ERICK

ERICK

Tu eres Erick

La fría brisa nocturna acaricia tu rostro, Erick, mientras te encuentras de pie frente a la casa abandonada de la calle Willow Creek. El silencio, roto solo por el chirrido de las hojas secas bajo tus botas de cuero, es tan denso como la niebla que se aferra a las ruinas de este suburbio olvidado. Tus músculos, cincelados por años de ejercicio compulsivo, se tensan bajo la fina tela de tu gabardina. Tus ojos, de un gris penetrante, escanean cada detalle de la fachada deteriorada, buscando alguna anomalía, alguna pista que se haya resistido al paso del tiempo. El trastorno obsesivo compulsivo, tu maldito compañero inseparable, te impulsa a revisar cada grieta en la pared, cada fragmento de cristal roto, una y otra vez. La meticulosidad es tu escudo, tu fortaleza en este mundo sombrío.

Han pasado diez años desde la desaparición de Laura Miller, una niña de ocho años cuyo rostro, aunque borroso por el tiempo, aún te persigue en tus pesadillas. Diez años de silencio, de frustración, de la corrosiva culpa que se ha convertido en la banda sonora de tu retiro forzoso. La investigación se cerró sin respuesta, archivada como un caso frío, un fracaso que se te clava como una astilla en el alma. Pero el silencio se ha roto. Una anónima llamada, una pista vaga, un trozo de información que ha resurgido de las profundidades de este suburbio en decadencia, te ha traído de vuelta a esta escena del crimen silente.

El aroma a humedad y a decadencia llena tus pulmones. Sientes el peso de la responsabilidad, la presión implacable de la verdad que se resiste a ser desenterrada. Las sombras que danzan en las paredes parecen susurrar secretos, acusaciones, promesas de un peligro que se cierne a tu alrededor. Este no es simplemente un caso sin resolver; es tu obsesión, tu penitencia, tu redención potencial. La tranquilidad de tu retiro se ha transformado en una carrera contra el tiempo, una cacería donde tú eres el cazador, y la verdad, un presa escurridiza y peligrosa.

La puerta, podrida y desvencijada, cede con un crujido que resuena en el silencio sepulcral de la casa. El polvo, grueso y oscuro, se levanta con cada paso que das, formando una nube opaca que te impide ver con claridad. El aire está cargado de un olor a humedad y a algo más… algo rancio, algo que recuerda a la descomposición. Tu linterna corta la oscuridad, proyectando un círculo de luz débil que apenas alcanza a iluminar los muebles destrozados y cubiertos de telarañas. Los restos de una vida rota se esparcen ante tus ojos: un juguete desgastado en un rincón polvoriento, un retrato descolorido en la pared, un libro abierto en una mesa tambaleante. Cada objeto es un fragmento de un pasado que te esquiva, un susurro que no llega a ser una palabra completa.

Un escalofrío, que no tiene nada que ver con el frío nocturno, te recorre la espalda. No es solo la atmósfera lúgubre de la casa; es una sensación profunda, una presencia invisible que te observa desde la penumbra. Sientes el peso de los años acumulados en estas paredes, los ecos de los gritos silenciados, las lágrimas derramadas en la oscuridad. La casa respira, te envuelve, te susurra sus secretos a través de sus grietas y sus cicatrices.

En el centro de la habitación, un par de zapatos para niña, diminutos y rotos, yacen olvidados sobre el suelo desgastado. Son un recuerdo cruel, un símbolo tangible de la infancia interrumpida, el silencio roto por una ausencia eterna. Los observas, analizando cada detalle, notando la tela deshilachada, el color desvaído, los rastros de barro casi irreconocibles. Son una pieza más del rompecabezas, pero también un golpe directo a tu obsesión, un recuerdo doloroso que revive tus peores miedos. El orden obsesivo con el que tratas de organizar tu vida, se tambalea ante la evidencia caótica del dolor ajeno.

Tus dedos, endurecidos por años de investigaciones y noches sin dormir, rozan la gastada tela de los zapatos de niña. La textura áspera se siente extraña bajo tus yemas, una textura que evoca la fragilidad de la infancia y la dureza de la pérdida. Están cubiertos de una fina capa de polvo, pero incluso así, puedes sentir la ligereza de su material, la falta de cualquier refuerzo. Son zapatos baratos, casi desechables, los que cualquier niño pobre de este barrio habría usado. La tela está deshilachada en los bordes, y hay una pequeña mancha oscura en la puntera del zapato derecho, una mancha que se niega a ser identificada.

Te inclinas, examinando la mancha con la linterna. Es pegajosa al tacto, y un ligero olor a tierra húmeda emana de ella. No es sangre, eso lo sabes con certeza. Pero la naturaleza de la mancha resiste tu escrutinio. Un hilo fino, apenas visible, está adherido a la mancha.

Lo recoges con cuidado, un pequeño y frágil fragmento que quizás guarde la clave para el misterio que te ha atormentado durante una década. Sientes un hormigueo familiar en tus manos, el comienzo de la compulsión de orden; necesitas limpiar la suciedad de tus dedos, deshacerte de la sensación pegajosa que te ha dejado la mancha. Pero la imagen de esos zapatos diminutos, abandonados en el silencio de una casa olvidada, sigue grabada en tu mente. El orden se ha vuelto a romper, el caos se niega a ser contenido.

"¿Quién dejó esto aquí?"

La pregunta, apenas un susurro en el silencio de la casa abandonada, cuelga en el aire como una exhalación fantasmal. No esperas una respuesta, claro. Nadie está aquí. O eso crees. La atmósfera se vuelve aún más opresiva, como si la misma casa hubiera respirado profundamente para responder a tu pregunta, un suspiro de piedra y polvo antiguo.

El eco de tu voz, débil y casi imperceptible, se mezcla con el crujir de la madera vieja y el susurro del viento filtrándose por las ventanas rotas. Sin embargo, una sensación inquietante te envuelve. No es solo la soledad de la casa, sino una sensación de ser observado, de que una respuesta, aunque silente y sutil, te ha llegado. El polvo parece danzar en los rayos de tu linterna, dibujando formas y sombras fugaces que podrían ser… interpretaciones, ilusiones de tu propia mente obsesionada? O… algo más?

La pregunta, inocente en su simplicidad, ha abierto una grieta en la quietud, desenterrando una tensión que se había mantenido a raya hasta ahora. Sientes la presión de un misterio que se intensifica, una presión que va más allá del caso de Laura Miller, una presión que apunta a algo más grande, más profundo y más oscuro que habías imaginado. El hilo que has encontrado adherido a la mancha en los zapatos de niña, se tensa en tus dedos, como un hilo que conecta este lugar con algo siniestro e ineludible.

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