En el imperio de Valtheria, la magia era un privilegio reservado a los hombres y una sentencia de muerte para las mujeres. Cathanna D’Allessandre, hija de una de las familias más poderosas del imperio, había crecido bajo el yugo de una sociedad que exigía de ella sumisión, silencio y perfección absoluta. Pero su destino quedó sellado mucho antes de su primer llanto: la sangre de las brujas corría por sus venas, y su sola existencia era la llave que abriría la puerta al regreso de un poder oscuro al que el imperio siempre había temido.
⚔️Primer libro de la saga Coven ⚔️
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CAPÍTULO 05
020 del Mes de Maerythys, Diosa del Agua
Día del Viento Susurrante, Ciclo III
Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria
CATHANNA
—Iremos con tu tía Drícela —avisó mi madre, sonriendo.
—¿Con esa bruja malvada? —solté sin pudor, rodando los ojos—. Ya sabía que algo tenías en mente para que viniera contigo.
—No hables así de tu tía. Ella te quiere mucho.
—¿Quererme? —bufé, cruzándome de brazos—. Madre, esa mujer literalmente quiere que su hija sea una copia de mí. ¡Tienes que verlo! No me parece justo eso. Sé que soy… perfecta, pero no quiero tener una imitación de mí en Valtheria, como si fuera algo normal.
—Ni una palabra más. Vamos a ir, le darás la mejor sonrisa que tienes y te comportarás como te he enseñado todo este tiempo: como una señorita educada. Sin reproches, nada de cosas extrañas… Ya sabes a lo que me refiero. —Me señaló con uno de sus dedos, entrecerrando los ojos—. ¿Entendido, Cathanna D’Allessandre?
—Tampoco fue para tanto. —Desvié la mirada.
—Chamuscaste su cabello. ¿Eso no es tanto para ti? ¡Hija, por los dioses! —Puso una mano en su frente, negando con la cabeza.
—¡Fue una peripecia! —me justifiqué, aunque quería soltar una carcajada cuando el recuerdo aterrizó en mi mente—. Además, solo a ella se le ocurre poner una vela ahí. Fue su culpa, no mía, madre.
—Cathanna… —Su mirada fría fue suficiente para que apretara los labios con fuerza, rodando los ojos otra vez.
—Ya, madre. Bien. Nada de cosas raras. —Levanté ambas manos en son de paz—. Lo juro por todos los dioses.
La tarde llegó y, con ella, mi llegada a la casa de la tía Drícela, una mujer gorda de mirada rígida que vivía justo en el centro de la ciudad. Su casa de piedra de dos pisos estaba adornada con flores en cada pared, pero nada de eso la hacía acogedora a mis ojos.
Bajé del carruaje con fastidio. Odiaba venir aquí. Mi tía era la mujer más malvada que había conocido, y sus gatos… esos condenados animales salvajes parecían querer devorarme con la mirada cada vez que ponía un pie en su territorio. También los odiaba con mi vida.
Entramos cuando las puertas fueron abiertas desde adentro por absolutamente nadie. Las escaleras eran circulares, de metal, frías y poco cómodas para subir. Cuando finalmente alcanzamos la planta superior, una sensación de incomodidad me invadió todo el cuerpo.
Los gatos estaban por todas partes. Nueve en total, todos observándome con esa misma mirada inescrutable y poco amigable que me hacía estremecer. Volví a rodar los ojos, acomodando mi bolso en mi brazo, donde solo tenía varias bolsas con monedas y brillos labiales que me sentía en la obligación de usar en cada momento.
—Madre —comencé, poniéndome detrás de ella, como si eso pudiera protegerme de la mirada de esos animales sobre mí—. Esos gatos otra vez. Siento que en cualquier momento se lanzarán sobre mí para devorar mi hermoso rostro. No creo que quieras eso para mí.
Mi madre me miró molesta por encima de su hombro.
—Son simples gatos, Cathanna, por los dioses —reprendió con un tono duro, tomándome del brazo para ponerme a su lado—. Compórtate como una señorita educada. No estamos aquí para que llames la atención. ¿Lo entiendes? Siempre con tus cosas raras.
—Solo hago eso, comportarme cómo una niña buena, madre —respondí con sarcasmo, mirando a todas partes menos a esos gatos.
Mi tía Drícela llegó con nosotras y nos indicó que nos sentáramos en ese feo sofá, donde segundos antes habían estado sus gatos. Llevé una mano a mi boca de forma disimulada, tratando de impedir que el vómito saliera. Respiré hondo y me senté, bastante incómoda. No entendía como esa mujer no era capaz de cambiarlos por unos nuevos y acordes a la época. Miré los cuadros grandes y poco estéticos en las paredes. Además de ser una mujer malvada, tenía pésimos gustos decorativos. Sí que necesitaba ayuda urgentemente.
—¿Y dónde se encuentra tu hijo, Drícela? —Mi madre rompió el silencio, acomodando sus piernas con ese gesto elegante que yo debía imitar de inmediato—. Pensé en traer a Cedrix para que jugara con él. Pero mi chiquillo se enfermó de una manera espantosa desde ayer.
—Está en la escuela primaria —respondió con ese tono que me hacía estremecer, sonriendo—. Es un chico muy juicioso. Me hace sentir muy orgullosa. Y Amy está en su habitación, como siempre. Es una chica muy rara. No entiendo por qué no quiere hablar conmigo.
En eso tenía muchísima razón. Mi primo, Steve, era la persona más inteligente que había conocido en mis diecinueve años de vida. Una vez redactó un libro completo de más de mil páginas. Amy, por otro lado, me caía bastante bien, aunque no teníamos personalidades parecidas. Ella era espontánea, alegre y sus comentarios, si bien, no eran algo que yo pudiera decir, me divertían de vez en cuando.
—Ya sabes como son los jóvenes de hoy en día —interpretó mi madre, viéndome—. Siempre tan rebeldes. Se encierran en su propio mundo y no hay ser capaz de sacarlos de ahí. Me parece muy terrible.
—Es porque ya no se les pone mano dura como antes, Anne. Crearon personalidades tan frágiles como un cristal. Ya no se les puede decir nada sin que empiecen a llorar. —Drícela negó con la cabeza—. Por cierto, querida, ¿qué novedades tienes sobre lo que ya sabes?
—Mi marido me dice que están haciendo tratados y que posiblemente las cosas tomen otro rumbo, aunque no estaría muy segura de eso, Beatriz. No después del ataque que hicieron a Nueva sangre. —Le dio un sorbo a la taza de café que una de las empleadas de servicio había traído para nosotras—. Nuestro emperador es muy vengativo. No creo que quede impune aquel ataque. Solo espero que los dioses nos amparen con sus mantos de toda tragedia.
—Pero realizar uno hacia ese imperio sería iniciar una guerra —agregó mi tía, dando igualmente un sorbo a su taza—. Aunque tampoco es como que debamos preocuparnos. Nuestro imperio nunca ha perdido ninguna guerra. Valtheria es muy fuerte en ese aspecto.
Sabía que una ciudad de la provincia de Varethent había sido atacada hace pocas semanas por Alastoria, pero desconocía cuál en específico hasta ahora. Afortunadamente, no muchos resultaron heridos. Sin embargo, no significaba que las personas que vivían ahí estuvieran contentas. La furia que tenían era tanta que, según el periódico, ellos habían enviado muchas cartas al castillo para que respondieran al ataque, pero Valtheria seguía al margen con aquello.
—Las guerras nunca traen nada bueno para las personas —me atreví a decir, mirando la taza de café amargo en mis manos. Sentí la mirada de ambas posarse en mí como cuchillos—. Es mucha sangre derramada sin ningún sentido. Que estemos en el centro del imperio no debería hacernos menos sensibles a quienes no están tan a salvo.
—¿Y qué sabes tú de las guerras? —preguntó mi madre, con desdén en la voz, dejando la taza en la mesa de cristal—. Hasta donde sé, casi nunca lees de política, y cuando lo haces es porque tu padre te obliga. Por gusto, lo único que hojeas son historias de dragones. Y aunque te tragaras todos los libros sobre el imperio, no tendrías idea de lo que realmente se esconde detrás de una guerra, hija.
—No necesito leer sobre guerras para saber lo que traen consigo, madre —repliqué, intentando mantener mi voz serena, sin levantar la vista—. Solo traen muerte, hambre y destrucción a ambos territorios. Y no me subestimes mucho; mi padre me ha enseñado muy bien sobre la política, batallas y las guerras. Sé muchas cosas, si bien no lo crees.
Mi madre suspiró de manera dramática, negando con la cabeza, como si hablara con una niña caprichosa que no sabía ni la mitad de las cosas que posiblemente ella sí. Además de odiar que yo tuviera autonomía para elegir, ella odiaba cuando me expresaba de aquella manera. Odiaba todo de mí, aunque no lo dijera directamente.
—Las guerras son ineludibles, Cathanna, ¿lo entiendes? —Su tono salió demasiado seco, como si la paciencia se le estuviera agotando—. No se trata solo de espadas y sangre, como puede que lo estés creyendo en este momento, sino de poder, de supervivencia. De algo mucho más grande que nosotras. Crees que es simple porque nunca has tenido que tomar decisiones difíciles para obtener algo.
—¿Difícil? —Solté una risa amarga, muy baja, para que no me escucharan—. Lo difícil es ser la persona que sufre las consecuencias sin haber tenido voz en ellas. No se puede simplemente permitir guerras solo por poder, sin pensar en todas las vidas que se perderán en ella. Además, no se puede estar seguras de que Valtheria vencerá.
—Estás hablando como alguien que no entiende su lugar, hija.
Rodé los ojos por milésima vez. Mi madre siempre volvía a eso. Respiré hondo, tragándome la respuesta que realmente quería darle. Porque no importaba lo que dijera, siempre sería vista como la niña que no entendía el mundo. Pero lo entendía mejor de lo que creía. No era solo una “princesa”. Era una persona que sabía muchas cosas, aunque no fuera apasionada por comerme libros enteros como otros.
—Y ¿cómo van las cosas con el pretendiente de tu hija, Anne? —preguntó mi tía, cambiando rápido de tema, mirándome seria.
—Oh, Drícela, déjame decirte que la persona que escogimos para ella es verdaderamente encantadora —respondió con emoción, con una sonrisa orgullosa en los labios, mirándome de reojo—. Es un hombre muy apuesto, y estoy segura de que sus hijos heredarán tanto la belleza de mi Cathanna como la de él. Es el tipo de hombre que muchas desearían. Definitivamente, mi hija se llevó el primer lugar.
La incomodidad me invadió por completo y un nudo se formó en mi garganta, prohibiendo que el aire se adentrara en mis pulmones. El simple hecho de recordar que mi futuro ya estaba decidido por mi familia, como si fuera una mercancía que debía ser intercambiada sí o sí, sin mi consentimiento, me resultaba bastante abrumador. Seguía sin creer que ya había sido vendida a un desgraciado hombre que posiblemente terminaría odiando con todas las fuerzas de mi alma.
—Eres una afortunada, hermana. Tu hija tendrá una vida digna. —Drícela sonrió, con una expresión tan falsa como sus palabras—. ¿Cuándo piensas casarla? Ya sabes lo que decía nuestra difunta madre: “entre más rápido, mejor”. No queremos que eso suceda. ¿Ya le ha propuesto matrimonio públicamente?
—Eso es lo de menos —habló mi madre, sin dejar de sonreír—. Ya estamos planeando todo para que salga de la mejor forma posible.
Drícela dejó su taza de café en la mesa de cristal con un leve golpeteo, suspirando con fingida resignación. La miré un poquito mal. Esa mujer era tan fingida como la elegancia que creía tener.
—Qué suerte tienes, Annelisa. —Mi tía se removió en su asiento—. Estuve pensando en casar a Amy, pero es una rebelde sin oficio. No sabe ni lavar un plato, no quiero ni imaginar qué hará cuando se case. Los hombres se aburren de las mujeres que no son serviciales con ellos. No sé qué haré con esa niña. Me saca de quicio.
—Los hombres también pueden ser serviciales —agregué, dejando que mi espalda tocara el sofá, tratando de no hacer movimientos bruscos—. No es algo demasiado difícil de hacer.
Mi tía Drícela soltó una risa suave, como si mi comentario fuera el más ingenuo que había escuchado en mucho tiempo.
—Lo son —empezó con la seguridad de alguien que creía conocer todas las reglas del mundo—. Llevando el dinero a casa todos los días, comprando el pan para alimentarnos, los vestidos que usamos, los zapatos, las joyas de oro que brillan como el sol. —Sonrió, tomando mi mano—. Ese es el trabajo de un hombre: proveer. Y nosotras, las mujeres, debemos complacerlos en todo lo que piden. Si quieren que cocinemos, lo hacemos. Si quieren que callemos, callamos. Porque ese es nuestro deber: ser complacientes siempre. ¿Comprendes, niña?
—Lo entiendo —dije con resignación—. Sé que mi papel ante la sociedad es ser la esposa perfecta y la madre que adora a sus hijos.
Ella rió, satisfecha con mi respuesta.
—Hablando de hijos… —Volvió a acomodarse en su sitio, recorriéndome con la mirada—. ¿Cuántos les darás al joven?
Mi madre siempre me había dicho que los hijos eran un regalo que los dioses nos mandaban por ser buenas con nuestros maridos. Nunca le tuve miedo a la maternidad. De hecho, lo anhelaba mucho, pero no me veía teniendo hijos solo por una obligación. Solo… no.
—No es algo que pueda decir en este momento, tía —respondí, muy incómoda—. Considero que ese es un tema para tratar entre mi marido y yo cuando llegue el momento preciso.
—Mi Cathanna, desde el momento en que te cases, debes hacer lo posible por quedar embarazada. No importa nada más —continuó Drícela, con ese tono condescendiente que me hacía rechinar los dientes—. La fertilidad de una mujer es como una vela en medio de una tempestad; en cualquier momento puede apagarse. Y entre más rápido le des hijos a tu marido, más aseguras tu lugar en su casa.
Hablaba con la certeza de alguien que veía la maternidad no como una elección, sino como un deber que sí o sí debíamos cumplir todas las mujeres. Como si mi único propósito en la vida fuera el de traer hijos al mundo, como si mi valor dependiera únicamente de eso.
Asentí.
—Lo sé, tía. —Le di la más grande de mis sonrisas falsas—. Y créeme que tendré tantos hijos como sea posible.
Ellas siguieron hablando de cosas a las que hice oídos sordos y me escabullí hacia el piso de abajo, que era más siniestro que estar arriba con esos gatos rondando de un lado al otro. Caminé hacia el pasillo que apenas estaba iluminado por unas velas casi derretidas. Había una puerta al final que nunca pude abrir a pesar de tener tanta curiosidad por saber lo que había ahí dentro: un cadáver en descomposición, hechizado para que no dejara escapar ningún mal olor, una persona secuestrada, o solo licor, pues mi tía era una bebedora empedernida. No entendía cómo un humano era capaz de meter tanto licor a un cuerpo sin morirse de una sobredosis.
—¿Qué haces aquí?
Aquella voz me hizo saltar sobre mi lugar. Llevé la mano a mi pecho mientras me giraba para encontrarme con la señora del aseo. Era un duende. Sus orejas puntiagudas eran largas y de un tono verdoso, al igual que su viscosa piel. Nunca sonreía. Ni por error.
—Me asustó, señora Bruce. —Me llevé una mano al pecho.
—Me alegra que mi presencia sea lo suficientemente aterradora, señorita D'Allessandre. —Empezaba a creer que había puesto pegamento en su rostro para tener la misma expresión siempre—. Esa puerta no es para visitas. Usted ya lo sabe muy bien.
—¿Qué hay detrás? —pregunté con curiosidad.
—No es algo de su incumbencia, señorita D'Allessandre.
—¿Por qué tanto misterio con una puerta? No es como que sea un cuarto de tortura, ¿o sí? Con mi tía podría esperar cualquier cosa.
—No es algo de su incumbencia, señorita D'Allessandre —repitió lentamente, sin dejar de mirarme—. Vuelva arriba, con su madre, ya mismo. Ella querrá más de su presencia que lo que se encuentra detrás de la puerta, señorita D'Allessandre.
Asentí rápidamente.
—La chica del palacio de los malditos está aquí.
Llevé la mirada a la escalera, donde mi prima Amy se encontraba, recostada en la pared con aires de despreocupación. Negué con la cabeza, yendo en su dirección. No me gustaba para nada que ella llamara de esa forma al palacio de Valtheria, puesto a que eso se decía entre ciudadanos rebeldes del imperio, y que tenía una pena de hasta cuarenta años en una cárcel de máxima seguridad.
—¿Nunca dejarás de decirle así? —Ladeé la cabeza.
—Nunca, prima. —Se burló, llevando un mechón de su cabello castaño detrás de la oreja—. Tu madre te quiere arriba ya mismo.
—Mi madre es una mujer demasiado intensa —declaré, subiendo las escaleras, casi arrastrando los pies—. Solo quiere hablar de maridos. —Respiré pesado, y formé una sonrisa al llegar al piso de arriba—. Quería tomar un respiro, madre. —Me senté, con Amy a mi lado, quien solo se dejó caer como si fuera un hombre—. ¿De qué conversabais?
—Tía Annelisa —emprendió Amy, acomodándose en la silla—. ¿Puedo salir con Cathanna? Será solo un rato, y no iremos muy lejos.
—¿Salir con Cathanna? —Mi madre arqueó una ceja, dejando la taza de café que estaba llena nuevamente a medio camino de sus labios—. ¿Para qué quieres tu salir con ella? No tienes una buena reputación, y Cathanna debe cuidar de la suya a como dé lugar.
—No es como que fuera una vendedora de órganos —explicó Amy, acomodándose los lentes sobre su nariz—. No haremos nada malo. Solo compraremos cosas de mujeres jóvenes, como vestidos, zapatos. Esas cosas que se usan en esta época. Ya sabes, para estar a la moda.
Mi madre soltó una risa baja mientras mi tía negaba con la cabeza y yo abría los ojos de sorpresa, ya que Amy no era precisamente una mujer interesada en la moda, como yo. Se vestía con ropas anchas, de colores que me resultaban espantosos. Sin embargo, guardé silencio, llevando la mirada a mi madre, que la escaneó de arriba abajo como si dudara. Al final suspiró con pesadez y desvió la vista hacia mi tía, que se encogió de hombros antes de darle un sorbo fuerte a su café.
Amy me sonrió y, sin darme tiempo a reaccionar, me tomó del brazo y me arrastró hacia el primer piso. No me negaría a salir; quería comprar vestidos, a pesar de tener mi closet tan lleno que no recordaba cuáles eran los que tenía ahí dentro.
Pensé que subiríamos al carruaje, pero Amy lo esquivó rápido y seguimos en otra dirección, con dos guardias siguiéndonos de manera disimulada. Yo casi no salía del castillo, por una simple razón: lo tenía casi prohibido, a menos que saliera con alguno de mis familiares, con un pelotón detrás que nos limitaba muchas cosas. Solo deseaba conocer una cafetería común, no esas extravagantes a las que ya estaba acostumbrada y amaba. Pero que las amara no significaba que no estuviera aburrida de recurrir únicamente a ellas.
—¿A dónde vamos, Amy? —pregunté, mirando todo con curiosidad. De vez en cuando, mis ojos se encontraban con los de algunas personas que me observaban como si fuera algo de otro mundo, y no sabía cómo sentirme al respecto—. Llevamos varios minutos caminando. Por si no recuerdas, tengo tacones. —Levanté un poco mi vestido, dejando ver mis zapatos claros—. Me duelen los pies.
—Mantén la calma —dijo, sin soltar mi mano. Elevó un brazo, señalando con el dedo una tienda llena de vestidos hermosos—. Vamos a ese lugar. Solo miraremos uno que otro. Es mejor que estar encerrada con mi madre y tu madre hablándote del matrimonio, ¿no lo crees, prima? Estoy siendo muy amable hoy. —Sonrió, y yo asentí.
Llegamos a la tienda y una mujer bien vestida se nos acercó enseguida. Hizo una reverencia, luego miró a Amy de una manera despectiva y a mí me dedicó una sonrisa cortés. Curvé una ceja, relajando mis brazos. Las apariencias sí que hacían una diferencia enorme entre dos personas, y para cuando quise ponerle frente a la mujer, Amy ya se encontraba inclinada sobre uno de los vestidos, mirándolo con curiosidad, y por un instante, me imaginé lo hermosa que se vería con el puesto. Sin embargo, sabía que no le gustaban, y aunque quisiera comprárselo, lo rechazaría sin pensarlo dos veces.
Torcí los labios y llevé la mano a un vestido largo, de un tono pastel que me resultó muy encantador. Había varios vestidos así, y muchos otros que iban por encima de las rodillas a los que ni siquiera me acercaría, ya que no me sentiría a gusto con ninguno de ellos, aunque debía admitir que tenían un diseño más que hermoso.
Le indiqué a la mujer que me apartara ese vestido de inmediato y luego recorrí el lugar, hasta que mis ojos se detuvieron en varios pares de zapatos. Entrecerré los ojos, encantada con lo que veía. Tomé unos y se los mostré a Amy, quien ladeó la cabeza, como si analizara cada detalle, y después asintió con una sonrisa pequeña.
Se los pasé a la mujer, junto con otros cuantos que eran igual de brillantes, como los cristales, y con el sol que hacía, se veían deslumbrantes. Sabía que estaba siendo consumista, pero también sabía que la vida era para aprovecharla, al igual que el dinero que me daban todo el tiempo.
Me llevé un dedo a la boca, mordiéndome levemente la uña de un largo normal, y entonces tomé el vestido que Amy había estado mirando minutos antes y se lo entregué a la mujer.
—En total son ciento cuarenta pesos en oro, señorita —dijo la mujer de la caja registradora, con una sonrisa mientras otra dejaba las bolsas con lo que había comprado a un lado de ella.
—¿En serio? Pensé que sería mucho más caro —respondí mientras abría mi bolso. Removí entre mis cosas hasta sacar una bolsa con monedas Valtherianas en oro, grabadas con el emblema de la Reina Roja, la primera embarcación en pisar estas tierras hacía muchísimos años—. Muy amable de vuestra parte —añadí con una sonrisa, tendiéndole la bolsa que contenía más de doscientas monedas.
Mi mirada se dirigió rápido hacia afuera de la tienda, donde reinaba un gran escándalo que me hizo fruncir el ceño, pero le resté importancia, haciendo una seña a los guardias para que entraran y recogieran cada una de las bolsas. Ellos se miraron con asombro, más enseguida comenzaron a cargarlas en sus manos.
Las mujeres me observaron más tiempo del necesario, quizá reconociendo mi linaje, pues el uniforme de los guardias llevaba en el pecho el escudo de mi familia, demasiado visible como para pasar desapercibido. Les regalé nuevamente una sonrisa y tomé el brazo de Amy para sacarla de la tienda. Ella me miraba con los ojos en grande.
—¿De verdad te compraste tantas cosas como si nada? —Llevó la mirada por arriba de sus hombros, mirando a los guardias—. ¿No te parece que te excediste cuando ya tienes muchas cosas, Cathanna?
—No es para tanto, Amy —dije mientras acomodaba la falda de mi vestido—. Además, todo eso no es solo para mí. Sé que odias los vestidos, pero te compré varias cositas que, estoy segura, se te verían increíbles. —Sonreí de forma pícara, dándole un pequeño empujón.
—Estás loca si crees que voy a aceptar esas cosas.
—No seas aburrida, Amy.
—Amo parecer hombre. Estoy muy bien así.
Rodé los ojos, sin intención de discutir más sobre el asunto. Sabía que no se los pondría, pero al menos quería que los tuviera en su cuarto, por si algún día se daba la oportunidad. La miré de reojo, notando cómo su pequeña nariz se fruncía por culpa del polvo. No era demasiado, pero ella era tan enfermiza que cualquier cosa podía postrarla en su cama durante varias semanas.
De pronto sentí un golpe fuerte que casi me hizo caer, aunque gracias a Amy logré mantener el equilibrio, porque me había tomado del brazo con fuerza. Aquella persona ni siquiera tuvo la decencia de detenerse a pedirme perdón. Lo miré correr detrás de alguien, como si su vida dependiera de ello. ¿Qué les sucedía a las personas de aquí?
—Los cazadores se creen los dueños del imperio —dijo Amy, soltándome despacio—. Les enseñan de todo menos a pedir disculpas.
En cuanto asentí con la cabeza, percibí un fuerte olor a hierro y otros olores que no supe reconocer. Fruncí el ceño de inmediato, escaneando el lugar con la mirada. Dos niñas jugaban a la cuerda despreocupadas, una pareja discutía bajo un árbol y, en una banca cercana, una mujer leía el periódico con absoluta tranquilidad. Nadie más parecía percatarse de aquel aroma invasivo.
—¿Hueles eso, Amy? —Arrugué la nariz.
—¿Qué cosa? —Me miró, con un gesto de confusión.
—Un olor demasiado fuerte. A muchas cosas juntas.
—No huelo nada, prima. Tal vez es solo tu imaginación.
Fruncí el ceño otra vez, alejándome unos pasos de ella. No estaba segura de que fuera solo mi imaginación, ya que ese olor era demasiado fuerte como para haber nacido en mi cabeza. Observé a mi alrededor una vez más en busca del origen de aquel aroma perturbador: la gente iba y venía, las niñas seguían jugando, la pareja discutiendo, y la mujer del periódico no había cambiado de postura.
Entonces sentí una mirada clavarse en mi cuerpo y el corazón saltó de golpe en mi pecho. Me giré lentamente y, en la esquina más oscura de todo ese bendito lugar, había una silueta femenina cubierta de pies a cabeza con un vestido negro que se mecía con el viento.
—Dioses —susurré sin apartar la mirada.
—¿Qué sucede? —Amy me miraba extrañada.
—Solo… caminemos rápido.
—¿Te encuentras bien, Cathanna? —me preguntó Amy, y yo la miré, tragando con mucha fuerza—. Pareces pálida. ¿Quieres agua?
—Yo… —Las palabras se quedaron atoradas en mi garganta y sentí un mareo repentino azotar mi cuerpo—. Vámonos rápido, Amy. Debemos llegar con nuestras madres. Después se preocuparán.
—Eh… vámonos entonces.
Apenas dimos un paso, escuchamos un alboroto cerca. Volteamos al mismo tiempo hacia el lugar de donde provenía. Nunca me había gustado ser una persona entrometida, pero al parecer a Amy sí, ya que me arrastró hasta ahí a pesar de que traté de impedirlo.
Se abrió paso entre la gente y lo que vi me dejó la garganta seca. Estaban golpeando a una mujer con piedras. Mi corazón comenzó a latir rápidamente al conectar sus ojos verdes con los míos. Había sangre en el suelo, en su rostro, en sus manos, en su ropa hecha jirones.
Me cubrí la boca con ambas manos, perpleja. Ella estaba de rodillas, tratando de protegerse con las manos, lo que le resultaba una tarea complicada. Su piel estaba abierta en demasiados lugares, y ver aquello hizo que mi estómago se revolviera con fuerza. A pesar de todo eso, ella seguía respirando. Seguía viva, suplicando por su existencia.
Un hombre detrás de mi le lanzó otra piedra, y la vi volar en un arco casi lento antes de impactar en su hombro. Ella soltó un grito que se metió en el fondo de mi cabeza, dando vueltas. Miré a Amy, quien tenía la mandíbula apretada, unos centímetros apenas delante de mí.
Otra piedra. Otro maldito golpe, y el cuerpo de esa mujer se inclinó hacia un costado, como si ya ni siquiera pudiera sostenerse.
Tragué con fuerza, incapaz de moverme. Mi respiración era un torbellino desordenado y mi estómago se retorcía cada vez más como si quisiera expulsar algo que no estaba ahí. Volví a tragar, asqueada.
Una parte de mi mente —la que había sido educada, obediente, moldeada para seguir las leyes al pie de la letra— me decía que ella había hecho algo terrible para merecer un castigo así, frente a todo el mundo, sin compasión. Pero… frente a mí no había ninguna criminal. No había un ejemplo para escarmentar. Solo había una mujer deshumanizada, tratada como si no fuera persona, sino animal. O eso quería creer. Porque en su mirada… en su mirada solo había malestar.
Comencé a retroceder, tomando el brazo de Amy para alejarnos de esa desagradable escena, pero ella se soltó de golpe y corrió hacia aquella mujer, interponiéndose entre algunas piedras y ella, dejándome sorprendida. Me quedé en blanco cuando se quitó la camisa y se la puso a la mujer rápidamente, quedándose en sostén.
¿Qué estaba haciendo Amy al ayudarla?
Solo estaba provocando que la miraran de esa forma tan horrible. Se levantó junto a la mujer y se volvió hacia la multitud, sin soltarla, y yo me sentí pequeña, insignificante. Parpadeé rápido, confundida. Sin embargo, no me acerqué a ella, fingiendo no conocerla.
—¡Aléjate de esa prostituta sin dignidad! —gritó un hombre a mi lado—. Terminará ensuciándote con su impura sangre de libertina.
—¿Quién os creéis para juzgarla? —replicó Amy, furiosa, con la mirada fulminante—. ¿Acaso alguno de ustedes es un dios puro para decidir sobre su vida? ¿Acaso algo más grande que un venerable dios?
Nadie respondió.
Desvié la mirada, incómoda.
—¿Acaso ustedes poseen un cuerpo libre de toda culpa?
Era la primera vez que veía a alguien defender a una mujer como lo hacía Amy, con esa fortaleza, sin ese miedo a que le hicieran daño. Su mirada iba de un lado a otro, esperando una respuesta que no llegaba. Parecía que nadie iba a decir nada, porque ella tenía razón: no podían juzgar a esa mujer, porque ellos no eran libres de pecado.
—Cathanna —llamó Amy, mirándome—, vámonos.
Hice una mueca de desagrado, volviendo a desviar la mirada. Muchos pares de ojos se clavaron en mí, haciéndome sentir incómoda. No quería que me vieran, no quería escuchar murmullos, mucho menos irme con ellas; no porque hubieran hecho algo malo, sino que… me daba vergüenza. Era una prostituta, una mujer que se vendía.
—Cathanna, vamos —insistió Amy, y yo me encogí, asustada.
Mi corazón latía con tanta fuerza que sentía que en cualquier momento terminaría saliendo de mi pecho. Sin embargo, cerré los ojos por unos segundos, llevando aire a mis pulmones y di un paso hacia delante, dejando de lado mi orgullo, y por un corto instante, mi miedo.
Pero no ayudé a la mujer a caminar como lo hacía Amy; solo caminé adelante, con la vista alzada, tratando de fingir que ellas no estaban conmigo. Sabía que estaba siendo egoísta, pero, Dioses, sentía un remolino de emociones en mi pecho que me hacía sentir vulnerable.
Llegamos a la casa tras unos minutos. Los guardias nos miraban extrañados. Mejor dicho, a Amy; a mí ni siquiera me miraban. Les pedí que me pasaran algunas bolsas y la puerta se abrió cuando me puse delante de ella. Para nuestra suerte, no había nadie ahí, por lo que Amy se apresuró a llevar a la mujer a su alcoba: un espacio amplio, con una cama pequeña, una ventana que daba hacia el palacio y recortes de periódicos en las paredes, cubiertas con pintura azul.
Amy ayudó a la mujer a sentarse en la cama, quien soltó un gemido audible, y yo me pegué a la pared, cruzándome de brazos, incómoda. No sabía qué hacer ni qué decir. Solo me quedé ahí, viendo cómo Amy rebuscaba en su clóset hasta sacar una pequeña caja de metal con utensilios para curar heridas. Se sentó frente a la mujer, preparándose para atenderla, y yo solo hice una mueca de repugnancia.
—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó Amy a la mujer.
—Soy… —Hizo una mueca de dolor, cerrando los ojos—. Soy Willoden Danconty.
—¿Puedo saber por qué…? —Amy guardó silencio.
—Mi esposo les dijo a todos que soy una prostituta barata —reconoció Willoden, abriendo los ojos despacio y clavó la mirada en Amy—. No sé por qué lo hizo… Creo que ya estaba aburrido de mí, y claro, la única forma de dejarnos es que uno de los dos esté muerto. Supuso que decirle a todos que yo era una prostituta que lo engañó resultaba más fácil que admitir que ya no le sirvo como mujer.
—¿Qué hiciste para que él ya no te quisiera como mujer? —me atreví a preguntar, y al instante me arrepentí.
—¡Cathanna, Dioses! —exclamó Amy, mirándome con enojo—. ¿Puedes dejar de ser tan imbécil por un momento en tu vida?
Apreté los labios, sintiéndome herida por sus palabras. Un calor embarazoso me subió por el rostro y mi corazón comenzó a latir con fuerza. Por un instante, quise desaparecer, desaparecer de su mirada y de su reproche. Pero, a pesar del dolor, algo en mí sabía que Amy tenía razón; no había sido el momento ni la manera de preguntar.
—Definitivamente, callada te ves más bonita —finalizó Amy, volviendo a concentrarse en Willoden—. ¿Cómo se te pudo ocurrir eso?
Su comentario me hizo parpadear, y por un segundo, una mezcla de incomodidad y sorpresa me recorrió. Relajé los hombros de golpe, mirándola con una expresión dolida. Pero ella no me estaba mirando; seguía curando las heridas de esa mujer. Quise decir algo, pero sabía que si abría la boca terminaría arruinándolo aún más, así que le hice caso y me quedé en silencio, procurando solo verme bonita.
—Espero que te mejores —le dije a Willoden, tratando de sonreír con amabilidad—. Y aunque ese esposo tuyo ya no te quiera como mujer, puedes quererte a ti misma; así no necesitarás el amor de ningún hombre. Amy, Willoden, me despido de ustedes. Debo volver ya con mi madre.
Hice una reverencia pequeña y salí rápido de la alcoba antes de que pudieran decir algo. Me sentía incómoda como nunca, con una sensación que me apretaba el pecho, junto con un torbellino en la mente. Ni aunque agitara la cabeza, tratando de disipar los pensamientos, se iban. Tuve que disimular muy bien cuando llegué con mi madre, que aún hablaba con mi tía de quien sabe qué cosas. Ella me miró un segundo y volvió a concentrarse en su charla.
Por mi parte, no podía dejar de pensar en esa mujer siendo envuelta por esa desagradable escena, hasta que una comezón empezó en mi brazo izquierdo, como una culebra que primero iba despacio y después aumentaba la velocidad para atacar. Lo rasqué con molestia, solo un poco, lo suficiente para no dejar ninguna marca notoria en mi piel, pero la sensación no se iba. Con el pasar de los segundos solo se hacía más intensa, y no me gustaba nada.
Rápidamente le pedí un vaso con agua a la servidumbre que estaba parada a un costado de la habitación como si de una estatua se tratara, y luego de unos minutos —que se sintieron demasiado eternos para mí— ella por fin llegó. Tomé el vaso y entonces un corrientazo me hizo apretar el vaso con más fuerza. Respiré hondo, bajando la mirada para que nadie se diera cuenta.
—Ya es momento de que Cathanna y yo volvamos al castillo —informó mi madre, arrastrando las palabras con esa elegancia inapta a lengua—. Fue un gusto verte luego de tantos días, hermana. —Le dio un abrazo rápido, y después me miró, esperando que hiciera lo mismo—. Cathanna… despídete.
Dejé el vaso en la mesa y me levanté para ir con mi tía, quien me dio un abrazo enorme, como si de verdad se sintiera triste porque me fuera.
—Me alegró mucho verte, tía —susurré, torciendo los labios un poco por la bendita sensación en mi brazo que no disminuía.
—Cuídense mucho —dijo ella, separándose de mí, con una sonrisa que no le llegaba a los ojos; tan falsa como lo era ella—. Cathanna, mi niña. Me alegro demasiado por vuestro compromiso. —Me tomó ambas manos y les dio un leve apretón—. Estoy segura de que serás una buena esposa.
—Gracias, tía. —Me obligué a sonreír—. Haré todo lo que está en mis manos para que mi esposo no se aburra de mí. Es una promesa.
Ella sonrió un poco más y volvió a abrazarme.
Mi madre y yo nos dimos la vuelta y nos alejamos de ella. Mientras caminábamos, sentí una tensión en las piernas que me hacía sentir débil, casi enferma. No entendía por qué, si hacía media hora estaba bien. Mi madre me miró de reojo y yo sonreí sin mostrar los dientes, y cuando llegamos al carruaje observé por última vez la casa, recordando que ahí dentro estaban Amy y esa mujer a la que había decidido salvar con una valentía envidiable.
El carruaje comenzó a moverse y me obligué a mirar al frente, donde mi madre leía el periódico, ignorándome por completo, y solté un suspiro pesado.