IPEC En Problemas

Al día siguiente me acerqué al restaurante donde Jacky laboraba. Fue una sorpresa para ella verme ahí. Pero no podía prestarme la debida atención porque estaba muy ocupada atendiendo a los demás clientes. Muy apenada me pidió disculpas cuando me despedí de ella, y lo último que me dijo fue que no asistiría a clases porque reemplazaría a una mesera que no iría a laborar.

Pasaron las horas muy a prisa y llegó el momento de ir a IPEC. Nuevamente la profesora Ana empezó con su aburrida clase. Esta vez nos habló sobre cómo llevar a cabo una clase y cómo lidiar con los alumnos. Y no podían faltar los silenciosos y prolongados bostezos de los demás, ni tampoco los dedos tamborileando sobre las mesas.

Carlos no soportó más y se echó sobre la mesa. Pero podría jurar que no fue por el aburrimiento que sentía con la clase de la profesora Ana, sino por la ausencia de Yirley, quien había faltado a clases por motivos de la universidad.

Los párpados me pesaban y mi cabeza se tambaleaba de un lado para otro. Estuve a punto de imitar a Carlos, a punto de hundir mi cabeza sobre la mesa; pero la melodía de un mensaje en mi celular actuó como un despertador, como agua fría sobre mi cara. Era Jacky quien me había escrito.

Hola, Nicolás. ¿Podrías hacerme un favor? ¿Podrías decirle a la profesora Ana que estaré llegando al final de la clase para hablar con ella?

Gracias. Besos. 

Jacky

De inmediato le respondí. Y por fin sonó el timbre que indicaba el fin de la clase. Otra vez todos cogieron sus mochilas y en tropel salieron del aula. Yo me dirigí a la profesora Ana y le dejé el recado de Jacky; luego salí con mis compañeros. Pero antes de salir del aula había sentido muchas ganas de esperar a que Jacky viniera a hablar con la profesora Ana. Quería, incluso, acompañarla hasta su casa; pero decidí que era mejor dejarlo para otra oportunidad. No quería que ella notara demasiado mi presencia, no quería ahuyentarla con mis acercamientos.

—Si las clases siguen así tendré que traer mi almohada —dijo Carlos, dándose un buen estirón mientras caminábamos hacia las escaleras.

—A veces me pregunto si realmente es profesora o psíquica —comentó Pier después de haber exhalado un prolongado bostezo.

—No exageren —replicó Harold—. Sus clases son interesantes. El problema es que a ustedes no les interesa una sola palabra de lo que dice la profesora.

—¿Interesantes? —exclamó Pier, sorprendido— Eso lo dices tú porque te gustaría ser profesor igual que ella.

—Y nadie más aquí que sólo tú está interesado en esa carrera —intervino Carlos.

—Pero por lo menos yo sé para qué estoy estudiando este idioma, ¿no? —dijo Harold y luego empezó a reír.

—Yo también sé para qué estoy estudiando este idioma —comenté entre risas.

Bajamos las escaleras hacia el segundo piso, rebosado de varios alumnos que caminaban apurados para llegar a tiempo a sus clases. Todo andaba de lo más normal, cuando de pronto, los alumnos en el tercer piso empezaron a gritar, despavoridos; y corrían y bajaban las escaleras provocando un caos. Y no sólo ocurría en el tercer piso, sino también en el cuarto y en el segundo.

—¿Qué pasa? —preguntó Carlos, temeroso, mientras esquivábamos la ola de alumnos que bajaba al primer piso.

—¡CORRAN! ¡SALGAN DE AQUÍ! ¡NO USEN LOS ASCENSORES! —dijo de pronto a gritos uno de los guardias de seguridad— ¡HAY DELINCUENTES ARMADOS EN EL INSTITUTO! ¡APÚRENSE!

—¡Será mejor que salgamos de aquí! —sugirió Harold.

Avanzamos con toda la multitud que corría desesperada por salir, dominados por el miedo y la confusión. Era difícil salir del instituto con tanta gente asustada; pero lo logramos, y la poca gente que aún seguía saliendo fue directo a los paraderos. En un instante medio IPEC se vació; pero no sucedió nada, no hubo ninguna explosión. Sólo salió un profesor de alta estatura, con anteojos, con saco y corbata y el cabello corto y azabache. Llevaba en una de sus manos un altavoz y lo usó para dirigirnos unas palabras.

—¡Cálmense! ¡Cálmense! ¡No corran! ¡Sólo escúchenme un momento, por favor! —los pocos que aún permanecíamos ahí nos quedamos a escucharlo— Es cierto que estamos en serios problemas —continuó con la voz más calmada—. Un delincuente y sus hombres han logrado entrar astutamente al instituto, y han tomado a una chica como rehén. Nos han pedido una cantidad enorme de dinero y que no llamemos a la policía; o de lo contrario, activarán unos explosivos y matarán a la chica. Así que por favor, retírense con cuidado. Los profesores nos estamos encargando del asunto.

Se acercó al guardia de seguridad y le dijo unas cuantas palabras.

Más alumnos seguían saliendo del instituto, temerosos todos ellos. Y recordé a Jacky. La llamé por celular para contarle lo ocurrido pero no contestaba. “Tal vez está muy ocupada”, pensé. Pero volví a intentarlo y tampoco contestó. En ese momento se acercaron dos compañeros con quienes habíamos estudiado el mes pasado: Rafa y José Miguel. Rafa, de dieciocho años, era un chico obeso, casi sin cuello; y José Miguel, de diecinueve, era corpulento, ya que siempre iba al gimnasio. Ellos habían obtenido malas calificaciones el ciclo pasado, por ende, volvieron a llevar el curso de avanzado once.

—Oigan, ¿En serio creen que activen esos explosivos? —preguntó Rafa, algo nervioso.

—Bromeas, ¿verdad? —dijo Pier entre risas—. Todo es una farsa para conseguir dinero. ¿En serio crees que harán explotar el instituto mientras ellos estén adentro?

Rafa abrió la boca para decir algo, pero la cerró de golpe dando crédito a lo que Pier había dicho.

—Lo mismo digo yo —afirmó José Miguel—. Las personas deberían pensar antes de actuar. ¿Vamos, Nicolás? —sugirió—. No debo llegar tarde a casa. Tengo una cita —dijo sonrientemente mientras se acomodaba el cuello de la camisa.

Nos estábamos movilizando, cuando de repente, una chica de baja estatura, con el cabello corto y azabache, nos llamó desesperada. Era la chica que se sentó al lado de Jacky en el aula. Tenía lágrimas en los ojos. Nos detuvimos al verla.

 —¡Chicos! ¡Chicos! ¡Soy Cindy, amiga de Jacky! ¡Ayúdenla, por favor! ¡La… la tienen allá arriba, en el quinceavo piso, no sé!... —dijo entre llantos.

—¿Qué? ¿Qué pasó? ¿A qué te refieres? —pregunté, preocupado.

—¡Íbamos a hablar con la profesora Ana, cuando… cuando tres chicos vestidos de blanco se nos… acercaron y uno tomó a Jacky por detrás apuntándola con un arma y amenazando con dispararle!

—¿Qué? ¿A Jacky? —pregunté, asombrado.

No podía creerlo. Jacky resultó ser la chica que el delincuente había tomado como rehén. Tampoco podía creer las ganas que tenía de ir a rescatarla. Era realmente extraño.

—¡Sí, Nicolás! ¡Ayúdenla, por favor! ¡Los profesores no están haciendo nada hasta ahora! ¡Tengo miedo! —dijo Cindy entre hipidos.

—Tranquilízate, Cindy —sugirió José Miguel—. Lo sentimos, pero nosotros no podemos hacer nada. Ellos están armados.

—Tiene razón. Eso sería peligroso para nosotros —indicó Harold—. Sólo espera a que los profesores resuelvan ese problema. Todo saldrá bien, no te preocupes.

—Pero, ¿Y si no hacen nada para rescatarla? —preguntó con la voz un poco más calmada— Por favor, Nicolás. Yo sé que tú la quieres —me tomó de las manos y me miró tristemente—. Haz algo… por favor.

“¿Cómo se dio cuenta de eso?”, me pregunté. Era lo último que ella tuvo que decir para convencerme, además de su triste mirada y de las ganas que tenía de rescatar a Jacky. De todas maneras, no entendía por qué me sentía tan valiente y seguro de ir a rescatarla. Yo sabía que era arriesgado, pero acepté, después de haberme quedado callado por cinco segundos para ser exacto.

—Está bien… iremos a rescatarla, no te preocupes —fueron las palabras que salieron de mi boca.

—¿Perdón? —espetó José Miguel— ¿Iremos? ¡Te has vuelto loco, ¿verdad?!

—Hay delincuentes armados, ¿lo sabías? —dijo Pier, tratando de hacerme entrar en razón.

—Y podría tomarnos, también, como rehenes —intervino Carlos mientras que Harold se reía.

—Ya sabemos que te gusta Jacky. Pero no es para tanto, ¿no crees? Piensa en tu familia— añadió Harold.

—No trates de convertirte en héroe, Nicolás. Tú no eres el Hombre Araña o Superman—dijo José Miguel haciendo movimientos con sus manos

—¿Vendrás conmigo, Rafa? —pregunté, esperanzado, ignorando lo que ellos decían.

Rafa miró nervioso a los demás, esperando que alguien respondiera por él. Pero nadie dejaba de mirarlo, atentos a su respuesta.

—No… no creo que sea buena idea arriesgar nuestras vidas de esa manera, ¿no crees? —dijo Rafa, nervioso, alzándose de hombros.

Era obvio que no recibiría muestras de aliento. Ellos no se sentían como yo en esos momentos, no sentían ese motor que los impulsaba a rescatar a alguien. Miré a cada uno de ellos y me detuve en Cindy. Su mirada no hacía más que provocarme, y yo lo sabía, sabía que era arriesgado entrar al instituto y buscar a Jacky; ella era sólo una amiga, y como decía Harold, no era para tanto. Sin embargo, quise hacerlo.

—Está bien… —tomé un profundo aliento y exhalé— Iré yo solo —dije para sorpresa de todos.

Fui directo a la puerta principal con la intención de rescatarla («¡¿Ya viste lo que ocasionaste, Cindy?!» ladró Pier; «Tranquilos, el guardia no lo dejará entrar» dijo José Miguel). Mis manos empezaron a sudar, el corazón latía rápidamente y el cuerpo me temblaba de pies a cabeza, y no era por el frío de aquella noche. Tragué saliva. 

—No hay clases por el momento. Regresa mañana. Hubo un incidente en el instituto —me dijo el guardia de seguridad.

—Sí, lo sé. Y quiero… quiero rescatarla —dije sin poder creerlo.

El guardia de seguridad soltó una carcajada.

—¿Rescatarla? ¿Tú? No me hagas reír. No hay clases, señorita. Hubo un incidente en el instituto. Regrese mañana —le dijo a una chica que tenía las intenciones de entrar al instituto.

—Mi amiga es la que se encuentra allá arriba. Déjame pasar, por favor —dije seriamente.

—¿Estás loco? ¿Quieres ir a rescatar a tu amiga? —preguntó de manera brusca— Tengo órdenes de no dejar pasar a nadie, ¿o es que quieres que te tomen como rehén a ti, también? No quisiera sentirme culpable. Lo siento —dijo finalmente.

Incluso el guardia me había dado el mismo consejo que mis amigos. No supe qué decir. Di media vuelta, mis amigos seguían ahí, observándome. Volví a dar media vuelta, y sin pensarlo dos veces, entré, forcejeando con el guardia. Corrí velozmente hacia las escaleras con el guardia detrás de mí.

—¡Alto! ¡Detente! —gritaba el guardia.

Seguí mi camino sin darle importancia. Abrí de golpe la puerta que conducía a las escaleras más cercanas a mí y subí rápidamente hasta el tercer piso. El guardia dejó de seguirme. Empecé a buscar aula por aula. “Sé que esto es una locura, pero…”, me dije a mí mismo. No hallé nada en ninguna de las aulas y subí al cuarto piso.

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