15

Ise no sabía que hacer. Nunca antes había visto una bestia como aquella. Sus ojos brillaban en un intenso carmesí que se habría paso en la oscuridad con mucha facilidad y su piel se veía anormalmente pálida, cómo un pedazo de témpano de hielo. No era un yōkai, de eso estaba más que segura. Era algo más, un ser nunca visto ante sus ojos.

En cambio, Ichigo la miró un tanto confundido, ya que antes no había sentido su presencia, mucho menos su olor. Todo su organismo le decía que debía alejarse de ella, y al ser una bestia que se guiaba por sus instintos, se dio media vuelta y empezó a correr. Era tan veloz, que su cuerpo al moverse parecía un borrón en el aire, demasiado rápido para ser captado por ojos humanos.

Ise jadeó impresionada y se dispuso a correr en su busca pero se detuvo en seco al recordar a Kai, el cual estaba herido en el suelo.

Rápidamente se arrodilló frente a él, sus manos ahondaron en el aire sin saber qué hacer exactamente. Aunque tenía los guantes puestos, la sangre podría filtrarse y tocar su piel directa, algo que no sería bueno para él.

—¿Qué hago… dioses que hago?

La sangre burbujeaba de su boca y sus miraban a la nada. Ise podía sentir como la vida se estapaba de su cuerpo poco a poco. Estuvo a punto de tocarlo pero, estuvo apunto de arriesgarse con tal de salvar su vida, pero un rayo de esperanza se iluminó frente a ella. Un hombre salió del umbral del bosque. Pudo sentir el tintineo de aros metálicos antes que si quiera su figura fuera mostrada.

Era alto y delgado. Su vestimenta era una especie de kimono blanco por debajo y violeta en la parte superior y calzaba un par de sandalias de madera. Sobre su hombro apoyaba una Naginata con aros dorados incrustados en su hoja, un arma tradicional que consistía en una asta larga con una hoja larga y curva al final, parecido a una especie de lanza. Ise no tardó en reconocerlo como un sōhei (monje guerrero budista).

Sin embargo, este en particular era joven y cubría su cabeza con un pañuelo blanco. Sus ojos eran tan rasgados que podían llegar a asemejarse a los de un gato y su piel era de un color amarillento, producto seguramente de estar mucho tiempo bajo el sol. Sin embargo, era guapo en cierta manera.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó el monje sorprendido por lo que estaba viendo.

—Por favor, ayuda… —bramó Ise al borde del llanto y la desesperación— Yo… yo no se que hacer…

No tuvo que escuchar más para saber qué debía hacer. De inmediato se acercó al joven herido en el suelo y examinó la herida en el cuello del muchacho que ya casi estaba perdiendo la consciencia por la pérdida de sangre. Un pequeño charco de líquido carmesí ya comenzaba a rodear su cabeza, siendo absorbido por la nieve inmaculada. El monje frunció el ceño extrañado al ver entre la sangre dos notables agujeros justo en la piel encima de la vena. ¿Qué clase de animal provocaba una herida tan singular como esa?

Pero no había tiempo para pensar en eso. De inmediato se descolgó la enorme cesta de paja que llevaba a su espalda y al levantar la tapa, Ise notó que en su interior habían muchos objetos, desde ropa hasta extrañas reliquias que nunca en su vida había visto. El monte sacó una especie de botella que al destaparla, emitía un fuerte olor a alcohol. Vertió el líquido sobre la herida sangrante provocando un alarido de dolor de parte de Kai.

Fue tanto el dolor que no tardó en perder la consciencia, lo cual era bueno para el monje ya que así podría tratarlo mejor.

Cuando ya había cocido la herida y la había vendado correctamente, con ayuda de Ise metieron al joven cazador nuevamente dentro de la cueva y lo acostaron en el lecho cerca de la fogata, la cual enseguida procedieron a encender.

Un tiempo después, Ise se permitió respirar aliviada cuando por fin la vida de Kai ya no corría peligro. El monje se limpió las manos ensangrentadas con un paño húmedo y se puso en pie, disponiéndose a recoger sus cosas para retirarse y seguir con su camino.

—¡Espera! —lo detuvo Ise— ¿Ya te vas?

—El chico ya no corre peligro —respondió el monje con simpleza— Solo tienes que asegurarte de cambiar sus vendas cada cierto tiempo y vigilar su temperatura en caso de una infección que dudo mucho que tenga, ya que desinfecté muy bien su herida.

—Entiendo… —Ise se puso en pie y le hizo una reverencia en señal de agradecimiento y respeto hacia el monje—. De igual manera gracias, de no ser por usted… no sé qué habría hecho.

El joven monje la miró por breves segundos que parecieron eternos. Antes no la había analizado, pero ahora que la veía bien, la chica estaba hecha un desastre. Tenía toda la túnica de sacerdotisa hecha un desastre y la sangre manchaba la parte superior por completo.

Enseguida volvió a colocar su enorme cesta en el suelo y sacó una túnica oscura blanca que le serviría para cambiarse la parte de arriba del kimono. Ise abrió los ojos impresionada.

—Es mejor que te pongas esto, al parecer tu ropa está muy maltratada.

Ise sonrió y le agradeció la túnica al monje con emoción.

—Tengo curiosidad… —inquirió el monje— Que hace una sacerdotisa como tu lejos de su templo, en el medio de este bosque gélido.

—Ya no tengo un santuario que pueda decir que es mío —respondió con una sonrisa triste— Los aldeanos lo quemaron, así que…

—Espera… —la interrumpió el monje con el entrecejo fruncido. Ise lo miró extrañada— ¿Eras la sacerdotisa de aquel templo en la montaña que se estaba quemando hasta los cimientos?

La joven asintió con la cabeza, un tanto insegura. Se imaginó que de seguro, la reacción del monje sería igual que la del resto. Gritaría, la insultaría y luego huiría como todos lo hacían. Sin embargo, jamás pensó que el monje sonriera abiertamente mostrando un par de hoyuelos en las comisuras de sus labios. Sus ojos brillantes por la alegria la contemplaban con tanta fascinación que a Ise le dio un poco de miedo su inesperada reacción.

—¿Tu eres Ise? —inquirió el monje dejando caer nuevamente su cesta y acercándose a la sacerdotisa con paso veloz. Temerosa Ise retrocedió intentando recuperar su espacio personal.

—¿Cómo… cómo sabes mi nombre?

—Tu padre me habló mucho sobre ti —respondió el monje ansioso y emocionado—. Eres tan hermosa, tal y como te describía en las cartas.

Al escuchar la mención de su padre, los ojos de Ise se abrieron como platos, amenazando con escapar de sus cuencas.

—Tu… ¿conocías a mi padre?

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