Doce Años En La Sombra

Punto de vista de Sofía

Desde que conocí a Alexander D'Angelo, mi vida ha sido un vaivén de emociones. Su presencia y su carácter me han atraído hasta él de una forma que no puedo describir.

Todos estos días me he estado dejando llevar por mis sentimientos, aunque había una realidad que no podía ignorar: mi compromiso con Felipe Andrade, el hijo mayor de esa familia tan amiga de la mía.

Ese compromiso estaba oculto, debido a que ambas familias no querían publicidad. Ellos tenían sus propios planes y mi opinión no importaba.

Ese día Alexander me invitó a su penthouse. No quería aceptar, no podía hacerlo. Sin embargo, él insistió, lo que me hizo terminar yendo a ese lugar. Una decisión de la cual pronto me arrepentiría.

La noche iba bien. Habíamos hablado de nuestros gustos y preferencias, pero las cosas tomaron otro rumbo cuando él me besó y yo correspondí a su beso. No supe en qué momento llegamos a la habitación. Para cuando me di cuenta, las cosas habían pasado a otro nivel y, aunque moría por que tomara mi cuerpo, también sabía que no podía engañarlo.

Reuniendo todas las fuerzas que pude, lo alejé de mí, diciéndole que eso no estaba bien. Me dispuse a salir corriendo, pero él me lo impidió. Y fue entonces cuando le confesé la verdad: le confesé que yo estaba comprometida.

En un instante, vi cómo sus ojos, que en un principio estaban cargados de deseo, pasaron a ser fríos. Su reacción me asustó mucho, activando mi instinto de supervivencia. Quise salir del penthouse, pero él me detuvo, tomando mi brazo. Sus palabras me hirieron profundamente. Él me arrastró de vuelta a la sala, ordenándome que me sentara en el sillón. Las súplicas no funcionaban, solo avivaban esa furia en sus ojos que no había visto antes.

—Déjame ir, Alexander —rogué, sintiendo las lágrimas—. Sabes bien quién es mi padre y si me haces algo...

—¡Calla! Sé muy bien quién es el maldito de tu padre y déjame decirte que no le temo. Ustedes son los que deberían tenerme a mí.

La ira en su rostro era cegadora, y por un momento, creí que iba a golpearme. Me encogí, pero él respiró hondo, logrando controlarse. La calma que regresó a sus ojos era peor que la rabia; era la calma de un depredador que acababa de decidir el destino de su presa.

—Te tengo una propuesta y estoy seguro de que no la rechazarás —dijo, mirándome fijamente. Su voz era baja, pero cada palabra cayó sobre mí como hielo—. En este momento, tengo el poder de salvar o destruir a tu familia. Y está en tus manos su destino.

Me quedé sin aliento. ¿De qué estaba hablando? ¿Salvar o destruir? Era absurdo, pero la seriedad con la que lo dijo me hizo sopesar sus palabras. ¿Cómo podía Alexander D'Angelo tener tanto poder de repente?

—Diga lo que tenga que decir rápido —conseguí articular, sintiendo que una punzada de odio me perforaba el pecho. Él era un monstruo.

—Tú —dijo, acercándose a mí, su voz se hizo un susurro gélido—. Tú eres el precio.

No entendí. Mi mente estaba bloqueada por el miedo.

—No te estoy pidiendo dinero ni acciones. Te estoy pidiendo a ti. Deja al hijo de Andrade. Cancela esa boda de mierda. Quiero que te conviertas en mi mujer, públicamente.

La propuesta me golpeó con la fuerza de un puñetazo. Era una locura, un chantaje.

—¡Estás loco! ¿Crees que puedes obligarme? —grité, sintiendo que la incredulidad me quemaba la garganta.

—Puedo. Y lo haré. Ahora mismo, tu padre está de rodillas, rogando que lo salve de la ruina que le ha provocado la firma de abogados Mauricio Hernández. Yo soy el único que tiene el capital para rescatarlo, y él me lo va a entregar todo a cambio de un puesto como asesor.

Mi padre... ¿Mauricio Hernández? Los nombres giraban en mi cabeza.

—Pero, antes de firmar el rescate, necesito una garantía adicional. Necesito asegurar que la familia Montenegro y la familia Andrade jamás volverán a unirse. Y tú, Sofía, eres el mejor seguro. Acéptame, cásate conmigo, y el imperio de tu padre vivirá.

Sentí un frío aterrador. Este no era Alexander, el hombre vulnerable que me había abierto su corazón. Este era un demonio.

—Recházame, y Elías y el bastardo de Andrade perderán todo mañana. Su apellido será sinónimo de cárcel y de estafa. ¿Entiendes ahora quién tiene el poder? —Su voz final fue una sentencia de muerte.

Me quedé en silencio, incapaz de moverme o de respirar. La imagen de mi padre humillado, la fundación desprotegida, y la ruina total de mi familia... todo por culpa de este hombre. Yo era su salvavidas, o su herramienta de destrucción.

Mi destino estaba sellado.

Me quedé sentada, la vista borrosa, sintiendo que la sangre se drenaba de mi rostro. La idea de que Alexander D’Angelo, el hombre con el que había compartido un beso desesperado hacía minutos, fuera el verdugo de mi familia, era una locura. Pero la intensidad de sus palabras y la mención de Mauricio Hernández sonaban demasiado reales.

La fundación. Eso fue lo que me obligó a hablar. Si mi padre caía, la fundación caería con él. Esos niños volverían a las calles.

—¿Y si me caso contigo... qué pasará con la fundación? —pregunté, mi voz apenas un hilo tembloroso.

Alexander sonrió, pero esa sonrisa no llegó a sus ojos. Era una mueca de victoria.

—La fundación no solo vivirá, Sofía. Recibirá la mayor donación que jamás haya visto. Yo me encargaré personalmente de que no les falte nada. Seré tu protector. Y tu carcelero.

Cerré los ojos, sintiendo que una parte de mí moría. Él había apuntado justo a mi punto más vulnerable.

—Acepto —susurré, sintiendo el sabor amargo de la derrota en la boca—. Me casaré contigo. Pero si le haces daño a mi padre o a la fundación, te juro que...

—No jures nada —me interrumpió, su tono volviendo a ser el frío y profesional de la oficina—. Solo tienes que cumplir tu parte. Olvídate de Felipe Andrade. Olvídate de todo lo que conocías. Mañana a primera hora, anuncias que nuestro compromiso es oficial. Y por tu bien, haz que parezca que estás enamorada.

Me soltó el brazo. Me levanté tambaleándome.

—¿Puedo irme?

—Por supuesto. Te llevaré a casa. Necesito unirte a mi familia cuanto antes.

El viaje de regreso fue una tortura silenciosa. Mi corazón latía contra mis costillas, no de pasión, sino de pánico. Al llegar a la mansión Montenegro, apenas pude caminar.

Elías estaba en la sala, caminando en círculos, con el teléfono pegado a la oreja. Me vio entrar y colgó de golpe.

—¡Sofía! ¿Dónde estabas? ¡Llegaste a una hora inusual! —exigió, sin darse cuenta de mi estado.

—Papá, tenemos que hablar —dije, sintiendo que la voz me fallaba—. Estoy comprometida.

La cara de mi padre se transformó en una mezcla de confusión e histeria.

—¿Comprometida? ¿De qué demonios hablas? ¡Estás comprometida con Felipe!

—No. Ahora estoy comprometida con Alexander D'Angelo. Y vas a hacer que parezca una boda de amor, porque, si no lo haces, papá, nos vamos a ir a la ruina, los dos.

El rostro de Elías se puso blanco, dándose cuenta de que la jugada del "salvador" se había convertido en una condena. Alexander D'Angelo no solo había comprado su empresa, también me había comprado a mí.