7 - Los últimos pedazos

Otros fueron arrojados al suelo. Así le pasó a Persia, que abría la puerta del camarote de mujeres, cuando voló hacia la pared. Suerte tuvo, al caer encima de ropas, que protegieron su estructura ósea y jóvenes carnes.

La Navelogranito se mantiene suspendida por las bolsas de aire caliente. Un invento usado por esa civilización, para hacer algunas peripecias en el aire, a pocos metros del suelo. Pero ese gas parece haber perdido su esencia volátil y la nave se asienta en el agua, que por suerte está más calma.

—Que horrible magnetismo —lamenta Persia.

Ha pasado mucho tiempo. Las lunas van juntas, se han aproximado peligrosamente. Singapur se da cuenta que la luna mayor está destrozada en su parte posterior y en un costado, carcomida como un pedazo de queso. La observa con su lente de aumento, que no presta a nadie, para no asustar.

Desde la tierra se la ve casi redonda, como queriendo entrar a menguante. Pero, como supone el astrónomo y marino, su cara posterior está completamente destruida; lo que se ve, es sencillamente una carcasa. El momento que se deshaga totalmente y caigan los últimos pedazos, será espantoso.

De la lluvia de estrellas que se vio avanzar varios días antes del impacto, un asteroide quizá, enorme, salido de su ruta, se vino hacia la luna mayor, golpeándola tan fuertemente que la sacó de su órbita, para empujarla hacia la tierra, entrando con violencia a la atmósfera, e impactando fatalmente sobre la Atlántida.

Tanto los pedazos de luna, como el mismo asteroide, o meteoro, según el ángulo de la caída, han debido golpear tan fuertemente, que hicieron rotar el planeta, para el lado contrario. ¿Y esa otra parte que navega aún en el espacio sin gravedad? ¿Al venirse a tierra de una vez por todas, qué acabará causando? – se pregunta Singapur, con los cabellos desaliñados en el rostro; diseñando sobre la mesa que tiene en el camarote; sacando conclusiones preocupantes; mirando abstraído por la ventanilla hacia ese mar agigantado, cuyo horizonte parece no tener fin; imaginando que están quizá solos, completamente solos en todo el universo.

Con los días que pasan, la tripulación pierde gente. Varios grumetes, mueren de extraña forma, mirando hacia el ocaso, como en una eterna despedida.

Cinco marineros viejos, caen en nostalgias terribles, llorando incesantes y desesperados, cuando la luna de abril, apareció primero que la luna de agosto y la luna de agosto se oscureció envuelta por una capa gaseosa.

Macedonia ha visto crecer y crecer sus cabellos.

Desesperada, los alza en moños cada vez más altos. Los cortó tres veces, pero fue peor. Sus cabellos crecen más aún. Cada corte, varios centímetros en pocos días.

—¡No puedo creyerlo!—exclama cada vez más asustada.

—¿Os lo cortaréis nuevamente? —. Le pregunta Israel, un muchacho pequeño, que se va convirtiendo en joven de cejas gruesas y pestañas crespas que adornan sus azules ojos.

Macedonia se da cuenta que Israel la mira con pasión, con amor platónico... irrealizable para alguien como él.

No contesta sus preguntas. Se queda seria y el muchacho observándola como idiota.

Persia, siempre bondadosa, se aproxima a los enfermos y humedece sus rostros secos con el agua de lluvia recibida en los toneles.

Sufren terrible miedo y paranoia, con esos horrendos y vídeo terroríficos sueños.

—¿Qué quiere decir esa palabra tan extraña que pronuncia Persia? —le pregunta Pakistán a su amigo Aladín.

— Uno de estos hombres es vidente – afirma Aladín —, según Persia, está magnetizado y ha obtenido ese don... Ve más allá de nuestro tiempo y tanto así para delante, como para atrás. Dicei elle, que algo así como una bola de cristal, servirá para ver lo que suceide en el mundo. Serai como una quinta pared, por donde podrán mirar la vida en todas partes. Sea en el aire o en el agua. Mirarán la historia y unas farsas de teatro, registradas en largas cintas de un cierto material llamado celuloide y observarán a los seres tanto en una caverna subterránea, al igual que en una cápsula del espacio...

—¿Qué es todo aquello Aladín?

—Son las palabras de aquel hombre.

—Es terrible pensar que en una pared blanca y en una caja de vidrio, se verá toda la vida —opina Pakistán.

—Así serai.

—¿Cómo se llamará esa caja?

—Vídeo, aunque escuché decirle que tendrá que ver con la telepatía.

—No entiendo —asegura Pakistán y se marcha, mirando a su amigo, a Persia y a aquel hombre, sin descubrir exactamente, cual es el más loco entre todos ellos.

Singapur es otro que siente la fuerza magnética de las dos lunas. De pronto se le olvida algo. Pierde la memoria. No recuerda un día de esos, quiénes van en la Navelogranito.

Groenlán lo visita una tarde:

—He venido a vuestro camarote, noble Singapur, puesto de no querer hablar delante de cualquier marujo.

—Decid, señor...

—¿Os habéis olvidado de mí?

—Solo recuerdo vuestra mirada lejana, que siempre se ubica al norte.

—Soy Groenlán.

—¡Oh! Señor, lo siento.

—Vengo a verte, pues me preocupáis.

—No sé la razón de este olvido.

—Tengo pena señor, por vos, pues en cualquier momento, cuando entremos definitivamente en las aguas del otro mundo, o el mar desconocido, la fuerza magnética que cambia de mundo a mundo, será mayor, pudiendo destruir la mente.

Singapur, con mirada y sonrisa ingenua, se queda en silencio, anhelando que, de aquel viejo sabio, surja un remedio para su mal y explicación para sus preocupaciones marinas.

Entonces, como rara iluminación, Groenlán percibe lo que está pasando.

—¿Desde cuándo sentís que estáis olvidando todo?

—Desde el otro día, al notar que mis cabellos habían crecido e intenté memorizar, cuándo fue la última vez que visité al barbero. Entonces, no pude recordar nada.

 

Groenlán mira detenidamente los cabellos claros del príncipe, notando el brillo de los rizos que le caen sobre la frente. Pese al agua salina, al viento y falta de limpieza, los cabellos de Singapur, guardan aún la calidad de quien ha sido criado en palacio.

—Os cortaré ésta tarde —decide Groenlán—, luego será preparado vuestro baño, para que descanséis.

 

Singapur, no entiende por qué tiene que hacerlo, pero decide obedecer a su amigo.

Sus cabellos son apreciados y elogiados hasta por los otros hombres, pero deben caer.

—¡No lo hagáis! —Interviene Macedonia bruscamente —¿Qué pasará si os sucede igual que a mí? En fin, de cosas y cuentas, soy mujer y puedo hacerme colas y moños cada vez más altos. ¿Pero vos? Hombre y hermoso. No podéis usar colas hasta el suelo, ni levantarlo como una doncella para ir a una fiesta... Considero que ése Groenlán se trae alguna maldad para contigo, hermano querido —cree advertirle Macedonia, mientras el amable Groenlán, afila tijera y navaja para cortar y rapar.

Singapur queda tenso, mirando a doña Asia, la mujer que recibe las tijeras y las abre, con un rictus extraño en el rostro. Las hojas chirrían muy próximas a la cabeza del príncipe, para cortar los primeros mechones.

Todos guardan silencio. Sólo la mente de Singapur va a su pasado, recordando que jamás en su vida tuvo cabellos cortos, únicamente cuando nació y los primeros años de su niñez, pero...

—¡Cortad! —Ordena con toda seguridad.

Y la tijera, vieja y oxidada, parece gritar al cortar el primer mechón de cabello de Singapur, que cierra los ojos al igual que Indi, Pakistán, Israel y Aladín.

—¡No! —Exclama Macedonia, ante la consternación de todos los presentes en la cubierta del buque atlante.

Los cabellos caen al piso de madera.

 

Macedonia, se recuesta en los hombros de Persia, dejando caer tristes lágrimas.

Levantan cuidadosamente los cabellos del príncipe, para envolverlos en un pedazo de terciopelo azul, que guardan con todo cuidado en el arca dorada de la familia principesca.

La cabeza de Singapur queda tan brillante como el sol, que aparece entre las nubes por breves momentos, como para mirar también asombrado, la nueva imagen de ese aventurero noble que se atrevió a luchar contra la muerte de su generación, construyendo y comandando la nave salvada del cataclismo.

Han pasado unos días y las lunas no aparecen. Una tarde, se siente una sacudida de mar. Como si dentro, en sus entrañas, se hubiera dado un terrible, terrible golpe.

La Navelogranito se eleva unos diez metros más, por encima de la altura que lleva, haciendo con que todos los estómagos sientan un vacío horrendo, al subir y luego bajar unos seis metros y luego subir unos tres y violentamente caer a la superficie del agua, al soltarse una de las bolsas, llevándose a un marino que pendía de las sogas. Su grito desesperado se pierde entre la bruma, pero más allá se le escucha caer al agua.

Todos corren a la borda y por suerte el hombre aparece nadando como verdadero condenado, al cual se le ha dado una nueva oportunidad de vivir.

Los marineros bregan para subirlo, recibiéndolo con alegría. Pero la nave sufrió varios daños: palos quebrados, baranda rota, el timón casi voló.

La más perjudicada, es la sirena América, quien vio el agua de su alberca azul, irse para el cielo de sopetón, regando para todo cuanto lado existe. Por varios minutos, queda al contacto directo con el aire, hasta que, pasado el susto, los marinos advierten que golpea con su larga cola y verdes aletas, brillando magníficos colores tornasolados, mientras comienza a contornear su lindo cuerpo de pez — mujer.

—¡Indi! —llama el marinero joven al cual apodan El Marujo.

 

La oceánica, se aprieta el pecho como perdiendo la vida.

Indi va a la alberca, lanzándose al fondo seco.

—¡No hay otro modo! —grita Indi al marinero.

 

La levantan del estanque y se arrojan al mar con la fantástica muchacha.

Se hunden varios metros hasta que ella comienza a reaccionar, nadando suavemente agarrada por los muchachos, que evitan salir a flote conteniendo el aire lo más posible.

Ella nada libremente, escapándoseles de las manos, como cualquier pez resbaloso.

Indi y El Marujo, salen desesperados a superficie.

Desde la baranda, les arrojan la escalerilla y una red para subir a la ninfa.

Pero los jóvenes mueven la cabeza, negativamente.

La sirena ha desaparecido entre las aguas.

El numeroso grupo de supervivientes se reúne en el puente mayor para escuchar la explicación de lo sucedido.

Sientan a Singapur frente a todos, en un gran sillón de madera en cuyo respaldo, se aprecia en alto relieve el perfil del rey. Sin embargo, el príncipe no sabe para qué está allí. El último golpe planetario, no supo ya de qué provenía. Era por supuesto, que un enorme pedazo de luna debió caer al otro lado del mundo antiguo.

“Un hombre sin memoria, no es un hombre” piensa.

“No vale nada”.

“¿Para qué estaré yo aquí?

“¿Por qué me mirarán así?

“¿Y este Indi, y este otro Marujo, que se pasean de ese modo tan tímidos y doblados, como esperando terrible castigo?...

“¿Por qué estarán mirándome, con esa cara de idiotas?”.

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