Rojo

Al día siguiente las luces en el instituto se volvieron a apagar. Los profesores seguían desapareciendo y nuestro admirador seguía espiándonos. Harold pasaba la mayor parte del tiempo en la biblioteca y finalmente llegó el día en el que Carlos y Yirley tenían que dar clases a los alumnos de nivel básico.

Y otro nuevo día llegó. El guardia de seguridad había dejado de lado esa aspereza que mostraba ante mi presencia; en lugar de eso, me miraba sonrientemente, con suficiencia. Llegué a mi aula y el profesor Víctor Claro nos tomó un examen sorpresa. Por suerte todas las preguntas resultaron fáciles de responder; Carlos y Harold no tardaron mucho tiempo en terminar sus exámenes. Finalmente el profesor nos hizo trabajar en parejas.

—Nicolás, te cuento que me llamaron hoy de IPEC de Miraflores para una segunda entrevista de trabajo —me dijo Harold, embargado de la emoción.

—Felicitaciones —dije sonrientemente— ¿Es para el puesto de profesor? —pregunté.

—Sí, así es —respondió y luego se quedó callado por unos segundos, pero finalmente me dijo—: Oye, Nicolás. Hay algo que tengo que…

Pero no terminó de decirme lo que quería decir, porque Víctor Claro se acercó a nosotros y nos dijo sonrientemente:

—Y, ¿Piensan hacer algo al respecto con el caso de los profesores desaparecidos?... Sólo bromeaba —dijo con prontitud sin quitar esa sonrisa de su cara.

Harold hizo caso omiso a lo que había dicho Víctor Claro y empezó a leer un pequeño fragmento de su libro.

—¿Usted sabe algo sobre eso, profesor? —pregunté.

—No, todo sigue siendo un misterio. Espero que se resuelva pronto —dijo y se marchó al llamado de un alumno.

—¿Qué era lo que me querías decir? —le pregunté a Harold.

—¿Qué? No, nada… no era importante, olvídalo —balbuceó, nervioso.

La clase terminó y todos salimos en tropel.

—No olvides hacer las invitaciones para los alumnos de nivel básico, ¿sí? —indicó Harold— Iré a mi entrevista de trabajo. Nos vemos mañana.

Pier, Carlos, Yirley y yo concertamos en que me acompañarían a los baños que se encontraban en el quinto piso. Caminamos en silencio sin dirigirnos la palabra. Ni siquiera mencionamos a nuestro admirador. No hablamos en todo el camino hasta que llegamos al quinto piso; pero antes de entrar a los baños nos cruzamos con la profesora Ana quien llevaba unos enormes libros en sus manos.

—¡Hola, chicos! —nos saludó y nosotros le devolvimos el saludo.

—¿Es cierto que renunció, profesora? —preguntó Carlos.

—Sí, chicos. Imagino que sabrán por qué —dijo muy apenada—. Ahora sólo he venido a recoger unos libros de una colega. Pero he oído que mi reemplazo es Víctor Claro. Él es un buen profesor —añadió.

—Sí, lo sabemos —indicó Yirley.

—Pero, díganme, chicos, ¿Es cierto lo que comentan? —preguntó alegremente— ¿Realmente se enfrentaron al secuestrador y sus hombres?

—Sí, profesora —respondió Pier tocándome el hombro—. Este muchacho está enamorado y sin importarle nada se arriesgó y se enfrentó al secuestrador sin usar una sola arma.

Y otra vez sucedió. Las luces se apagaron en todo el instituto y las alumnas que estaban en ese piso profirieron un grito de terror, incluida Yirley.

—¡Ay! Mi colega me habló sobre esto, también. Veo que tenía razón —comentó la profesora Ana.

—Está completamente oscuro —dijo Yirley, temerosa— ¿Dónde están, chicos?

—Aquí estoy, Yirley —contestó Carlos.

De repente , escuchamos que los libros de la profesora Ana cayeron al suelo.

—¡Ay! ¡Oye, cuidado! —espetó Yirley.

—¿Qué pasa, Yirley? —preguntó Carlos, preocupado.

—Creo que alguien tropezó conmigo.

—¿Qué es ese olor? —pregunté respirando repetidas veces para tratar de adivinar qué era ese olor que había surgido de la nada.

Pero al hacerlo sentí la sensación de querer dormir, de querer echarme sobre mi cama; incluso solté un prolongado bostezo. Pero no fui el único, Pier se encontraba en las mismas condiciones.

—No lo sé, pero repentinamente me siento cansado, quiero dormir —indicó Pier—. Profesora, acabo de recoger sus libros. Espero haberlos recogido todos… —pero la profesora no respondía—, ¿Profesora? —preguntó, extrañado.

—¿Está aquí, profesora? —pregunté, sorprendido; pero ella seguía sin responder.

—Ha desaparecido —dijo Yirley sorpresivamente.

—No, ya te lo he dicho. Eso es imposible —gruñó Carlos.

—Esperen un momento. Usemos nuestros celulares como linternas. Tal vez así podamos ver algo —sugerí.

Cada uno de nosotros encendió la linterna de su celular apuntando hacia diferentes direcciones, esperando encontrar el rostro de nuestra exprofesora; pero lo único que logramos alumbrar fueron nuestros confundidos rostros que, al contacto con la luz, fueron automáticamente cubiertos por nuestras manos. Muy pronto todo el quinto piso se llenó de celulares encendidos que actuaban como enormes cigarrillos.

—Es en vano, chicos. Apenas puedo ver sus rostros. Y la profesora no está con nosotros —dijo Yirley, temerosa.

—Tal parece que los profesores desaparecen cuando las luces se apagan —opiné bostezando al final— ¡Qué extraño! ¿Por qué tengo sueño? ¿No sentiste ese olor, Carlos? —pregunté.

—No, para nada —respondió— ¿Qué olor?

Todo el quinto piso fue invadido por los murmullos de los alumnos que no tenían idea de qué hacer. Y lo más sensato que todos decidimos hacer en esos momentos fue esperar a que la luz regresara. Pasaron cerca de diez minutos y sucedió: el instituto fue iluminado nuevamente. Pier tenía en sus manos los libros que la profesora Ana había dejado caer, pero ella había desaparecido sin decir una sola palabra. Nos miramos atónitos las caras buscando una explicación, mas nadie dijo nada; nuestros cerebros no podían encontrar una respuesta. Simplemente decidimos irnos de ahí. Pier guardó los libros de la profesora en su mochila. Les pedí a mis amigos que siguieran avanzando mientras que yo usaba los baños. Necesitaba mojarme la cara, necesitaba quitarme esa sensación de cansancio.

Más tarde me encaminé hacia el primer piso, ensimismado en mis pensamientos. Aquello fue extraño. La profesora había desaparecido como por arte de magia, tal y como lo había dicho Harold. Llegué al primer piso y alguien captó mi atención. Vi a nuestro admirador que caminaba a toda prisa hacia la galería, con dos bolsas grandes llenas de frutas, bebidas y, según parecía, barras de chocolate. Decidí seguirlo. Quise averiguar porqué llevaba esas bolsas a la galería. Quise convencerme de que las sospechas de Carlos hacia él eran ciertas. Él empujó la puerta roja que conducía a la galería y entró. Aceleré el paso, decidido a entrar, pero antes de que llegue al portón alguien salió de ahí, y se sorprendió mucho al verme: era Víctor Claro.

—¡Hey! —exclamó, mirando de reojo a todas partes— ¡Nicolás! ¿Adónde… adónde ibas? ¿A la galería? —preguntó, nervioso.

—No, yo… no sabía que esta era la puerta que conducía a la galería —mentí—. Yo sólo quería… subir por las escaleras pero me confundí de puerta, usted sabe, las dos son rojas —no sabía qué excusa dar.

—¡Oh! Sí, pues. Las dos son rojas —parecía no haberse convencido con mi respuesta— ¡Qué curioso el rojo!, ¿verdad? Color llamativo. Capta la atención de las personas, además del amarillo y el verde. Será por eso que los usan en los semáforos. Pero a decir verdad, yo hubiera preferido que esté el azul en lugar del verde; me gusta más. En fin, si algún día no sabes qué color escoger, te sugeriría que escojas el rojo —me mostró una sonrisa—. Bueno, no te quito más tiempo. Acuérdate... el rojo —me guiñó un ojo y se fue, atravesando la multitud de alumnos que se dirigía a la salida.

    “¿Qué fue eso? ¿Por qué me dijo todas esas cosas sobre los colores? ¿Qué quiso darme a entender? ¿Tendría algún tipo de amistad con nuestro admirador?”, fueron las preguntas que se formaron en un rincón de mi mente.

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