaba acostusmbrada a despertar el miedo en las personas debido a sus ojos azules casi blanquecinos e inhumanos. Pero no podía evitar sentirse mal cada vez que sucedían este tipo de malentendidos.

—No soy una bruja… —dijo entre dientes, un tanto molesta consigo misma. Al decirlo de inmediato se arrepintió.

Tal vez, después de todo, las personas no se equivocaban. No es menos cierto que todo lo que toca termina muriendo tarde o temprano de la peor manera. No era una simple casualidad.

...(…)...

Subió las extensas escaleras del viejo templo, cargando al animal sobre sus hombros sin importar que la sangre de este manchara su ropa de caza o su cabello negro como la mismísima noche. A primera vista aparentaba ser una chica pequeña y delicada pero no era así. Ya estaba acostumbrada a este modo de vida desde pequeña y su cuerpo ya se había adaptado a cargar con cosas pesadas por lo que no le presentaba problema alguno subir las extensas escaleras de piedra con el pesado animal sobre su espalda.

El viejo templo era grande, tanto que parecía un antiguo palacio de algún señor feudal de antaño. A medida que subía los escalones, se dedicaba a observar las insólitas estatuas de dragones y demonios que yacían plasmadas a ambos lados.

Cuando finalmente logró llegar a la cima de la escalera de piedra, con el viento soplando a su alrededor, se dió la vuelta y se dedicó a observar la vista que se presentaba desde aquella altura donde se encontraba el templo en la cima de una montaña.

Desde ahí pudo observar perfectamente las ruinas de lo que antes solía ser una ciudad, que como tantos fué destruida por el fuego de la peste y la muerte. Lo que antes solían ser pequeñas casas familiares, ahora se habían convertido en edificaciones devoradas por el paso del tiempo y el polvo.

Ya nadie vivía ahí. Solo ella en este templo y su padre, el cual debía estar esperando por ella.

Al recordar eso rápidamente retiró los ojos melancólicos de la vieja ciudad y caminó con rapidez hacia la entrada del templo.

Abrió los enormes portones de madera con un empujón, provocando que el viento frío entrara apresurado en la fría y oscura estancia. Había incluso más frío allí adentro que afuera. Era difícil mantener caliente un lugar tan grande como este por lo que solo se concentraba en lugares explícitos, como su habitación y la habitación de su padre.

Un enorme salón de rezos se presentaba frente a ella, con sus estatuas religiosas, de las cuales la que más llamaba la atención era la del gran kami* de oro el cual era representado por un viejo espejo de plata, la cual se encontraba en ese momento cubierta por una vieja sábana.

Debía recordar mañana mover la estatua al sótano. No podía mantenerla en un lugar tan abierto como este. Estatuas como estas atraían constantemente visitas indeseadas y no podía permitirse eso.

Siguió avanzando hasta la cocina donde finalmente soltó al animal.

Se dió un baño rápido con un poco de agua y un trapo, para limpiar la sangre de animal en su piel pálida. Cubrió su desnudez con su usual túnica de sacerdotisa, la cual consistía en un kimono sencillo, de una sola pieza blanca que se adecuaba al cuerpo de modo que el lado izquierdo se pliega sobre el lado derecho, con una faja ancha atada con un nudo sencillo a la altura de la cintura llamada obi de color rojo. Y la parte de abajo, la cual consistía en un pantalón holgado igualmente de color rojo con 7 pliegues que representaban las siete virtudes, lo cual le daba un aspecto parecido a un vestido.

Se recogió el cabello negro aún algo húmedo en un moño alto unido por un cordón de color rojo al igual que su vestimenta, resaltando aún más su blanquecina piel casi como el papel.

Se dedicó de inmediato a limpiar el ya muerto animal y a destriparlo para sacarle las vísceras y los órganos innecesarios.

Tomó sus órganos más importantes, como el hígado y preparó un delicioso guiso que según su opinión quedaría exquisito. Lo que sobraba lo guardó en la despensa debajo del suelo de madera de la cocina junto con los sacos de arroz y los vegetales conservados.

Así luce el traje típico de sacerdotisa de Ise

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Comments

elizabeth mejill

elizabeth mejill

Muy interesante, me encanta leer de los mitos y cultura de otros países.😃

2023-05-31

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