Tras una noche en la que Elisabeth se dejó llevar por la pasión de un momento, rindiendose ante la calidez que ahogaba su soledad, nunca imaginó las consecuencia de ello. Tiempo después de que aquel despiadado hombre la hubiera abrazado con tanta pasión para luego irse, Elisabeth se enteró que estaba embarazada.
Pero Elisabeth no se puso mal por ello, al contrario sintió que al fin no estaría completamente sola, y aunque fuera difícil haría lo mejor para criar a su hijo de la mejor manera.
¡No intentes negar que no es mi hijo porque ese niño luce exactamente igual a mi! Ustedes vendrán conmigo, quieras o no Elisabeth.
Elisabeth estaba perpleja, no tenía idea que él hombre con el que se había involucrado era aquel que llamaban "el loco villano de Prusia y Babaria".
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Capitulo 10
El silencio en el gran salón era tan espeso que podía cortarse con una daga. Todos los ojos seguían clavados en Dietrich, quien, con la calma de un depredador seguro de su presa, se deslizó hacia la mesa principal. Las botas resonaron contra los adoquines mientras se acercaba a un asiento vacío junto al Graf Falkenrath.
—Sirvanme un trago —ordenó, sin mirar a nadie en particular.
Un sirviente tembloroso corrió a llenar una copa de vino tinto, que Dietrich tomó con dedos largos y seguros. Bebió de un solo trago, dejando el cristal vacío sobre la mesa con un golpe seco.
—Lamento no tener trofeos que mostrar —comentó, recorriendo la mesa con una sonrisa que no llegaba a sus ojos glaciales—. Aunque, pensándolo bien, quizá debería haber traído las cabezas de los hombres que intentaron asesinarme.
Un escalofrío recorrió la sala. El Graf Falkenrath, con el rostro empalidecido, se levantó de un salto, derramando el contenido de su copa sobre el mantel.
—¡M-Markgraf! ¡Qué alegría verlo regresar sano y salvo! —tartamudeó, inclinándose en una reverencia exagerada. —Despelgue tropas en su búsqueda, pero parece que no fueron tan eficientes como usted mismo!
Dietrich lo miró como si fuera un insecto.
—No parecías tan preocupado por buscarme, Falkenrath.
El Graf abrió la boca para protestar, pero Dietrich alzó una mano, cortándolo en seco.
—Cállate.
La orden resonó como un latigazo. Luego, sin prisa, Dietrich se puso de pie, y cada uno de sus movimientos hizo que los presentes contuvieran la respiración.
—A mis apreciados guardias, sir Rolf Breener y sir Gregor Hass —dijo—, los condeno a muerte por traición. Llévenlos al patio. Inmediatamente.
El caos estalló.
Los dos caballeros intentaron levantarse, pero los guardias de Falkenrath los detuvieron, no tenían más opción que obedecer al Markgraf. Los agarraron por los brazos. Rolf gritó, pataleando como un animal acorralado, mientras Gregor suplicaba, con la voz quebrada:
—¡Fue una orden! ¡No tuvimos elección!
Nadie los escuchó.
El patio exterior estaba iluminado por antorchas que proyectaban sombras danzantes sobre la nieve. Los traidores fueron arrojados al centro, donde Dietrich ya esperaba, con la espada de un caballero de Falkenrath en la mano. El filo brilló bajo la luz de las llamas.
El Graf corrió tras ellos, las manos extendidas en un gesto desesperado.
—¡Markgraf, deténgase! ¡Esto es un juicio precipitado! ¡La gente ya lo llama "el loco villano", esto solo empeorará—
Dietrich no lo miró siquiera.
El primer golpe fue limpio. La cabeza de Rolf rodó por el suelo antes de que su cuerpo cayera de rodillas. Gregor ni siquiera tuvo tiempo de gritar; el acero lo decapitó en un arco perfecto.
La sangre salpicó las botas de Dietrich, que no parpadeó.
Cuando el eco de los gritos se disipó, alzó la espada aún goteante y escrutó a los nobles reunidos, muchos de los cuales se habían llevado las manos a la boca o apartado la mirada.
—Todos ustedes —anunció, con una voz que heló la sangre— serán investigados por el Markgraf de Adlerstein a partir de este momento.
El mensaje era claro. Nadie lo traicionaba y vivía para contarlo.
Y entonces, mientras las cabezas de los traidores yacían en la nieve y sus cuerpos se enfriaban, Dietrich arrojó la espada ensangrentada a los pies del Graf Falkenrath.
—La próxima vez que conspiren contra mí —añadió, girándose para marcharse—, asegúrense de que esté realmente muerto.
El carruaje de Dietrich crujió bajo el arco de piedra del castillo Adlerstein, su llegada anunciada solo por el crujir de las ruedas sobre la nieve helada. Cuando las puertas se abrieron, una docena de rostros pálidos lo recibieron: guardias, caballeros, sirvientes contuvieron el aliento al ver a su señor descender con ropas empapadas de barro y sangre seca, el cabello oscuro pegado a la frente y esa mirada helada que todos temían.
Frank von Eichhorn, su mano derecha y único hombre al que Dietrich permitía llamarse amigo, fue el primero en acercarse. Alto, de cabello cenizo y ojos marrones astutos.
Frank sabía a grandes rasgos lo que ocurrió o debía ocurrir en Falkenrath, porque así lo habían previsto con Dietrich, pero el tiempo que habían previsto fué mayor, y aunque confíaba en su señor, en algún punto comenzó a preocuparse por su incomunicación y tardanza.
—Mi señor—susurró en voz baja, aliviado pero alerta al ver las vendadas en el abdomen de Dietrich.— Parece que no todo salió tal y como lo planeamos.
Dietrich no respondió. Se limitó a pasar junto a él con paso firme, pero antes de que pudiera cruzar el umbral, Frank lo detuvo con un gesto.
—Hay... una visita —advirtió.
Un destello de irritación cruzó los ojos glaciales de Dietrich. No necesitó preguntar quién era.
Las puertas principales se abrieron de golpe.
Amelia von Bruben, vestida de terciopelo azul oscuro, avanzó con pasos rápidos que hicieron volar los pliegues de su falda. Su cabello castaño, usualmente impecable, se desprendía de su moño en rizos rebeldes, y sus ojos de un sueve color miel brillaban con una mezcla de furia y alivio.
—¡Prometido! —Su voz cortó el silencio del patio como un cuchillo—. ¿Dónde has estado? ¡He estado tan preocupada por tí!
Amelia se detuvo de pronto.—¡Oh mi Dios! ¿Por qué te ves así? ¿Estás herido? ¡Traigan al medico de inmediato!
Dietrich no se movió cuando ella estuvo a solo un paso de distancia. Su mirada, cargada de desprecio, recorrió su figura de arriba abajo.
—Aunque tu cuna sea alta, tus modales son tan bajos como instalarte en un lugar al que no fuiste invitada —dijo, cada palabra cuidadosamente elegida para herir—. Y donde no eres bienvenida.
Amelia palideció, pero no retrocedió. Sus dedos se aferraron al tejido de su vestido, arrugando la seda con fuerza.
—De este lugar algún día seré la anfitriona, así que no hay tal cosa como no ser bienvenida—respondió, con una voz que apenas temblaba—. Eres mi prometido no necesito una invitación para verte. No me iré hasta estar segura de que estás bien.
El silencio que siguió fue tan denso que hasta los sirvientes contuvieron la respiración.
Dietrich se inclinó entonces, lo justo para que sus palabras, dichas en un susurro cargado de veneno, solo llegaran a ella:
—Estoy hablando en serio, señorita. Vete por tu propio bien, o te haré sacar de aquí sin importar las consecuencias.
Amelia respiró hondo, levantando la barbilla con una dignidad que hizo que hasta Frank admirara su temple.
—Entiendo que el Markgraf necesita descansar—dijo, con una voz que solo tembló al final—. Enviaré una carta para... renovar mi visita.
Hizo una reverencia perfecta, giró sobre sus talones y se marchó.
—Frank.— Dijo Dietrich con voz firme.
— Si, mi señor?— Dijo Frank atendiendo rápidamente.
—Mientras tomo un baño, prepara todo... Falkenrath será mío y los traidores serán castigados con él debido ejemplo.
Frank asintió.
El carruaje de Amelia se sacudió sobre el camino helado, alejándose de la imponente silueta del castillo Adlerstein. Dentro, la princesa apretaba los puños sobre su regazo, las uñas clavándose en la fina seda de su vestido hasta dejar marcas. Por la ventana, el paisaje gris del invierno se mezclaba con el reflejo de sus ojos, encendidos por una mezcla de furia y determinación.
—¿Cómo se atreve? ¿Cuando le demuestro todo mi amor y preocupación, aún así se atreve a tratarme así...? A su futura esposa.
La humillación aún le ardía en la piel, como si las palabras de Dietrich hubieran dejado cicatrices visibles. Pero no era el dolor lo que la consumía, sino la rabia. Una rabia fría, calculadora, que se enroscaba en su pecho como una serpiente.
—No entiende —murmuró para sí, pasando un dedo por el vidrio empañado—. Nunca ha entendido.
Amelia cerro los ojos, recordando la imagen de Dietrich en el patio: alto, desaliñado, herido, pero aún así magnético. Incluso cubierto de barro y sangre, irradiaba esa peligrosa elegancia que la obsesionaba. Lo había amado desde la primera vez que lo vio en la corte imperial, cuando él, con apenas diecisiete años, había derrotado a tres caballeros en un torneo sin romper a sudar. Desde entonces, su corazón había sido suyo, aunque él jamás lo hubiera pedido.
—Solo necesita que lo guíen—se dijo, abriendo los ojos—. Que lo moldeen.
Amelia cerraba los ojos y se imaginaba la boda: ella vestida de blanco, caminando hacia un Dietrich atado por las leyes del Reino, obligado a tomarla como esposa. Lo veía claro, cómo lo domaría, cómo lo moldearía. Él era un lobo salvaje, sí, pero ella sería la jaute que lo mantendría bajo control. Le enseñaría a sonreír en público, a dejar atrás esa brutalidad que lo hacía parecer un animal salvaje, a gobernar no con miedo, sino con la elegancia que su linaje merecía. Dietrich sería el Markgraf perfecto, y ella, la princesa que lo habría salvado de sí mismo.
Pero primero, tenía que asegurarse de que el matrimonio ocurriera.
El carruaje dio un bandazo, sacudiéndola de sus pensamientos. Amelia respiró hondo, enderezándose.
—El Kaiser no puede negarse—pensó, imaginando la escena—.
Su tío, el emperador, siempre había sido complaciente con ella. Unas lágrimas bien colocadas, una mención a la "estabilidad del reino", y él cedería. Ordenaría a Dietrich casarse con ella, sin importar sus protestas. Después de todo, ¿qué era un Markgraf frente al poder del trono?
Una sonrisa torcida apareció en sus labios.
—Aprenderá a quererme...
ya lo habían comentado que era probable que ese maldito doctor le había hecho algo pero esto fue intenso
MALDITOOOOO/Panic/