Erick un antiguo detective retirado es una persona obsecionada con un caso de desapricion del pasado resibe una misteriosa llamada anonima que lo llevara a volver al caso, el inicio que comenzo con esta llamada lo metera a los planes de una organizacion que nos dice que el secuestro de laura no es tan simple como parece
La historia está hecha para que te preguntes si hubieras seguido las decisiones que Erick toma a lo largo de la historia
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Fue tu culpa que se divorciaran
María, tras un largo silencio, durante el cual sus dedos siguieron trazando las líneas del medallón con la lupa, finalmente habló. Su voz, aunque tranquila, reflejaba una preocupación que no había pasado desapercibida. "He encontrado algo", dijo, su mirada fija en el medallón, "una dirección, grabada de manera casi imperceptible en la parte trasera. Pero...", su voz se volvió más baja, cargada de una inquietud palpable, "esto es más grande de lo que pensábamos. Mucho más peligroso.
Déjame encargarme de esto. Deja que la policía se haga cargo de las nuevas pistas. Es demasiado arriesgado que sigas involucrado." La preocupación en su voz era evidente, una mezcla de cuidado por ti y un reconocimiento de la magnitud de la amenaza que se avecinaba. El peso de su petición se asentaba como una losa sobre ti. Confiabas en María, en su experiencia, en su capacidad para lidiar con la corrupción y el peligro latente.
Pero renunciar al control, ceder la investigación a la misma institución que posiblemente había encubierto la desaparición de Laura en su momento, era un sacrificio difícil. La imagen de la pequeña Laura, su rostro fantasmal en el retrato descolorido, flotaba en tu mente. La necesidad de justicia, la obsesión por encontrar la verdad, te impulsaban a seguir adelante. Sin embargo, la gravedad de la mirada de María, la seriedad en sus palabras, te recordaban el peligro real que implicaba seguir adelante solo. El silencio se prolongó, un silencio pesado y lleno de implicaciones, mientras luchabas contra la necesidad de aferrarte a la investigación y el deber de confiar en la decisión de María.
Te niegas. La frase escapa de tus labios con una firmeza que sorprende incluso a ti mismo. La imagen de Laura, pequeña y vulnerable, se superpone a la preocupación en los ojos de María. La lógica, la prudencia, las advertencias… todo se desvanece ante la fuerza visceral de tu obsesión.
La atmósfera cambia instantáneamente. La calma anterior se evapora, reemplazada por una tensión palpable que vibra en el aire entre ustedes dos. El silencio que te había aplastado momentos antes ahora se siente diferente, cargado de electricidad contenida, a punto de estallar.
María, acostumbrada a tu terquedad, a tu obsesión enfermiza, no se sorprende tanto como se decepciona. Su rostro, antes preocupado, ahora se endurece, una máscara de frustración y resignación reemplaza la preocupación anterior. Sus ojos, antes llenos de una mezcla de cuidado y miedo, se tornan gélidos, como el acero pulido.
“Erick,” dice, su voz baja y controlada, pero con una punta de acero que te corta como un cuchillo. “No puedo creer que estés haciendo esto. Después de todo lo que hemos pasado, después de… de todo lo que sabemos, ¿sigues eligiendo este camino?”
El “todo” al que se refiere es un universo entero de peleas pasadas, de discusiones acaloradas que terminaron en golpes y silencios glaciales. Peleas que nacieron de tu obsesión, de tu incapacidad para desconectar, para separar tu vida personal de tu trabajo, de tu necesidad enfermiza de controlar cada detalle, cada variable, hasta el punto de asfixiarla.
La conversación se convierte en un grito, una descarga de años de frustración contenida. Las palabras salen con furia, como balas, hiriendo con precisión quirúrgica los puntos más sensibles de la relación. Acúsas a María de ser demasiado burocrática, de estar ciega ante la corrupción que sospechas en la policía, de no comprender la profundidad de tu compromiso, de no ver la niña detrás del caso. Ella te ataca por tu obsesión, por tu falta de autocontrol, por tu incapacidad para soltar, para sanar. Es una pelea brutal, una repetición de escenas que ambos conocían demasiado bien, un torbellino de reproches y acusaciones. Las voces se elevan, las palabras se cruzan y chocan, como fragmentos de vidrio roto.
El recuerdo del pasado se mezcla con el presente, las lágrimas y el dolor de la ruptura con la furia de la nueva crisis. La habitación, antes un refugio de calma, se convierte en un campo de batalla. Al final, exhaustos y magullados, tanto física como emocionalmente, callan. El silencio que queda es profundo, más profundo y más pesado que el anterior. María te mira, la decepción grabada profundamente en sus ojos. No hay arrepentimiento en tu expresión, solo una determinación férrea que la deja sin palabras. Sabes que has perdido, no sólo esta batalla, sino una parte más importante de tu relación. Pero la posibilidad de encontrar a Laura, de resolver el enigma que te ha atormentado durante una década, continúa impulsándote.
El golpe de la puerta al cerrarse resuena en el silencio, un eco que amplifica la soledad que te envuelve. Observas el medallón en tu mano, el oro frío contra tu piel. La dirección, imperceptible incluso bajo la lupa experta de María, sigue siendo un enigma. Sus ojos llorosos, el rastro de dolor y decepción en su rostro, se quedan grabados en tu memoria.
La rabia, la frustración, el peso de la culpa; todo se junta en un nudo en tu estómago. La alianza, tan frágil y recién forjada, se ha roto. De nuevo estás solo. La información crucial, a un paso de tus dedos, se ha desvanecido con ella, llevándose consigo no solo una pista vital, sino también la esperanza de colaboración.
El apartamento, que antes se sentía como un espacio de trabajo, ahora parece una cárcel. Cada objeto –el juguete desgastado de Laura, el retrato descolorido, la caja metálica oxidada– se convierte en un símbolo de tu fracaso, un reflejo de tu obsesión que ha alejado a los que te quieren, a los que podrían ayudarte. El silencio te envuelve, un manto pesado y opresivo, interrumpido solo por el tic-tac implacable del reloj silencioso en la pared, un latido constante que marca el ritmo de tu desasosiego. La dirección, una simple secuencia de números y letras, ahora es un fantasma, una pieza perdida del rompecabezas que se niega a revelarse.