La mañana estaba más fría y solitaria que el día anterior. La nieve caía lenta y suave desde el cielo cubierto por nubes grisáceas y espesas que impedían la entrada de la luz del sol.
Ise había colocado el cuerpo de su padre cubierto por una vieja sábana sucia en una carretilla de madera vieja y destartalada.
Ella sola empujaba la carreta por todo el campo irregular y el bosque hasta llegar al cementerio local más cerca del santuario donde yacían enterrados todos los ciudadanos que años atrás habían muerto por aquella extraña plaga.
Mientras caminaba, varias mujeres que en ese momento se encontraban visitando a sus familiares fallecidos se levantaron aterrorizadas y se alejaron lo más que pudieron de la sacerdotisa de ojos azules. Vestían kimonos grisáceos y algo sucios por seguramente trabajar la tierra todo el día.
—Mira, es ella…—cuchicheaban entre ellas.
—La sacerdotisa maldita.
—He oído que su padre falleció justo anoche.
—Cualquiera que se le acerque tendrá una muerte miserable.
—Pobre sacerdote Sotto. ¿Qué hizo en su vida pasada para merecer una hija como ella?
Ise se mordió el labio inferior reprimiendo las ganas de llorar. No quería lucir débil frente a esas personas que deseaban con todas sus fuerzas que desapareciera.
—No se preocupen, pronto no tendrán que lidiar más conmigo —siseó entre dientes sin apartar la vista del suelo, empujando la carreta con más fuerza para llegar a su destino.
Cuando finalmente llegó a la tumba de su madre, la cual se encontraba en la cima de una colina bajo la sombra de un árbol de cerezo moribundo, se arrodilló frente al montículo de tierra y rezó antes de tomar la pala y empezar a cavar.
—Hola mamá. Ha pasado un buen tiempo desde la última que vine a visitarte —espetó observando fijamente la tumba de su madre— No te preocupes, he traído a tu querido hermano. Así no te sentirás sola nunca más.
Luego de colocar el cadáver de Sotto junto con el de su madre, volvió a enterrar ambos cuerpos con la pala y colocó una segunda lápida de madera con el nombre de su padre justo al lado de la de su madre.
—No importa que no seas mi padre de sangre... tu siempre serás mi padre...—admitió con voz quebradiza. Ya había llorado suficiente anoche, junto al cuerpo de su recién fallecido padre por lo que ya ni siquiera le quedaban lágrimas que derramar.
(…)
El cielo se veía azul y despejado. Los pétalos de las flores de Sakura caían lentamente de los árboles dándole un aspecto hermoso y primaveral al templo.
La pelota de Temari (Juego japonés) rebotó en el suelo con el relajante sonido de los cascabeles que se agitaban dentro de su superficie. Una Ise pequeña, de cabello corto por encima de los hombros y vestida con una yukata (Kimono veraniego) corrió detrás de la Temari y lo tomó entre sus manos.
Una sonrisa de felicidad plasmaba sus labios finos y rosados mientras alegremente jugaba.
Se detuvo en seco con el temari en mano al notar la presencia de su padre no muy lejos de ella. Le daba la espalda e Ise lo llamó enseguida emocionada.
—¡Padre! —gritó con todas sus fuerzas mientras corría hacia él.
Sin embargo, era muy extraño, ya que no importaba cuanto corriera, la espalda de su padre se alejaba aún más, con su largo cabello negro meciéndose de un lado a otro al ritmo del cálido viento.
—¡Padre! —gritó aún más, esta vez un tanto contrariada y confundida. ¿Por qué su padre se alejaba de ella? ¿Acaso la odiaba porque ella había sido la responsable de su muerte?
Pronto el ambiente cambió. Los pétalos de las flores de cerezo se convirtieron en Higan-bana (Flores del Infierno), cuyo color eran de un rojo sumamente intenso y sus pétalos de márgenes ondulados le daban un aspecto ciertamente macabro.
—¡Padre! —gritó nuevamente, esta vez con los ojos azules llenos de lágrimas de sangre.
Cuando finalmente sus pequeñas manos lograron tocar la mano de su padre, el rostro del hombre que tanto había amado en vida, se convirtió en un ser horripilante cuya piel se veía grisácea y podrida, surcada de venas ennegrecidas y ojos ciegos que miraban hacia la nada. Su larga cabellera negra se había desprendido de su cráneo, cayendo por sus hombros y espalda como si de agua se tratara y una eterna expresión de dolor y miedo se veía plasmado en su rostro marchito.
—Monstruo… —fué lo único que salió de los labios quebradizos de su padre.
(…)
—¡Padre! —gritó Ise despertando finalmente de lo que parecía ser una pesadilla.
Su cuerpo se impulsó con mucha fuerza y por inercia terminó sentada sobre su lecho con el cálido edredón cubriendo sus piernas. Entre lágrimas, miró su alrededor y notó que se encontraba en su característica habitación. La oscuridad de la noche aún cubría gran parte de la estancia.
Ise se cubrió el rostro con ambas manos y suspiró profundamente intentando calmar sus temblores, producto del llanto que amenazaba con llegarle en cualquier momento.
No quería volver a llorar, de hecho, odiaba hacerlo. Pero no podía evitarlo. Cada vez que recordaba a su padre, las lágrimas caían de sus ojos por sí sola.
Miró la katana ubicada celosamente en un rincón de su habitación y recordó una historia que en el pasado su padre le había contado. El suicidio para los samurais, era considerado un gran acto de valentía y honor. No existía algo más honorable que seguir a su amo tanto en la vida como en la muerte y que un samurai que no moría luego de su amo, era considerado alguien despreciable y sin honor.
Ise no era un samurai, pero en ese momento pensó que tal vez, una muerte como esa, no estaría tan mal después de todo.
Sonrió con cierta tristeza. Había sido culpable sin si quiera quererlo de muchas muertes en este mundo, incluyendo a su padre. Todo el mundo la odiaba y la culpaba por lo que había sucedido hace 16 años, justo en su nacimiento maldito.
El sacerdote Sotto siempre le decía que no era su culpa, pero Ise bien sabía que no era normal. Cada vez que se hería mientras jugaba cuando era niña, el pasto que era tocado por la sangre moría instantáneamente y la vida no era posible. Todo lo que tocaba se volvía infértil y muerto. Su padre había durado tanto porque siempre se aseguraba de no tocar la piel de Ise directamente.
Pero ni siquiera eso le había evitado su lamentable muerte. Lento pero seguro, la enfermedad de la plaga terminó devorándolo hasta su resultado final.
No importaba cómo o cuando, al final todo lo que estuviera cerca de Ise moría dolorosamente.
—¿De qué sirve vivir así? —se preguntó Ise mirándose las manos desnudas, como si las respuestas estuvieran plasmadas justamente ahí.
Una sonrisa tétrica se dibujó en sus labios temblorosos y sin dudarlo más agarró la katana que antiguamente pertenecía a su padre, y que ahora llevaba todo el tiempo consigo.
La desenvainó lentamente, mostrando su hoja plateada, reluciente y filosa. La contempló por unos segundos antes de apuntar la punta de la espada directamente en su pecho.
Cerró los ojos y cuando a punto estaba la hoja de atravesar su pecho, un extraño estruendo proveniente de alguna parte del templo la detuvo en seco.
Sus ojos se abrieron por inercia y enseguida frunció el ceño molesta. ¿Un intruso a estas horas?
En un principio iba a ignorarlo, pero cuando el estruendo volvió a alzarse con más fuerza, se puso en pie de inmediato con espada en mano.
Abrió la puerta corrediza de su habitación con notable molestia y salió hacia el corredor exterior donde a un lado se podía avistar el pequeño jardín central del templo, lleno de plantas marchitas y un pequeño riachuelo congelado con un pedazo de bambú en el medio.
Apresuradamente avanzó hacia donde creía que venía el sonido. Vestía un simple kimono blanco para dormir, holgado especialmente en la zona de la cintura y sus pechos. Mostrando parte de su prominencia y vientre.
En otra ocasión se sentiría avergonzada, pero en ese instante estaba más que molesta por lo que no le importaba.
Avanzó hasta llegar a la cocina que en apariencia parecía tranquila, pero había algo que definitivamente no debería estar ahí. La ventana de la cocina estaba abierta de par en par y en el suelo de madera había un tarrón de arroz volcado.
Enseguida Ise se puso en posición, agarrando su katana con ambas manos.
—¿Quién anda ahí? —bramó con fuerza, intentando avistar algo entre las sombras. Una tarea nada fácil.
Por el rabillo del ojo, logró captar movimiento y rápidamente sus piernas se desplazaron a un lado y logró ponerse cara a cara con el desconocido que ya la apuntaba con un arco y una flecha.
Ise lo miró de arriba a abajo. Era un hombre más alto que ella, revestido de pies a cabeza con piel de animal. Ya que estaba de espaldas a la luz de la luna apenas atravesaba la ventana, no podía ver bien su rostro.
—¿Qué haces aquí? —preguntó ella intentando sonar lo más intimidante que podía— Este es un lugar sagrado, no puedes estar aquí.
El hombre al notar que solo era una mujer, al parecer se relajó un poco más y bajo su arco lentamente.
—Solo entré porque necesitaba comer algo —se explicó. Al escuchar su voz Ise notó que seguramente se trataba de un muchacho más o menos de su edad— Luego continuaré con mi camino sin importunarla más, señorita.
En otras circunstancias comprendería la situación del muchacho, pero en ese momento aún estaba muy afectada por la muerte de su padre. Ese chico corría más peligro aquí adentro con ella.
—Será mejor que te vayas ahora mismo —inquirió tensando aún más sus brazos, lista para luchar en cualquier momento— Por tu propio bien, vete ahora.
El muchacho se quedó quieto en el lugar por un buen tiempo que parecía ser eterno. Ise no pudo adivinar que estaría pensando ya que aún no lograba ver bien su rostro.
Pero él si que podía verla. Mejor de lo que ella creía. Estaba tan impresionado por la belleza de aquella mujer que aún no había podido pensar en alguna palabra coherente. La luz de la Luna la reflejaba directamente como un diamante en bruto, mostrando su fisionomía cuya vestimenta no dejaba mucho a la imaginación.
—Yo… —sus palabras fueron interrumpidas por el sonido de los cascos de los caballos en el exterior del templo.
Ambos se tensaron notablemente.
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