Doce años pagué por un crimen que no cometí. Los verdaderos culpables: la familia más poderosa e influyente de todo el país.
Tras la muerte de mi madre, juré que no dejaría en pie ni un solo eslabón de esa cadena. Juré extinguir a la familia Montenegro.
Pero el destino me tenía reservada una traición aún más despiadada. Olviden a Mauricio Hernández. Ahora soy Alexander D'Angelo, y esta es mi historia.
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La cena
Punto de vista de Sofía
Me desperté sintiéndome tensa. La noche había sido larga; dormir en la misma cama que Alexander, separados por una línea invisible de odio y amenaza, era agotador. Me levanté antes de que él despertara, pero encontré un mensaje de Mónica sobre el tocador: "estilista y maquillista a las 3 PM. Deben lucir como el compromiso del siglo."
Era la hora de la actuación.
A la hora acordada, mi estilista personal, una mujer que solía trabajar para mí solo en eventos benéficos discretos, llegó nerviosa, acompañada por un ejército de asistentes que Alexander había enviado. Me pusieron un vestido azul noche, de corte sirena, caro y espectacular. Era el tipo de atuendo que gritaba "trofeo" y "dinero". Me sentí ridícula, pero al verme en el espejo, supe que era exactamente lo que Alexander quería que el mundo viera.
Cuando Alexander entró al vestidor, ya vestido con un impecable esmoquin, me miró de pies a cabeza.
—Perfecta —dijo, sin un rastro de emoción.
—Gracias. Tú también cumples el papel de "novio millonario" a la perfección —repliqué con frialdad.
Se acercó. —Recuerda el guion, Sofía. Sonríe. Mira mi mano y sonríe. Háblame en voz baja. Y si alguien pregunta por la boda, di que será pronto y privada, porque no podemos esperar más.
Llegamos al restaurante, un lugar tan exclusivo que la privacidad era una fachada más. Las cámaras nos estaban esperando. Alexander me tomó de la mano de una manera firme, posesiva, pero increíblemente natural. Yo hundí mis uñas en su palma bajo la mesa.
—Recuerda, cariño, sonríe —me susurró al oído, su aliento en mi cuello me erizó la piel.
Entramos. Las cabezas giraron. Todos, desde banqueros hasta políticos, estaban ansiosos por ver al hombre que había salvado a Elías Montenegro y a la hija que había comprado.
Nos sentamos en una mesa principal. La farsa comenzó de inmediato. Alexander me sirvió agua. Yo le pregunté sobre su día, y él me respondió con una mirada intensa, cargada de una intimidad que no existía.
—Parece que mi padre se está recuperando —dije en voz baja, aprovechando un momento de silencio.
—La fusión es inminente —confirmó, sin dejar de sonreír a un fotógrafo distante—. Lo único que falta es que mi prometida me dé un beso apasionado para la prensa.
Me quedé helada. —¿Estás loco?
—Es un brindis —dijo, levantando su copa—. Hazlo. O la donación a la fundación se retrasa un mes.
Tomé mi copa, mi mente gritando que era un monstruo. Levanté mi copa con la mano temblorosa, brindé con él, y cuando todos nos miraban, me incliné y lo besé.
No fue un beso de amor. Fue un beso de desafío, un beso de propiedad. Lo besé con la rabia de la mujer que había perdido su libertad. Y sentí cómo él respondía con una lujuria que confirmaba mi teoría: podía ser su prisionera, pero él también era esclavo de su deseo por mí.
Cuando nos separamos, la sonrisa de Alexander era de triunfo.
—Buena actuación, Sofía.
—Guarda las felicitaciones. Aún no termina la noche —respondí, con la misma sonrisa falsa y mortífera.
La farsa continuó después del beso. Alexander y yo mantuvimos una conversación superficial, pero con la tensión subiendo bajo la mesa. Cada vez que él ponía su mano en mi espalda o me sonreía, yo quería clavarle un tenedor.
Justo cuando estaba bebiendo agua, sentí que la atmósfera cambiaba. Levanté la vista y los vi.
Ignacio, mi hermano, y Felipe Andrade, mi ex prometido, estaban parados a poca distancia de nuestra mesa. No se acercaron de inmediato; estaban observando, planeando. Ignacio tenía la cara roja de furia contenida, pero Felipe era más peligroso: su rostro era una máscara de hielo, y sus ojos fijos en mí.
—Míralos, ya vinieron por su premio —susurró Alexander en mi oído, su tono divertido.
—No son un premio, son un problema —repliqué, manteniendo mi sonrisa fija para los curiosos que nos observaban—. Felipe sabe que esta boda es una traición.
—Exacto. Y por eso nos vamos a levantar para saludarlos —dijo Alexander con calma, levantándose y extendiendo su mano hacia mí—. Demuéstrales que ahora me perteneces.
Tomé su mano, sintiendo el desprecio en mi toque. Nos acercamos a ellos, deteniéndonos a la distancia justa para que la conversación pareciera íntima y no una emboscada.
—Ignacio. Felipe. Qué placer encontrarlos —dijo Alexander, con una calidez completamente falsa. Extendió la mano.
Ignacio se quedó paralizado, pero Felipe, siempre el más pulido, estrechó la mano de Alexander con una fuerza innecesaria.
—Alexander, felicidades. Tu compromiso con Sofía ha sido... la sorpresa de la semana —dijo Felipe, el sarcasmo era denso. Luego me miró, y por un instante, vi una amenaza helada—. Sofía, te ves radiante. Aunque me extraña la prisa. Pensé que valorabas la discreción.
—La discreción es aburrida, Felipe —intervine, sintiendo la adrenalina—. Alexander me enseñó que la vida se vive sin pedir permiso.
El rostro de Felipe se tensó. Ignacio finalmente habló, dirigiéndose solo a mí.
—¿Estás segura de lo que estás haciendo, Sofía? ¿Estás segura de que este hombre es quien dice ser?
Alexander se rió, una risa profunda y confiada. Puso su brazo posesivamente alrededor de mi cintura.
—Mi prometida está perfectamente segura, Ignacio. Estamos locamente enamorados, ¿verdad, cariño?
Sentí el calor de su cuerpo a través del vestido. Era una advertencia.
—Totalmente seguros —dije, mirando a mi hermano con la misma frialdad que había aprendido de Alexander—. No puedo esperar a convertirme en la señora D'Angelo.
Felipe sonrió, pero era una sonrisa de depredador.
—Ya veremos. Los matrimonios arreglados por dinero tienen una forma peculiar de terminar mal. Disfruten la cena.
Se dieron la vuelta y se fueron, dejando a su paso una estela de odio y amenaza. La confrontación había sido corta, pero había cimentado dos cosas: mi compromiso era real para el mundo, y la guerra entre Alexander y los Montenegro-Andrade era oficial.
—Excelente, Sofía —susurró Alexander, volviendo a nuestra mesa, sin soltarme—. Parece que tu ex prometido ya se dio cuenta de que lo dejaste para casarte con el hombre que va a destruir a su familia.