Los Desaparecidos

Al día siguiente, el guardia de seguridad seguía mirándome de mala gana y no entendía por qué. Era como si él hubiera estado celoso de mí por la fama que había conseguido al arriesgarme en rescatar a Jacky; parecía sentir envidia por eso.

Todo andaba bien. Ya eran pocos los alumnos que murmuraban cada vez que nos veían pasar. Harold pasaba más tiempo en la biblioteca y Yirley siempre era la primera en tomar su bus. La semana pasó en un abrir y cerrar de ojos, y llegó el día en el que Pier tenía que dar clases a los alumnos de nivel básico.

—¡Qué pesadilla! ¡Mi pareja no vendrá para dar clases conmigo! —se lamentó Pier poniendo una mano en la frente y negando lentamente con la cabeza.

—Si quieres te podemos ayudar —sugirió Carlos, haciendo un ademán con su cabeza a la espera de mi aprobación; yo acepté. 

—Gracias, muchachos. Serían de gran ayuda.

Nos movilizamos con rumbo al doceavo piso donde Pier tenía que dar su clase. Era un alivio no tener que cruzarse con las miradas furtivas de otros, pero en el camino nos percatamos de que alguien nos estaba siguiendo.

—Me da la impresión de que el chico que está detrás de nosotros nos está siguiendo desde hace rato —dijo Pier mientras miraba de soslayo.

—Sí, yo también lo he notado —afirmó Carlos.

Di media vuelta, pero lo único que vi fue a un chico bajando rápidamente las escaleras.

—¿Están seguros? —pregunté— Deben haberlo imaginado —opiné.

Sin darle más importancia seguimos nuestro camino, y por fin llegamos. El doceavo piso estaba vacío. Nos dirigimos al aula donde exclusivamente Pier daría su clase; también estaba vacía y sólo entraba por las ventanas el viento que provenía de una fría y estrellada noche.

Pier hizo a un lado su maletín y se posicionó en el escritorio a la espera de los alumnos de nivel básico. Estuvimos garabateando en la pizarra esperando que al menos uno asistiera a la clase de Pier; pero no se acercaba nadie. Pier empezó a desesperarse y se ajustaba y desajustaba la corbata constantemente. Llamé a Jacky por celular y estuvimos conversando gratamente.

—¡Qué exasperante es esto! —exclamó Pier, paseándose de un lado para otro— Creo que estoy nervioso —añadió.

—Tranquilo, son sólo alumnos de nivel básico. Será fácil —comentó Carlos dándole ánimos—. Iré a ver si ya vino alguien —se acercó a la puerta del aula y empezó a observar.

—¿Cuántos quisieras que vengan? —le pregunté a Pier.

—¡Los que sean! ¡Pero ya! No quisiera volver a tener que hacer esto —dijo Pier quien no había dejado de pasearse de un lado para otro.

—Oigan, muchachos. Vean esto —dijo Carlos y nos acercamos a él.

—¿Qué es? —preguntó Pier

—Es él, el chico que nos estaba siguiendo —contestó Carlos.

A una cierta distancia, a varios metros de nosotros, había un chico apoyado sobre las barandas que estaban cerca de las escaleras. Era delgado, más o menos de nuestra edad, tenía el cabello color negro. Estaba hablando por celular y de vez en cuando nos echaba un vistazo.

—¿No querrá nuestros autógrafos? —pregunté sonrientemente.

—Llámalo para firmarle su camiseta —dijo Pier entre risas.

Y de repente, las luces se apagaron y todo el instituto se sumergió en una total oscuridad, apenas iluminado por las tenues luces que provenían de las ventanas. No podíamos ver absolutamente nada. Era como haber estado metidos en una caja llena de agujeros por donde ingresaban haces de luz.

—¿Qué pasó? —preguntó Carlos, sorprendido.

—¡Genial! ¡Justo en mi clase! ¡Bah! —dijo Pier entre quejidos.

—Espero que no haya gente en los ascensores —comenté.

—Ni lo menciones —dijo Carlos.

Oímos a lo lejos las voces de los demás alumnos en los otros pisos preguntándose que qué había pasado.

—Al parecer la luz se ha ido en todo el instituto —opinó Carlos.

—Bueno, no me puedo mover de aquí hasta que le haya dado clases al menos a uno —dijo Pier más calmado—. Necesito las firmas y los nombres de esos alumnos, ¿verdad? —preguntó.

—Sí, así es —confirmé—. Te haría el favor de inventar algunas firmas pero seguramente las luces regresarán pronto.

Pasaron cerca de diez minutos y todo se iluminó nuevamente. Acompañamos a Pier hasta el final de su clase donde sorpresivamente asistieron bastantes alumnos. Fue divertido enseñarles, y fue gratificante para nosotros saber que teníamos talento para eso, aunque tengamos otros proyectos en mente. Pier logró obtener varias firmas y juntos bajamos las escaleras hacia el primer piso; no nos animamos a usar el ascensor por si se volvía a ir la luz.

Pasamos cerca de las chicas que dan informes sobre los cursos, y las oímos hablar en tono preocupado. Una de ellas decía: “¿Y los encontraron? ¿Ya saben dónde están?”, y la otra respondía: “No, aún no se sabe nada. Es extraño, ¿no?”.

Y los días pasaban lentamente, y el guardia de seguridad era reemplazado por otro, lo cual era un alivio para mí porque no tenía que cruzarme con sus iracundas miradas y su suficiencia en el trato. Y otra vez las chicas que dan informes hablaban entre sí: “Ahora son varios los que no vienen. No contestan las llamadas, ni en sus casas”.

Hallamos a Harold sentado sobre las escaleras. Tenía el semblante preocupado y estaba algo pensativo. Se percató de nuestras presencias y nos dio el alcance.

—¿Ya se enteraron? —preguntó.

—¿Sobre qué? —preguntó Yirley.

—Sobre las desapariciones de los profesores —contestó Harold.

—¿Desapariciones? —preguntaron Pier y Carlos al mismo tiempo.

—Sí, ¿No han oído los rumores?

Todos negaron con sus cabezas.

—¡Oh! Ahora entiendo —dije con prontitud—. Es por eso que las chicas que dan informes dijeron que ya son varios los que no vienen —dije cruzándome de brazos.

—Exacto —afirmó Harold—. Se trata de profesores. Ellos vienen a dar clases normalmente; pero como por arte de magia ¡PUM! Desaparecen —hizo movimientos con sus manos como simulando una explosión.

—¡Qué extraño! —exclamó Yirley.

—Sí, pues. Es muy extraño —comentó Harold. Su celular empezó a sonar, y después de echarle un vistazo dijo con la voz impregnada de preocupación—: ¡Oh! Bueno, tengo que ir a la biblioteca. Nos vemos, muchachos —dijo y se marchó a toda velocidad mientras contestaba la llamada de su celular.

—Está actuando muy raro —solté ese comentario mientras veía a Harold marcharse.

—Sí, lo noté muy preocupado —afirmó Pier.

—Debe estar nervioso con esto de las desapariciones —opinó Carlos mientras nos dirigíamos al paradero.

—Realmente no creo que desaparezcan, ¿o sí? —dijo Yirley.

—Ellos no pueden desaparecer. Eso es imposible —contestó Carlos—. Lo más seguro es que estén escondidos en algún lugar, no lo sé.

—¿Te refieres a que podrían haber sido raptados por algún secuestrador? —preguntó Yirley, nerviosa.

—Es lo más probable —aseguró mientras que Yirley llevaba una mano a su boca en son de sorpresa—. A menos que hayan recibido una mejor propuesta de trabajo y se hayan ido sin decir una sola palabra; aunque descarto esa posibilidad porque esa actitud es poco común en un adulto, sobre todo en un profesional.

—Tienes razón —dijo Pier—. Además, no se trata de uno solo. Son varios los profesores que han desaparecido.

—Sólo esperemos que luego no sean alumnos —dije una vez que llegamos al paradero.

Como de costumbre Yirley fue la primera en tomar su bus. Me dio la impresión de que estaba asustada, lo noté por el rostro ido y tenso con el que se despidió de nosotros. Pier, Carlos y yo nos quedamos, todavía, en el paradero esperando nuestros buses que tardaban en llegar más de la cuenta.

—Creo que la asustamos con esto de los profesores desaparecidos —dijo Carlos— ¡Pobre!

—Debiste haberla consolado. No seas tan lento —aconsejó Pier esbozando al final una pequeña risa.

—Bueno, yo…

—Es él, ¿verdad? —pregunté con intromisión.

—¿Quién?

—Nuestro admirador —dije con prontitud—. El que nunca deja de seguirnos.

Aquel muchacho que misteriosamente siempre nos observaba, estaba ahí, en el siguiente paradero, espiándonos, como era costumbre. Estaba solo, y hablaba por celular pero al mismo tiempo nos vigilaba.

—¡Oh! Ya entiendo —dijo Pier—. Le cae como anillo al dedo ese apelativo de admirador —lanzó una pequeña risa.

—Acá hay gato encerrado —dijo Carlos, receloso—. Ese muchacho me trae mala espina. Presiento que tiene algo que ver con las desapariciones de los profesores.

—¿Eso crees? —preguntó Pier, vacilante.

—Pues creo que deberíamos encararlo, preguntarle, al menos, por qué nos observa tanto —dijo Carlos con presteza.

—Creo que tienes razón —afirmé—. Vamos.

Pero nuevamente el instituto se sumergió en la oscuridad. Toda la gente que estaba en el paradero observó lo ocurrido.

—Oigan, miren. Otra vez —dijo Pier y nos detuvimos en seco.

—¿Qué estará pasando? —preguntó Carlos con curiosidad.

Volteé mi mirada hacia nuestro admirador pero ya no estaba, el siguiente paradero estaba vacío.

—No está. Nuestro admirador se fue —dije sorprendido.

—¿Se dan cuenta? —preguntó Carlos muy seriamente— Él es el sospechoso —arguyó.

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