«En este edificio, las paredes escuchan, los pasillos conectan y las puertas esconden más de lo que revelan.»
Marta pensaba que mudarse al tercer piso sería el comienzo de una vida tranquila junto a Ernesto, su esposo trabajador y tradicional. Pero lo que no esperaba era encontrarse rodeada de vecinos que combinan el humor más disparatado con una dosis de sensualidad que desafía su estabilidad emocional.
En el cuarto piso vive Don Pepe, un jubilado convertido en vigilante del edificio, cuyas intenciones son tan transparentes como sus comentarios, aunque su esposa, María Alejandrina, lo tiene bajo constante vigilancia. Elvira, Virginia y Rosario, son unas chicas que entre risas, coqueteos y complicidades, crean malentendidos, situaciones cómicas y encuentros cargados de deseo.
«Abriendo Placeres en el Edificio» es una comedia erótica que promete hacerte reír, sonrojar y reflexionar sobre los inesperados giros de la vida, el deseo y el amor en su forma más hilarante y provocadora.
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El Mueble Rebelde
Los rayos del sol de la tarde se filtraban por el balcón del apartamento de Marta, iluminando un campo de batalla doméstico: piezas de madera, tornillos y herramientas dispersas por el suelo como soldados caídos en la guerra contra las instrucciones de IKEA.
—¡Madre mía! —suspiró Marta, sentada en el suelo con las piernas cruzadas, sosteniendo dos piezas que se negaban a encajar—. Este mueble va a acabar conmigo.
El eco de unos pasos resonó en el pasillo, cada pisada más cercana que la anterior, como el tamborileo de un corazón expectante. Las instrucciones, un pergamino de jeroglíficos nórdicos, yacían arrugadas a su lado. Marta se encontraba en el suelo, con las piernas cruzadas en una posición que resaltaba inconscientemente la curva de sus muslos bajo el short de algodón. Gotas de sudor perlaban su frente, deslizándose tentadoramente por su cuello hasta perderse en el escote de su camiseta blanca, ahora ligeramente transparente por el esfuerzo.
Su cabello castaño, habitualmente domado en una cola perfecta, se había liberado en rebeldes mechones que enmarcaban su rostro sonrojado, dándole un aire de abandono que la hacía parecer más vulnerable y, sin saberlo, más seductora. Pequeños mechones se pegaban a su nuca húmeda, bailando con cada movimiento de su cabeza.
El crujido de la madera antigua del pasillo se intensificó, y como si el edificio mismo conspirara para este encuentro, la puerta entreabierta chirrió suavemente. Don Pepe apareció en el marco, su figura rechoncha enmarcada por la luz del pasillo. Su camisa hawaiana —un espectáculo de flores fosforescentes que competían por llamar la atención— luchaba heroicamente contra los botones, creando pequeños espacios que dejaban entrever su camiseta interior.
El ambiente se cargó de una extraña electricidad cuando sus miradas se encontraron. Don Pepe se pasó la lengua por los labios, un gesto inconsciente que hizo que su bigote se agitara como las antenas de una mariposa nerviosa.
—¡Válgame el cielo! —exclamó, su voz grave resonando en el apartamento mientras sus ojos recorrían la escena con un brillo travieso—. ¿Qué hace una señorita tan linda batallando con estas cosas de hombres?
Su bigote vibró con fingida preocupación, pero sus ojos, pícaros y vivaces, delataban otro tipo de interés. Se apoyó en el marco de la puerta en lo que pretendía ser una pose casual, pero que solo logró que su camisa protestara aún más contra los botones.
Marta sintió un cosquilleo en el estómago, mezcla de diversión y algo más que no quería nombrar. Sus labios se curvaron en una sonrisa que intentó reprimir, mientras un calor inexplicable le subía por el cuello. Se encontró mordiéndose el labio inferior, un gesto que no pasó desapercibido para su inesperado visitante.
—Don Pepe —respondió, su voz más suave de lo que pretendía—, las mujeres también podemos armar muebles.
Se incorporó ligeramente, apoyándose en sus rodillas, consciente de que la posición resaltaba su figura de una manera que no debería importarle, pero que inexplicablemente le importaba.
—Por supuesto, por supuesto —respondió él, cruzando el umbral con la confianza de quien ha sido invitado, aunque no fuera el caso. Sus pasos resonaron en el parquet, acercándose con una mezcla de torpeza y determinación—. Pero estas manos expertas... —las levantó en el aire, moviéndolas como un prestidigitador antes de su mejor truco, los dedos regordetes brillando bajo la luz que se colaba por el balcón— están a su disposición. Tengo experiencia en... todo tipo de ensamblajes.
La última palabra quedó suspendida en el aire, cargada de intenciones, mientras un rayo de sol travieso se colaba por la ventana, iluminando las partículas de polvo que danzaban entre ellos como diminutas estrellas en un universo de tensión contenida y deseos apenas susurrados.
El guiño que acompañó a esa última frase hizo que Marta rodara los ojos, aunque no pudo evitar una risita.
—Vale, acepto su ayuda —concedió—. Pero solo porque llevo una hora intentando que estas piezas encajen.
Don Pepe, haciendo gala de una galantería algo desgastada pero persistente, se arrodilló junto a ella. Sus rodillas protestaron con un concierto de crujidos que sonaban como una orquesta mal afinada, provocando que Marta contuviera una risita.
—¡Ay! —exclamó, frotándose las rodillas con dramatismo teatral—. Los años no pasan en balde, pero el espíritu... —sus ojos traviesos brillaron con picardía— sigue siendo el de un jovenzuelo.
La posición le ofreció una perspectiva que no esperaba pero que tampoco rechazó. Sus ojos vivaces y espontáneos, que habían visto pasar tantas primaveras como flores tenía su camisa hawaiana, se posaron involuntariamente en el short de Marta. El sudor había creado una fina película sobre la tela de algodón, delineando sugerentemente el Monte de Venus. Don Pepe contuvo un suspiro gratificante, mientras su bigote se agitaba como las alas de un colibrí nervioso.
El manual de instrucciones se convirtió en un pretexto perfecto para mantener las manos ocupadas, aunque su mente vagaba por territorios menos técnicos. Las piezas de madera esparcidas por el suelo parecían un rompecabezas imposible, pero Don Pepe estaba más interesado en resolver otros misterios.
—Verás, Marta —su voz adoptó un tono de falsa sabiduría mientras sostenía una pieza completamente al revés, sus dedos regordetes acariciando la madera con una delicadeza sorprendente—, la clave está en encontrar el punto exacto...
Se detuvo estratégicamente, dejando que el silencio amplificara el doble sentido de sus palabras. Una gota de sudor resbaló por su frente, perdiéndose en su bigote.
—Es como en la vida —continuó, acercándose ligeramente, tanto que Marta podía percibir el aroma de su loción de aftershave mezclada con un toque de colonia añeja—, hay que saber dónde meter cada cosa.
Marta sintió un calor repentino subirle por el cuello, extendiéndose hasta sus mejillas. Fingió concentrarse en el manual, pero sus dedos temblaron ligeramente al pasar la página. La insinuación de Don Pepe, tan torpe como directa, provocó en ella una mezcla confusa de vergüenza y un cosquilleo inesperado en el estómago. Para su propia sorpresa, no le resultó tan desagradable como debería.
—Don Pepe —logró articular, manteniendo la vista fija en las instrucciones aunque las letras parecían bailar frente a sus ojos—, creo que esa pieza va al revés.
Su voz sonó más suave de lo que pretendía, traicionando quizás ese pequeño hormigueo de placer que le provocaba la atención del viejo casanova.
—¡Qué va! —respondió él, enderezándose con una confianza que hacía juego con su camisa chillona—. Confía en mí, tengo un don natural para estas cosas.
El "estas cosas" quedó flotando en el aire como una promesa traviesa, mientras otro crujido de sus rodillas rompía el momento con precisión cómica. Marta se encontró sonriendo a pesar suyo, dividida entre la diversión que le provocaba la situación y una inexplicable calidez que se extendía por su cuerpo. El viejo Don Juan del edificio podía ser torpe y obvio en sus intentos, pero había algo en su persistencia y en su descaro que, muy muy en el fondo, le resultaba extrañamente halagador.