Dayana, una loba nómada, se ve involucrada con un Alfa peligroso. Sin embargo un pequeño bribón hace temblar a la manadas del mundo. Daya desconcertada quiere huir, pero termina en... situaciones interesantes...
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Cap. 9 Les presento a mi hijo.
El vehículo principal se detuvo frente a la gran escalinata de entrada. La puerta se abrió y Lycas salió primero. Su presencia, siempre magnética, pareció amplificarse en su territorio. Erguido, con la cicatriz de su costado como una medalla de guerra, escaneó a su manada con una mirada desafiante que silenció cualquier murmullo al instante. Reafirmó su dominio sin decir una palabra.
Luego, se giró y extendió una mano hacia el interior del vehículo.
Dayana, con el corazón latiéndole como un tambor de guerra, tomó aire. Aferró a un Óscar asustado y wide-eyed contra su pecho, envolviéndolo en un abrazo protector. Sabía que este momento definiría todo. No era solo llegar; era ser aceptada o al menos, tolerada para garantizar la seguridad de su hijo.
Con la dignidad que pudo reunir, salió del coche, ignorando la mano de Lycas. No como una Omega sumisa, sino como una madre protegiendo a su cría. Su postura era recta, su mirada, aunque asustada, no se desvió. Sintió el peso de cientos de ojos sobre ella, escudriñando cada detalle, midiendo su valor, buscando debilidades. El murmullo resurgió, ahora cargado de sorpresa, desaprobación y, aquí y allá, un asomo de respeto por su valentía.
Lycas no frunció el ceño por su rechazo. En cambio, una chispa de algo parecido a la aprobación brilló en sus ojos grises por un instante. Quizás la sumisión tenía su lugar, pero aquí, frente a la manada, se necesitaba fuerza.
—¡Manada de los Colmillos Plateados! —declaró su voz, potente y resonante, llenando cada rincón del patio.
—Les presento a mi hijo. Óscar. Mi sangre y mi heredero.
No presentó a Dayana. No la nombró. Pero al colocar al niño en el centro, aferrado a ella, su mensaje era claro: donde va el heredero, va su madre. Era una protección tácita, pero frágil.
La multitud rugió una mezcla de aclamación genuina y reconocimiento forzado. Pero entre los vítores, Dayana pudo ver las miradas asesinas, los rostros endurecidos que prometían problemas. Sabía, con una certeza que le heló la sangre, que su lucha no había terminado. Acababa de entrar en la guarida del lobo, y muchos ansiaban verla devorada.
El verdadero desafío empezaba ahora.
La gran puerta de roble tallado de la mansión se abrió con una solemnidad que hizo eco en el silencio expectante del patio. Y entonces, ella apareció.
Octavia, Madre Luna de los Colmillos Plateados, era una visión. Su cabellera pelirroja, como llamas capturadas en seda, caía en ondas perfectas sobre sus hombros. Su piel, pálida y suave como porcelana, parecía no haber sido tocada por el tiempo, y su porte era tan regio y erguido que hacía que el mismo aire se volviera más formal a su alrededor. Sus ojos, del mismo gris tormentoso que los de su hijo, pero con una profundidad añadida de décadas de sabiduría y poder, barrieron la escena con una calma aterradora.
Su mirada se posó primero en el pequeño bulto en brazos de Dayana. Óscar. Se acercó con pasos lentos y deliberados, cada uno resonando con autoridad. No necesitó olfatear; la evidencia era incontrovertible. El niño era pelirrojo. Era de su linaje. Un espejo viviente de cómo ella misma había lucido de pequeña. Una ola de posesivo orgullo, feroz y ancestral, barrió por ella al ver a su heredero.
Luego, y solo entonces, desvió su mirada hacia Dayana.
Sus ojos grises, agudos como diamantes, escudriñaron a la joven Omega de arriba abajo, sin prisa, sin piedad. No podía negarlo, la belleza de la muchacha era impactante. Un rostro de facciones impecables, casi divinas, enmarcado por ese cabello castaño oscuro. Y esos ojos... color miel profunda, grandes y expresivos, que incluso ahora, brillando con una mezcla de miedo y determinación, destellaban con una luz propia. Hacía mucho tiempo que no veía una Omega con una belleza tan pura y salvaje.
Sin embargo, la admiración estética fue instantáneamente ahogada por un frío y profundo resentimiento. Esta belleza, esta joven, le había robado años con su nieto. Le había negado su derecho de abuela, de Madre Luna. Le había ocultado el futuro de su propia manada. El hecho de que hubiera escondido a Óscar durante tanto tiempo le irritaba de sobremanera, envenenando cualquier posible simpatía.
Antes de que pudiera pronunciar una palabra, llegaron refuerzos a su frío recibimiento. Las dos hermanas menores de Lycas, Ariadna y Selene, irrumpieron en el vestíbulo como un torbellino de sedas caras y perfumes acremente dulces. Sus miradas, idénticas en su frívola dureza, se clavaron en Dayana con una irritación apenas disimulada.
Ellas tenían otros planes. Planes meticulosamente urdidos que involucraban una boda conveniente para su hermano con la hija de un Alfa aliado poderoso. Una unión que fortalecería su estatus, sus "círculos de amistades" y su influencia dentro de la manada. La llegada de esta Omega desconocida con un hijo ilegítimo, aunque innegable, era un obstáculo monumental para sus ambiciones.
—Madre —dijo Ariadna, la mayor, con una voz dulce como la hiel.
—Qué... interesante sorpresa nos ha traído Lycas.
—Sí —añadió Selene, mirando a Dayana como si fuera una mancha de barro en su alfombra persa.
—Aunque uno esperaría que algo tan... importante... se maneje con algo más de ceremonia.
Pero mientras lanzaban sus dardos envenenados, Octavia, con su ojo experto, vio más allá de la fachada de Dayana. La postura sumisa era una máscara demasiado delgada. Debajo, en la forma en que sus pies estaban firmemente plantados en el suelo a pesar del miedo, en la manera en que sus ojos no se apartaban, aunque bajara la mirada, en el aura silenciosa, pero indómita que la rodeaba, la Madre Luna intuyó la verdad.
Esta Omega no era como las demás. No era dócil. No estaba domesticada. Era nómada y salvaje. Y una loba nómada era una incógnita peligrosa. Significaba que no respondía a sus leyes, a sus estructuras, a sus amenazas veladas. Significaba que su lealtad no se ganaba con órdenes, sino con respeto. Que su sumisión no era natural, sino táctica.
Y eso la convertía en el elemento más impredecible y potencialmente volátil que hubiera entrado en su territorio en décadas. Octavia no sabía si aplaudir la elección instintiva de su hijo o prepararse para el caos que esta mujer, con su belleza divina y su espíritu indomable, inevitablemente traería consigo.
El juego de poder dentro de los Colmillos Plateados acababa de adquirir una nueva y peligrosa pieza. Y todos, desde la Madre Luna hasta las hermanas intrigantes, lo sabían.