El Antiguo Profesor Luís

Otra vez busqué aula por aula, lo más cautelosamente posible, pero no hallé a nadie. El décimo piso estaba vacío. Pero algo llamó mi atención. El ascensor se abrió y mostró a dos personas que tenían el semblante preocupado y temeroso: eran Harold y Rafa. Me sentí más confiado con sus presencias.

—¡Nicolás! —exclamó Harold.

—¡Harold! ¡Rafa! ¡Vinieron! —exclamé alegremente.

—¿Cómo está todo? ¿Estás bien? —preguntó Rafa mientras se acercaban a mí.

—¿Por qué estás sangrando? —preguntó Harold, con un gesto de preocupación— ¿Te has cruzado con el secuestrador?

—No exactamente —contesté mientras me limpiaba la sangre que caía por la comisura de mi boca—. Estuve peleando con uno de los ayudantes del secuestrador; los Chicos de Blanco de los que nos habló Cindy —expliqué—. En estos momentos Pier y Carlos están deteniéndolo para que yo siga adelante. Aún no encuentro a Jacky —concluí.

—Pero Cindy dijo que estaba en el quinceavo piso. Vamos hasta allá —sugirió Rafa, muy seguro de sí mismo.

—Me sorprende que hayan decidido ayudarme —dije sonrientemente— ¿Qué los hizo cambiar de opinión?

—La conciencia —dijo Rafa, alzándose de hombros y mostrando un rostro sonriente.

—Queremos averiguar hasta dónde podemos ser capaces de ayudarte —intervino Harold—. Ya sabemos que el delincuente no hará estallar el instituto mientras esté aquí.

—¿Y no tuvieron problemas para entrar? —pregunté.

—Entramos a la fuerza —contestó Rafa—. Así como tú, Pier y Carlos. El único que no entró fue José Miguel.

—Entiendo —dije—. Bueno, Cindy no estaba segura si tenían a Jacky en el quinceavo piso. Lo que tenemos que hacer es buscar piso tras piso hasta llegar al quinceavo —sugerí.

—¿Qué hacemos si nos encontramos con otro Chico de Blanco? —preguntó Rafa.

—Pues… ¿Alguno de ustedes sabe cómo dejar inconsciente a alguien? —pregunté ante las miradas perplejas de Harold y Rafa.

—¿Por qué lo preguntas? —preguntó Harold sin poder entender el propósito de mi pregunta.

—Porque es necesario que evitemos más problemas.

—No entiendo —dijo Rafa.

—Es simple. Cuando estuve peleando con uno de los Chicos de Blanco no sabía cómo terminar con la pelea. Quise huir pero entendí que si lo hacía él me hubiera seguido y hubiera sido perjudicial para mí porque hubiera tenido que enfrentarme a dos. En ese momento deseé poder dejarlo inconsciente, pero gracias a Dios llegaron Pier y Carlos y lo detuvieron para que yo siga avanzando —terminé de explicar el motivo de mi pregunta.

—Bueno, entonces, Rafa y yo detendremos al próximo Chico de Blanco con el que nos encontremos para que tú sigas avanzando —dijo Harold.

Algo llamó nuestra atención. Los pasos de alguien bajando por las escaleras viajaron repentinamente a nuestros oídos. Harold le indicó a Rafa que lo siguiera y juntos se escondieron detrás de las escaleras, quietos sin hacer ruido. Otro de los Chicos de Blanco bajaba por las escaleras. Era joven como nosotros y tenía las mismas características que el anterior, y al percatarse de mi presencia, sacó un arma de su bolsillo, me apuntó y mientras se acercaba a mí me decía:

—¿Quién eres tú? ¿Qué es lo que haces aquí?

Noté que Harold me hacía señas con sus manos para quedarme en silencio. Sigilosamente él y Rafa se acercaron al Chico de Blanco y de una patada hicieron que él soltara el arma, lo tomaron del cuello y los brazos y lo echaron al piso.

—¡Nicolás! ¡Corre! —gritó Harold mientras forcejeaban por no soltar al Chico de Blanco.

—¡Suéltenme! —decía el Chico de Blanco.

Tomé el arma y subí las escaleras hacia el onceavo piso; tras no haber hallado nada subí al doceavo. Encontré al último Chico de Blanco. Era un poco mayor que nosotros pero tenía las mismas características que los anteriores. Estaba sentado, apoyando la espalda contra la pared. Rápidamente me observó que lo apuntaba con el arma, y sonrientemente se puso de pie.

—¿Dónde está mi amiga? —pregunté sin dejar de apuntarlo con el arma.

—Tu arma no está cargada —dijo mientras se acercaba a mí con un gesto triunfante—. Por cierto, ¿Quién eres? ¿Eres algún tipo de policía o simplemente eres un insensato?

—¡No te acerques! —grité sin dejar de apuntarlo y él se detuvo sin dejar de sonreír.

Apunté hacia otro lado y presioné varias veces el gatillo. Efectivamente el arma no estaba cargada.

—Te lo dije —dijo el Chico de Blanco—. Así que has venido a rescatar a la chica —soltó una pequeña risa—. ¿No has oído acaso que vamos a derrumbar el instituto si no nos entregan el dinero a cambio?

—No entiendo por qué los profesores y el director han creído en esa mentira —dije mientras tiraba el arma lejos de nuestro alcance; el Chico de Blanco me miró seriamente.

—¿Qué es lo que pretendes de todos modos? —preguntó con la voz seria— ¿Rescatar a la chica, tú, solo?

—Sólo quiero estar con mi amiga. El instituto no me interesa —dije seriamente.

—Lo siento, amigo. Pero hay un trato de por medio —dijo negando con la cabeza—. Tu amiga por el dinero. ¿Por qué no esperas pacientemente a que eso suceda? Aunque pensándolo bien —dijo pensativo—, la suma aumentaría con dos rehenes ¡Genial! El jefe me lo agradecerá.

Intentó sacar algo de su bolsillo. Imaginé que sería un arma. Pero rápidamente reaccioné y antes de que él pudiera hacer cualquier movimiento, me acerqué y le propuse una patada en el estómago que lo obligó a caer al suelo.

Me lancé sobre él y rebusqué en su bolsillo. Saqué un arma y lo apunté.

—¿Dónde está mi amiga? Responde. Está en el quinceavo piso, ¿verdad? —pregunté, con el entrecejo fruncido.

Lentamente se puso de pie mientras sonreía.

—Esa arma tampoco está cargada —dijo entre risas mientras yo presionaba el gatillo varias veces y comprobaba que realmente no estaba cargada—. Pero, sí, tu amiga está en el quinceavo piso, ¿Por qué no vas a rescatarla? —preguntó como provocándome—. Te dejaré pasar —dijo haciéndose a un lado para que yo pasara.

Me quedé pensativo. Sabía que si subía por las escaleras él me seguiría; y eso era lo que menos quería. Yo tenía que subir solo y tratar de rescatar milagrosamente a Jacky; pero no me acompañaba nadie que detuviera al Chico de Blanco mientras yo seguía mi camino. Boté el arma muy cerca de mis pies, y sin previo aviso, el Chico de Blanco empezó a correr a través del pasadizo hacia las otras escaleras que también conducían al treceavo piso.

—¡Espera! —grité mientras corría tras de él.

No tenía que dejar que subiera. No podía permitir que le dijera al secuestrador que yo estaba ahí, intentando arruinar sus planes; pero era muy rápido y no podía alcanzarlo. Sin embargo, gracias a Dios alguien subió por las escaleras que conducían al onceavo piso: era José Miguel.

—¡Atrápalo! ¡Que no suba! —dije a gritos.

José Miguel le puso la zancadilla al Chico de Blanco, quien estuvo a punto de subir las escaleras, y cayó de bruces al suelo. José Miguel se lanzó sobre él y forcejeaba para que no escapara.

—¡Jefe! —gritaba el Chico de Blanco.

Pero le propiné una patada en el estómago. José Miguel logró controlarlo apoyando su rodilla sobre la espalda del Chico de Blanco y sosteniendo sus manos como si tuvieran esposas.

—¡Está bien! ¡Basta! ¡Ya no subiré! Hagan lo que quieran —dijo el Chico de Blanco tosiendo al final.

—Vigílalo, por favor. Que no suba, ¿sí? —le dije a José Miguel y él asintió con su cabeza.

—Sólo ocasionarás que el jefe te tome como rehén a ti, también —dijo el Chico de Blanco mientras que yo me disponía a subir—. Y así conseguirás que pida más dinero por los dos —dijo soltando una risa al final.

—Tiene razón, Nicolás —opinó José Miguel.

—Trataré de ir lo más sigilosamente posible —opiné y seguí mi camino.

Subí directo al catorceavo piso; no era necesario usar el ascensor. Entré al baño. Necesitaba un poco de agua. Encontré el arma del primer Chico de Blanco con quien me crucé en el noveno piso; estaba sobre los lavaderos. Fue una suerte que la haya dejado ahí, pero me pregunté si tampoco estaba cargada. No tenía idea de cómo averiguarlo, simplemente la tomé y salí del baño con dirección al quinceavo piso.

Cautelosamente subí las escaleras, peldaño a peldaño. Y no fue necesario buscar aula por aula, porque al llegar al quinceavo piso mis ojos se cruzaron con la imagen de alguien vestido en saco y corbata; alguien usando un pasamontaña. No lo dudé ni un segundo y le apunté con el arma.

Era el secuestrador. Levantó ambas manos, pero las bajó luego de unos cuantos segundos mientras se reía.

—¡¿Dónde está mi amiga?! —pregunté, desafiante— ¡Jacky! ¡Jacky! —empecé a llamarla.

—Baja el arma, muchacho. No está cargada —dijo muy tranquilo, como si nos conociéramos.

Muy sorprendido presioné el gatillo varias veces, apuntando hacia otra dirección. “Pero ¡Qué extraño! ¿Por qué las armas que llevaban los Chicos de Blanco no están cargadas?”, me pregunté.

—Te lo dije. Pero, dime, ¿cómo has hecho para llegar hasta aquí? —continuó con la misma voz calmada— ¿No has oído que haremos explotar el instituto? ¿O es que acaso no te importa lo que te pase?

—Lo siento mucho pero, no creo que eso suceda, a menos que tú y tus compinches sean suicidas —dije seriamente sin dejar de apuntarlo.

—Mmm… ya entiendo —dijo pensativo—. Te acabo de decir que no está cargada. No es necesario que me sigas apuntando, ¿no lo crees? No te haré daño; es más, te daré la oportunidad de que escapes —añadió.

Dejé de apuntarlo con el arma. Era ilógico seguir haciéndolo, él tenía razón. Estaba indefenso, desarmado. No sabía qué hacer. No pensé encontrarme cara a cara con el secuestrador. Mi plan era liberar a Jacky sin que él lo notara, pero las cosas no resultaron así. Vi a Jacky asomarse por la puerta de una de las aulas, y al verme se sorprendió y llevó una mano a su boca.

—Sólo quiero irme con mi amiga. Puedes quedarte con el dinero. No me importa —dije, tranquilo, tratando de convencerlo.

Él esbozó una risa.

—Pero sin tu amiga no nos darán el dinero. Es importante tenerla con nosotros. Pero te propongo algo —dijo de lo más tranquilo, como si estuviéramos en una mesa tomando el té—. Liberaré a tu amiga cuando nos hayan entregado el dinero. Si no me crees… —miró a todos lados, asegurándose de que estemos solos— puedes acompañarla y esperar a que me entreguen el dinero; o por el contrario, puedes irte de aquí y esperarla afuera —dijo finalmente, alzándose de hombros.

Mas yo estaba ahí, quieto, mirándolo suspicazmente. Su forma de hablar y sus propuestas me estaban convenciendo. Negué lentamente con la cabeza.

—No entiendo —dije, dubitativo.

—¿Qué es lo que no entiendes? —preguntó—. Te estoy ofreciendo que acompañes a tu amiga, y que al recibir el dinero, tú y ella podrán irse. Yo admiro mucho el valor que has demostrado en venir solo hasta aquí —dijo cruzándose de brazos.

—Me refiero a ti —aclaré—. No pareces… no pareces ser una mala persona. Bueno, no. Está bien, es sólo mi imaginación —dije moviendo mis manos rápidamente como descartando esa posibilidad.

Hubo una pausa. El secuestrador y yo no dijimos una sola palabra. Nos mantuvimos quietos, sin dejar de mirarnos. Al parecer, mis palabras habían tenido algo de razón. Pero finalmente dijo algo.

—Ya te lo he dicho. Sólo quiero el dinero y dejo libre a tu amiga. No pretendo hacerle daño.

Y entonces, sucedió. Un grupo de cinco policías y mis amigos llegaron al quinceavo piso. Tres de los policías rodearon al secuestrador apuntándolo con sus armas, y lo esposaron.

—¿Alonso? ¡Soy yo, Luís! —decía el secuestrador— ¿Qué estás haciendo aquí?

Uno de los policías le quitó el pasamontañas al secuestrador, y me sorprendí tanto cuando vi de quién se trataba: era un antiguo profesor del instituto; su cabello ensortijado y veteado de gris eran la prueba de ello. Vio perplejo al policía, con el entrecejo fruncido, con un gesto de total incomprensión.

—Puedo explicarlo —dijo.

—Lo explicarás tras las rejas. Vamos —dijo el policía.

—¿Qué? ¡Víctor! ¡¿Dónde estás?! —decía el secuestrador, forcejeando, mientras la policía se lo llevaba por las escaleras.

Quise correr hacia el aula donde estaba escondida Jacky; pero ella ya estaba detrás de mí, con los ojos inundados en lágrimas. Se lanzó sobre mí y me envolvió en un abrazo al mismo tiempo que estallaba en llanto.

—¡Tuve mucho miedo, Nicolás! ¡Eres un gran amigo! ¡Nunca pensé que harías algo así por mí! ¡Gracias! —me decía entre hipidos, y finalmente me dio un prolongado y profundo beso en la mejilla.

Mis amigos aclararon sus gargantas.

—No lo hubiera podido hacer sin ellos —le dije a Jacky mientras ella se secaba las lágrimas—. Gracias, muchachos. Realmente se los agradezco. Yo solo no hubiera llegado hasta aquí.

—Sí, chicos. Muchas gracias. Gracias por haberse arriesgado en ayudar a una desconocida como yo. Eso dice mucho de ustedes —dijo muy apenada, luego me miró y nuevamente me agradeció con un fuerte abrazo.

—Pero, ¿Qué pasó? —pregunté confundido después de soltarme del abrazo de Jacky— Se suponía que nadie debía haber llamado a la policía, o de lo contrario hubieran dañado a Jacky.

—Tampoco lo sabemos —contestó Pier—. Simplemente la policía subió y esposó a los Chicos de Blanco —concluyó alzándose de hombros.

—Sin embargo, todo me parece muy sospechoso —intervino Harold sobándose el mentón—. Al parecer, uno de los policías y el secuestrador son amigos.

—Y hay alguien llamado Víctor que también lo es —agregó Carlos.

—¡Qué extraño! —exclamé.

Nadie dijo nada más mientras nos dirigíamos al primer piso. Todos los profesores estaban reunidos ahí y se nos acercaron al vernos llegar. Nos hicieron varias preguntas con respecto a lo sucedido, y el director nos dedicó unas cuantas palabras y decidió recompensarnos con una humilde cantidad de dinero; hubo un mar de aplausos. Jacky y Cindy se abrazaron febrilmente y luego se acercaron a nosotros para que Cindy nos diera las gracias. Las clases se suspendieron por una semana para olvidar lo ocurrido. Jacky me pidió que la acompañara a su casa. Me dijo que estaba muy asustada y que tal vez dejaría de asistir a clases hasta el próximo mes. Decidí no contarle nada a mi familia al respecto cuando lo ocurrido salió en los noticieros (gracias a Dios no mencionaron nuestros nombres y pudimos escapar a tiempo antes de que nos filmaran con las cámaras) y mentí cuando me preguntaron por los golpes en mi cara. 

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