¿Todo Terminó?

Ya todo se había aclarado. Víctor Claro resultó ser una buena persona, nunca nos había traicionado como yo pensaba. Eso quería decir que Jacky no había jugado con mis sentimientos. Estaba esperando estar a solas con ella para hablar sobre lo ocurrido, pero mientras tanto le dije a Víctor Claro:  

—Muchas gracias, profesor. Y disculpe... pensé que usted nos había traicionado.  

—No te preocupes, Nicolás. No podía permitir que un amigo mío arruinara su vida de esta manera —explicó Víctor Claro con su usual sonrisa.

Mis ojos se tropezaron con la tierna mirada de Jacky y de inmediato le ofrecí las disculpas del caso.

—Jacky, mi amor… lo siento. No sabía que formabas parte del plan —dije avergonzado, y con una sonrisa la invité a que nos abrazáramos. 

—Ayer le pedí que formara parte de nuestro plan. Claro que no fue fácil convencerla —dijo Víctor Claro, soltando al final una pequeña risa—. Por cierto, Nicolás ¿Por qué dijiste que Luís y yo íbamos a ir a IPEC de Miraflores a hacer lo mismo? —preguntó con mucho interés.  

—Es que Harold me dijo que vio su currículum en esa sede. Me dijo que usted era policía, y bueno, pensé que usted lo había sacado de la cárcel para planear otro robo allá —expliqué.  

—¡Oh! Ya veo —dijo cruzando los brazos—. Bueno sí, fui policía por tres años. En esa época también estudiaba inglés, y bueno, captó más mi atención y decidí ser profesor. Pero no fue por lo que tú dices que saqué a Luís de la cárcel —me dijo—. Verán —dejó de cruzar sus brazos y las puso en sus bolsillos—, cuando ustedes enfrentaron a Luís por primera vez, fui yo el que llamó a la policía, compañeros míos, para que lo enviaran a prisión. Pero me arrepentí por haberlo hecho y decidí que lo mejor era ayudarlo; por eso planeé todo y llamé a Jacobo a su casa. Cuando fui a la cárcel a ver a Luís, como amigo que soy, me dijo que ya había planeado con Guillermo el secuestro de los profesores, y que el dinero se lo iban a repartir entre ambos. 

»Yo hablé con Guillermo y lo engañé, haciéndole creer que iba a ayudarlo, por eso me llamó traidor. Después de haberlo detenido, con ayuda de ustedes, claro —mostró una sonrisa—, lo llevamos a otra comisaría. Volví a la comisaría donde estaba Luís y les expliqué a mis compañeros sobre el plan que teníamos en mente Jacobo y yo, y les pedí que liberaran a Luís.  Esta vez lo engañé a él y le hice creer que quería su ayuda para vengarnos de ustedes, y lo traje aquí. Pedí permiso en la dirección para escribir esa mentira sobre ustedes en el periódico mural, y les conté toda la verdad... Y bueno, el resto ya lo saben.  

—Tenías razón, Nicolás —dijo de pronto el profesor Luís.

Todos lo miramos. Hacía rato que no decía una palabra, tanto así que nos habíamos olvidado que él estaba ahí. 

—No debí confiar en él —continuó, aún arrodillado, con las manos apoyadas al suelo y la cabeza gacha.  

Víctor Claro se acercó al profesor Luís y se agachó para hablar con él.  

—Luís, amigo. Ya todo terminó. Ya olvida todo esto —sugirió—. Te prometo que no irás a la cárcel. Irás a ver a un psicólogo, confía en mí. Abajo están mis compañeros, les diré que no te arresten y traeremos a un psicólogo... por favor, Luís. 

Jacobo también se agachó para hablar con él mientras le tocaba el hombro. 

     —Sí, papá. Ya vamos a casa. Olvidemos todo esto y empecemos de nuevo.  

Yo también me agaché para decirle algo.  

—Profesor... cambie, deje la maldad y haga el bien. Usted dijo que lo hacía por su familia. Yo sé que usted puede cambiar, pude darme cuenta de eso mientras hablábamos en la oscuridad... Confíe en Dios.  

—Sí, papá. Tiene razón —confirmó Jacobo—. Arrepiéntete, todo estará bien. Mamá y yo te vamos a perdonar... por favor.  

El profesor Luís se quedó callado por un momento, luego se puso de pie lentamente. Nosotros hicimos lo mismo. El profesor miró a cada uno de nosotros y se detuvo en Jacobo. Se quedó mirándolo varios segundos y luego se lanzó a abrazarlo. Víctor Claro observaba a todos lados, y luego se detuvo en aquel abrazo y sonrió una vez más.

—Hijo, perdóname, por favor, perdóname —decía el profesor Luís—. Todo lo hacía por ustedes, ten en cuenta eso. No creas que siempre hago este tipo de cosas, no es así... 

—No te preocupes, papá. Lo sé, te perdono —dijo Jacobo y una pequeña lágrima se resbaló por el rabillo de su ojo. El profesor Luís soltó a Jacobo y le estrechó la mano a Víctor Claro.  

—Gracias, amigo. Gracias por planear todo esto y ayudarme. Gracias por no dejar que la ansiedad y la depresión me dominen —dijo el profesor Luís mientras observaba constantemente por detrás de Víctor Claro.  

—No te preocupes, Luís. Para eso son los amigos —dijo seriamente poniendo una mano en su hombro; luego le murmuró algo y el profesor Luís asintió con la cabeza.  

Víctor Claro fue directo a las escaleras y gritó hacia abajo.  

—¡Suban, muchachos! 

Un grupo de policías armados llegó al quinceavo piso, apuntando con sus armas a cada uno de nosotros. Eran los mismos policías que vinieron la primera vez que nos enfrentamos al profesor Luís.  

—¡Todo está bien, muchachos! ¡Bajen sus armas! —dijo Víctor Claro—. Alonso, hazme un favor.   No te lleves preso a Luís. Vamos a llevarlo a un psicólogo. Ahora bien, ¿Podrían llevarse a esos padres de familia y a esos chicos al primer piso? —señaló a los Chicos de Negro y a los padres de familia que estaban dormidos.  

—No hay problema —respondió el policía—. Tú sabes que somos amigos, y cualquier cosa que quieras, sólo pásame la voz —se estrecharon las manos— ¡A ver, muchachos! ¡Llevemos a esos padres y a esos dos chicos de allá al primer piso!

Entre dos policías cargaron a un padre, y entre otros dos, a los Chicos de Negro, aún dormidos todos ellos. Víctor Claro se acercó al profesor Luís.  

—Bueno, Luís. Vamos —el profesor Luís asintió con la cabeza—. Gracias, chicos. Gracias por todo —nos dijo a todos—. Sin ustedes no hubiéramos podido lograrlo.

Harold se apresuró a decirle algo.  

—¡Profesor!... ¿Es cierto, entonces, que usted dejará esta sede? —preguntó, ansioso.  

—Eh… —miró al profesor Luís— Sí, así es —respondió finalmente.  

—¿Por qué? —preguntó Harold, todavía muy ansioso. 

—Debe tener sus razones. Es algo personal —intervino el profesor Luís; Víctor Claro sólo mostró su sonrisa una vez más.   

—Gracias, Nicolás —dijo Jacobo—. Gracias a ustedes, también —Pier, Carlos, Harold y Yirley asintieron con sus cabezas—. Por cierto, Yirley, tienes un buen escudo —dijo sonrientemente y lanzó su mirada sobre Carlos.  

—Sí, lo sé —dijo Yirley, y por primera vez en mucho tiempo, enroscó su brazo al de Carlos; el rostro de Carlos empezó a sonrojarse. 

—Bien hecho, galán —dijo Pier.

—Bueno, chicos —habló Víctor Claro—. Avancemos. Nos están esperando en el primer piso. 

—Eh... ¿Podría alguien desamarrarme, por favor? —pregunté, y Jacky se ofreció a hacerlo después de reírse.  

El profesor Luís avanzó junto a Jacobo, Jacky y yo abrazados y Yirley sin soltar el brazo de Carlos. Pier y Harold nos seguían por detrás y Víctor Claro en la delantera. Todos los alumnos que estaban fuera de sus aulas nos miraban bajar las escaleras. Llegamos al primer piso y todos estaban ahí: los padres de familia (los raptados ya habían despertado), el director, algunos profesores, los policías que tenían esposados a los dos Chicos de Negro y varios alumnos a parte de los graduados.

El profesor Luís pidió disculpas a todos los presentes y explicó por qué razones lo había hecho, y prometió no volver a hacerlo. Víctor Claro les explicó a todos el plan que tuvieron Jacobo y él. Explicó también que nosotros nunca habíamos inventado esa farsa, que todo era real, que él había escrito lo del periódico mural con permiso de la dirección, y que ya todo se había arreglado gracias a Dios. Luego pidió a los policías que dejaran libre a los dos Chicos de Negro, y éstos también pidieron disculpas a los presentes. Un mar de aplausos se presenció en el instituto. El director nos dedicó unas cuantas palabras y todos empezamos a brindar. Las chicas rubias se acercaron a nosotros; ahora sus ojos eran mansos como salpicaduras de agua.  

—¡Oigan, chicos! Este... pues, estamos algo... apenadas, ¿no? —dijo una de ellas—. O sea, a penas los vimos y empezamos a hablar mal de ustedes. ¿Qué pensarán?, ¿no? ¡Qué confianzudas estas chicas! Y bueno, ¿no? O sea, queremos pedirles… pedirles… —hacía gestos con su cara.

—¡Ay! ¡Ya díselos! —dijo su amiga dándole un empujón en el brazo.

—¡Ya, está bien!... Pedirles disculpas... “¡Sorry!” ¿Nos disculpan? —llevó sus manos al pecho.

—Sí, no se preocupen —dije amablemente.

—¡Ay, chicos! ¡Gracias! —y se marcharon después de darnos estruendosos besos en las mejillas.  

—¡Qué confianzudas! —exclamó Jacky frunciendo el entrecejo.  

—Oigan, ¿nos volveremos a ver? —preguntó Carlos. 

—¡Claro! —contestó Jacky—. Tenemos que venir a recoger nuestros anuarios.

—Es en siete días, ¿no? —preguntó Pier. 

—Sí —confirmó Yirley—. Bueno, nos encontramos en siete días, entonces.  

—Ya, está bien —dijo Carlos.  

—No creo que pueda —dijo de pronto Harold—. Tal vez esté en IPEC de Miraflores dando clases —se alzó de hombros.

—Yo tampoco podré —dijo Jacobo—. Tengo que ponerme al día con los cursos de la universidad.  

Y la noche nos la pasamos brindando hasta volver dentro de siete días, con la idea de que no habría más peleas.

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