LA LLAMADA DEL AVERNO

——fue lo que pensé después de abrir con fuerza mis ojos, a la par que mi corazón retumbaba sin señal de querer calmarse. Mi esposa estaba sosteniendo mi rostro, sus ojos estaban llenos de lágrimas y su piel mostraba una palidez espeluznante.

—¡Por fin despertaste!—exclamó para luego sentarse en la cama—, llevas dos horas en esa pesadilla.

No dije nada, me sentía tan cansado como para decir una sola palabra. Con la poca fuerza que tenía me senté en la cama. Mi esposa comenzó a secarme el sudor y podía notar como ella temblaba del miedo. Me comentó que había mandado a los niños a almorzar sin ella, ya que gritaba con tanta fuerza que creía que algo malo me iba a pasar y no quería que ellos se asustaran al escucharme. Le dije que fuera a arreglar las cosas para que los dos pudiéramos almorzar mientras iba un momento al baño. Terminé vomitando al segundo de entrar; sin embargo, aquel vomito no era el contenido habitual que un humano pudiera expulsar con normalidad: era una sustancia viscosa de color rojo oscuro y que emanaba un humo que olía a carne quemada. Abrí la pluma a todo dar y no le comenté a nadie ese día sobre cómo me sentía, algo en mi alma me decía que no tenía derecho a pedir tan siquiera ayuda.

Salí con cuidado de la habitación y observé a lo lejos como mi esposa se encontraba en la mesa esperándome al lado de mis hijos, Mika y Jika, quiénes habían heredado los mismos rasgos faciales de Elisa así como sus ojos color ámbar; sin embargo, heredaron mi mismo cabello castaño lacio y mi piel morena. En definitiva eran una clara combinación de ambos. Me senté con toda la normalidad posible, intentando ocultar mi malestar. Mis hijos me miraban con la típica mirada de los niños que le quieren pedir algo a sus padres.

—Niños, les dije que primero esperen a que su padre coma algo—dijo mi esposa adivinando lo mismo que yo.

—Está bien, amor. ¿Cómo les fue hoy, niños?—pregunté mientras me tomaba un poco de sopa, el esfuerzo que tuve que hacer para no vomitarla fue tremendo.

—¡Bien, papi!—gritó Mika con una enorme sonrisa.

—¡Nos pidieron hacer un ensayo para el aniversario del fín de la guerra!—dijo Jika mientras saltaba en la silla.

—¡Tranquilos!—respondió mi esposa mientras le daba un sorbo a su bebida—,les pidieron hacer un ensayo acerca de lo que pasó aquella noche. Sé que estás en tú día de descanso, ¿Podrás contarles sobre eso?

—¿PODRÁS CONTARLES?—volví a escuchar aquella maldita voz, como si me estuviera hablando pegada en mi oído y no solo sentí su asquerosa voz, volvió a acariciar mi piel con sus frías garras. Me sacudí un poco, el escalofrío era mucho pero no quería asustar a mis hijos.

—¡Bien, suficiente!, podrán preguntarle después. Ahora su papá debe comer y descansar.

—¡Pero mamá!—protestaron ambos.

—Estaré bien, amor lindo. Si no los ayudo hoy, después no podré. Terminemos el almuerzo y vayamos a mi estudio—dije con un sonrisa, aunque en el interior estaba muerto del miedo.

Debido a mi trabajo, estaba obligado a estar con personas que sabían de lo oculto y del más allá. Si la razón de mi pesadilla, así como de sentir y ver a aquella criatura, era porque había pasado por una experiencia cercana a la muerte, solo la comunión podía ayudarme. Pensé que una vez fuera a la iglesia todo se resolvería, jamás pensé que me esperaba un plan distinto ese día.

Apenas si logré tomar un poco de sopa, ya que mi estómago no podía con tanto. Me excusé con mi esposa diciéndole que me sentía aún lleno por el desayuno y me fui con los niños a mi estudio. Como sabía que ellos eran un poco lentos para escribir, saqué uno de los cronovisores que había comprado hacía unos meses y coloqué a grabar mi conversación.

Empecé explicándoles acerca de la larga guerra que habíamos tenido con Azuri, una nación con un sistema monárquico que tenía fronteras con nosotros. Debido a que nuestro país era muy valioso por ser el único lugar en el hemisferio occidental donde podían nacer los curanderos mágicos, Azuri quería apropiarse de nuestras tierras para así hacerse con ese poder.

Al hacer parte del equipo encargado de custodiar puntos claves de la ciudad, debía visitar cada uno de ellos. Qarta era un punto clave para evitar una posible invasión al interior del país, así que no podíamos descuidar ni siquiera el capitolio dónde se encontraba la oficina del alcalde.

Una noche, hacía casi un año, estaba haciendo las rondas como de costumbre y el lugar al que debía ir era el capitolio. Como ese mismo día había pasado una tormenta, debíamos asegurarnos que nada se hubiera dañado en la infraestructura y así haber afectado al sistema de seguridad. Justo cuando iba a comentarles sobre eso, una fuerte punzada en la cabeza me distrajo un poco.

—¿Papi?...—me preguntaron ambos muy preocupados.

—Estoy bien, continuemos—intenté calmarlos, pero me costaba porque podía sentir las garras de ese ser intentando aplastar mi cráneo. Daba gracias a mis adentros que nadie más podía verla, pero tenía el presentimiento de que eso duraría poco.

Continúe la explicación contándoles que en ese momento les tocaba a los del escuadrón de Élite hacerse cargo del Capitolio, por lo que debía hablar primero con el capitán Sebastian para que diera un reporte de la situación. De repente escuchamos una fuerte explosión provenir de la puerta delantera del edificio y cuando nos dimos cuenta, de entre las llamas, salió el rey Abelardo de Azuri quién había invadido el capitolio con sus soldados. El hombre había dado la orden de lanzar piedras incendiarias con el único propósito de entrar en el menor tiempo posible. La batalla fue larga pero no quise darles tantos detalles sobre eso, ya que para ser unos niños de doce años no me parecía que debieran escuchar algo tan sangriento.

—¿Y qué hizo el héroe, papi?—preguntó Mika.

La palabra héroe, haciendo clara referencia al capitán, me causaba tanta cólera que sentía como mi párpado comenzaba a moverse por si solo. Intentando que mi desagrado no fuera evidente para ellos, les seguí contando lo que pasó: como éramos pocos en comparación a la cantidad de enemigos que habían, debíamos centrarnos en atacar al rey y si lográbamos inmovilizarlo, podríamos detener la batalla. Sin embargo, cuando pensábamos que íbamos a perder, el capitán logró neutralizar al rey a costa de casi perder su vida y aunque aquello significó que los soldados azurianos se rindieran, muchos de los nuestros murieron.

—Pero...¿Por qué eran pocos?—Jika preguntó de una manera extraña.

Mi corazón se detuvo al ver a la criatura detrás de el y con sus garras tomaba su mandíbula haciendo que repitiera las palabras que quisiera. Los ojos de mis dos niños estaban oscuros, algo parecía que los estaba controlando. Quise intentar algo para detener todo eso pero no podía moverme, solo podía ver como estaban a la merced de ese siniestro monstruo.

—¡¿POR QUÉ ERAN POCOS?!—la aberración me gritó para luego saltar encima mío. Caí de espaldas al piso.

—¡MAMÁ!—los niños gritaron cuando volvieron en sí. Mi mujer entró asustada y les pidió salir del lugar.

Me estaba sacudiendo con tanta violencia, mientras gritaba una y otra vez la misma pregunta, que con un fuerte golpe la criatura me dejó inconsciente, no sin antes ver como mi familia comenzaba a correr. La desgraciada los estaba siguiendo y yo solo podía escuchar, a medida que todo se volvía oscuro, los gritos y los forcejeos de ellos.

Al final no recuerdo cuanto tiempo estuve desmayado, fue hasta que la lluvia comenzó que pude abrir mis ojos y apenas vi que la noche ya había llegado observé todo mi despacho vuelto nada, había un silencio sepulcral. Recuerdo comenzar a buscar como loco a mi familia, era desesperante aquella situación, estaba preocupado por saber que les había pasado mientras que el sonido de la lluvia me parecía sofocante.

Al llegar a la sala los truenos comenzaron y en el centro del lugar pude ver como tres seres encapuchados, muy parecidos a los antiguos cuentos que hablaban sobre las parcas, levitaban con mi familia en sus brazos mientras arrancaban a trozos sus almas.

—¡ALTO!—grité con la esperanza que dejaran de devorar a mi familia—,¿Qué es lo que quieren?

Las tres parcas, al escucharme, tiraron a mi familia al piso y me señalaron. Sus pútridas manos, con carne al rojo vivo, me apuntaban sin piedad alguna. Sus huesos se alcanzaban a ver de forma espeluznante, más aún con los rayos que iluminaban la sala. De fondo podía escuchar la risa del monstruo que me atormentó en sueños, lo que era ya de por sí una tortura extra porque siempre me dolía la cabeza cuando entraba en escena.

—Si a tu familia quieres salvar, a las catacumbas de la isla de las rosas tendrás que llegar—dijeron las tres parcas mientras que en sus pechos resplandecían la parte de las almas que les habían arrebatado a mi esposa y mis hijos. Lo último que vi de ellos fue como se desvanecieron en la oscuridad de la noche.

Entre lágrimas llevé a mis hijos y a mi esposa a sus respectivas camas, estaban sumergidos en un sueño tan profundo que nada podía despertarlos, sus rostros mostraban la palidez del malestar que sus cuerpos sentían al no tener sus almas completas. Si no me daba prisa e iba donde ellos querían, esos desgraciados terminarían por matarlos. De inmediato fui a cambiarme la ropa por una de excursión, ya que si me iban a pedir ir de noche, lloviendo a más no poder y a una isla donde no se le permitía vivir a nadie, debía ir preparado.

Cuando estuve debidamente vestido y protegido con un impermeable que me llegaba hasta mis botas, comencé a empacar algunos suministros: agua, comida, unas llamas de fénix (hechas con plumas de fénix y necesarias para iluminar espacios oscuros donde la luz artificial no podía), entre otras cosas; no obstante, se hacía frustrante ver como todo lo que tocaba se hacía polvo enseguida y justo en el momento en que comencé a desesperarme logré ver reflejado en el espejo la silueta de la criatura que me había atacado en el estudio. Estaba detrás mío, con una sonrisa completa y moviendo su índice de un lado a otro. Sabía que me estaba comunicando que no se me permitía llevar nada hasta ese lugar; sin embargo, era tanto lo que llegué a sentir que alcé el espejo y con un fuerte grito se lo tiré. Ninguno de los vecinos escuchó el estruendo del espejo contra la pared o mi grito, todo estaba siendo camuflado por los truenos.

Esa noche solo pude llevar conmigo un fajo de billetes, uno de los cronovisores y una mochila. No podía dejar de llorar, me sentía un cobarde por dejar a mi familia en esas condiciones y tener que irme como un mísero ladrón. Antes de marcharme, escribí una pequeña nota a mi esposa que dejé con temor en su mesita de noche:

"LO SIENTO"

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Comments

Alana Restrepo

Alana Restrepo

pobres niñosss

2023-01-14

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