Singapur, contiene la alegría inmensa de ver a su amada, viniendo hacia una piedra, donde la dejan, retornando el séquito a la profundidad de las aguas.
En cuanto eso, Groenlán se levanta del sillón y va a trabajar con los nativos en la caza y pesca.
Persia y los muchachos, lo ven pasar.
—Pakistán —pide la bella adivina —, ve con Indi a lavar el sillón de los reyes, pues quedó con cabellos de Macedonia.
Pakistán obedece a su admirada Persia.
Los dos jóvenes van hasta el solitario lugar donde el sillón, parece esperar y lo bajan con cuidado entre las piedras, llevándolo al borde mismo del mar.
Luego de lavarlo, Pakistán va a nadar invitando a Indi para hacerlo. Pero este, que ya es un joven moreno de regia estatura, haciendo bromas a Pakistán, se sienta y dice ser el rey, por lo que su amigo tendrá que rendirle pleitesía.
Indi, calla de súbito, llevado por la impresión repentina de ver imágenes en su mente, que sucediéndose una tras otra, muestran a su madre y padre, como comerciantes y costureros en la ciudad de las calles de agua, y vendiendo los mejores tejidos de su tierra. Velos, perlas, humos coloridos y aromáticos. Y en el vientre de su madre va él. Luego se ve nacer y recorre su feliz infancia, viajando por reinos de la Atlántida, hasta llegar al de Singapur, donde quedaron trabajando en palacio, para los reyes de Liria.
Indi, suspira dichoso de haber vivido y cae de inmediato en el mundo del olvido total.
Su vida corta, hace que el tiempo que pasa sentado, también lo sea.
Ante el asombro de Pakistán, Indi, no le responde.
Se levanta del sillón y sin despedirse de su amigo, se aleja corriendo en busca de los nativos jóvenes, uniéndose en el trabajo cotidiano de juntar leños, cortar gajos y palmas para techos, armar trampas para fieras y a descuartizar serpientes comestibles, llevándolas a las brasas para la comida del mediodía.
—¡Indi, Indi, Indi! —grita Pakistán desde la playa, viéndolo alejarse —¿Qué tendrá este trono?
Intrigado, el imponente Pakistán observa de todos lados el sillón de los reyes.
Se sienta sin saber por qué lo hace y entonces percibe un estremecimiento casi eléctrico, que le producirá de inmediato, la pérdida total de su memoria.
Sus recuerdos quedan vagando en el espacio, entre las luces de una noche en la que nació, rodeado de obsequios de sus familiares; al lado de su madre y padre, quien era importante en su tierra. Ellos le hicieron estudiar en las mejores escuelas, hasta obsequiarle un espléndido buque, para cruzar el mar interior del continente, visitando países y reinos.
Recordó a Liria, la ciudad más importante de la Atlántida, cuyas torres palaciegas, se elevaban hasta el cielo... entonces decidió estudiar arquitectura, quedándose en el reino de Singapur, en la mejor escuela. Allí precisamente hizo amistad con el príncipe, pero al poco tiempo se anunció el final.
Así, de alguna manera u otra, los sobrevivientes de la Navelogranito, van perdiendo la memoria.
Cada uno más asombrado que el otro, al ver las transformaciones que están viviendo sus amigos; con el ejemplo más claro, suscitado en la princesa Macedonia, que a cada momento se muestra más hacendosa.
Mientras Singapur inocente de todo esto, ve que su sueño de encontrar a la sirena se ha cumplido. Se aproxima, la abraza tiernamente y se dan un beso, cayendo al agua los dos. Al entrar la pareja en la profundidad, mil estrellas acuáticas se encienden.
Singapur, se ve nadando hacia el fondo, apreciando las ondulaciones en el cuerpo de su pareja, cuya cola agita compasadamente; como si fuera parte de otro ser, que aplaude la felicidad de la mitad mujer.
Peces y vegetales maravillosos, se mueven de tal manera, que alegran el rostro de la sirena.
¿Es una alucinación? ¿O un encuentro real, donde los súbditos parecen ser los vivientes de ese otro mundo, que está por debajo del aire?
El miedo a lo desconocido paraliza a Singapur unos instantes. Pero América le sonríe dándole confianza. Por amor estaba nadando hacia el fondo y recuerda con pena a sus amigos.
—¿Será que la sirena me está raptando hacia su mundo encantado? ¿Y si no vuelvo? —se pregunta.
Entre tanto, Persia lo busca para decirle que todos los compañeros han experimentado el mismo cambio notado en Macedonia.
— ¡Singapur! —Grita desesperándose.
Singapur no está en ningún lugar encima de la tierra.
Persia siente miedo. Los nativos la miran en silencio, mientras participan de un trabajo común.
Hasta ese momento, doña Asia, Aladín, Madagascar, África, Israel, el Bárbaro, el Marujo y su padre el viejo marinero, los cocineros, grumetes y muchachos de cubierta, que fueron a observar; las madres con sus hijos curiosos, que se metían entre los brazos del sillón y sentaban rápidamente entre juego y juego, mirando a los grandes que como idiotas tomaban de imprevisto otras actitudes, también perdían su pequeña memoria, corriendo entre los niños nativos, cual mariposillas y aves traviesas, en esa mezcla de infancia colectiva de una comunidad única.
La memoria atlante, van perdiendo
para quedar lúcidos,
vivos mentalmente
con mente nueva y limpia
en que guardarán solamente lo vivido
a partir del momento,
sin sufrir recuerdos
del reciente pasado.
Persia se aproxima a la playa. Allí, bogando en la orilla del agua, encuentra las sandalias del estimado y bello príncipe.
En ese momento siente más miedo que en la nave durante el viaje.
Se preocupa por Singapur, temiendo que se haya ahogado, o quizá —piensa—, hubiera decidido desaparecer. Aunque está segura que él no haría eso.
Vierte muchas lágrimas. Desalentada, asustada; recuerda con inmensa tristeza, lo vivido hasta ese instante.
Ve a sus compañeros, que, sin tristeza, la miran y se van, pese a que ella les llama diciéndoles que busquen a Singapur.
Grita incluso:
—¡Malagradecidos! —pero no le dan importancia.
Entonces, en un ataque de llanto que parece no parar nunca, se sienta en aquel sillón de los reyes.
Sola, recibiendo de lejos las miradas ingenuas de todos, Persia detiene de pronto el llanto, sentada con sus ropas roídas en ese misterioso sillón.
Mira el horizonte por donde han llegado.
La bella Persia, es la última en recordar y olvidar todo.
Sin embargo, pasan varias horas.
A su prodigiosa inteligencia le es difícil quedar en blanco.
Algo le viene primero a la mente y canta así:
Tierra, tierra
Por más distante, el errante navegante,
Quien jamás
Olvidaría...
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