Emiliano y Augusto Jr. Casasola han sido forjados bajo el peso de un apellido poderoso, guiados por la disciplina, la lealtad y la ambición. Dueños de un imperio empresarial, se mueven con seguridad en el mundo de los negocios, pero en su vida personal todo es superficial: fiestas, romances fugaces y corazones blindados. Tras la muerte de su abuelo, los hermanos toman las riendas del legado familiar, sin imaginar que una advertencia de su padre lo cambiará todo: ha llegado el momento de encontrar algo real. La llegada de dos mujeres inesperadas pondrá a prueba sus creencias, sus emociones y la fuerza de su vínculo fraternal. En un mundo donde el poder lo es todo, descubrirán que el verdadero desafío no está en los negocios, sino en abrir el corazón. Los hermanos Casasola es una historia de amor, familia y redención, donde aprenderán que el corazón no se negocia... se ama.
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Pollitos tensos
Dos años después de que Emiliano y Augusto tomaron las riendas de Global Holdings, fueron a la hacienda a recordar el segundo aniversario de la muerte de su abuelo, Augusto Casasola. El les había dado la empresa ocho meses antes de fallecer, dejando un gran peso sobre sus hombros.
El sol caía suave en la hacienda, pintando todo de dorado, como una postal. Los niños reían y Bruno, el bull terrier blanco con manchas negras, ladraba y corría por el jardín.
—¡Bruno, ven, te pondré la falda! —gritaba Adalid, una niña de cinco años con trenzas y un vestido lleno de pasto. Tenía una falda rosa con huesitos blancos.
Alexis, su hermano de siete años, la seguía con un frasco de esmalte fucsia.
—¡Ya le pintamos las uñas y las cejas! ¡Falta la falda! —decía riendo.
Bruno corría con la lengua afuera y las patas sucias, esquivando las sillas, mientras los adultos reían. La abuela Analía se tapaba la boca con una servilleta.
—¡Esa niña es como su madre de pequeña! —dijo con nostalgia.
Mariana, a su lado, asintió y le dio ensalada a su esposo Emilio.
—No sé de dónde sacó lo de vestir a Bruno —dijo Mariana, aunque recordaba haberle hecho un cambio de look a su poni cuando tenía la edad de Adalid.
Augusto, el tío consentidor, levantó su copa de vino.
—Les di el perro, pero no pensé que lo disfrazarían —bromeó, causando risas.
Emiliano, con su cabello perfecto y camisa blanca, sonrió.
—Bruno necesitará terapia canina después de esto.
—Y una manicure semanal —añadió Alexis.
Analía los miró con cariño. En esos momentos, sentía que su familia, a pesar de la falta de su esposo, lo compensaba todo, llena de amor.
El comedor estaba lleno de risas y el sonido de la familia reunida. Era un almuerzo tradicional en la hacienda, con comida abundante y conversaciones sobre anécdotas, negocios y chismes.
Martín Casasola, el patriarca, se servía vino cuando su celular vibró.
Todos seguían hablando, pero cuando Martín revisó el número y se levantó, el ambiente cambió.
—¿Todo bien, papá? —preguntó Emiliano.
Martín contestó el teléfono.
—¿Sí? —dijo con voz seria.
Analía entrecerró los ojos, sonriendo. Sabía de qué se trataba la llamada.
Martín escuchaba, mirando a sus hijos menores: Emiliano y Augusto. Ellos charlaban, pero al sentir la mirada de su padre, se detuvieron.
—¿Qué pasa? —preguntó Augusto.
Martín colgó y se sentó, midiendo cada movimiento.
El silencio era palpable. Analía bebió agua, divertida, mirando a Dalia la madre de los muchachos.
—¿Quién era? —insistió Emiliano.
Martín apoyó las manos en la mesa y respiró hondo.
—Era el abogado de tu abuelo, está en camino —dijo.
Un murmullo recorrió la mesa. Mariana soltó su tenedor. Analía movió su copa.
—¿Y qué quería? —Augusto preguntó con sospecha.
Martín los miró con orgullo.
—Dijo que es el momento. Que se activó la última cláusula del testamento.
—¿Qué cláusula? —preguntó Emiliano.
Analía rió.
—La que los hará los nuevos herederos del imperio Casasola —anunció.
Augusto parpadeó. Emiliano se quedó sin palabras.
Martín, mirando a sus hijos y a su madre, tomó la mano de Dalia. —Es hora de que hagan su propia historia. No pueden vivir como adolescentes empresarios. Ya tienen la empresa y el apellido, ahora les falta un hogar.
Los hermanos se miraron. Algo en sus ojos indicaba que esas palabras habían calado hondo.
—¿Hablas en serio? —preguntó Mariana.
Martín asintió.
—Sí, creo que su abuelo lo planeó todo. La empresa es suya, pero hay una última cláusula, esperemos al abogado para saber de qué se trata —dijo Martín.
—¿En serio, papá? —dijo Emiliano.
—Sí. Han trabajado duro, han cometido errores, pero han demostrado carácter. Es hora de que lideren y formen sus familias.
Analía aplaudió.
—Felicidades, herederos —dijo, levantando su copa—. Ahora empieza lo difícil.
La mesa se llenó de preguntas y expectativas. Martín se mantuvo sereno. Emiliano y Augusto se miraron, con una mezcla de triunfo, miedo y duda.
Sabían que, aunque tenían el poder, el peso del apellido Casasola apenas comenzaba a sentirse.
Martín tomó su copa con calma, pero sentía el pecho apretado. No era fácil ceder el legado, y menos sabiendo que Emiliano y Augusto aún tenían mucho que aprender.
Analía lo miró y dejó su servilleta a un lado.
—No olvides algo, Martín —dijo—Esos abogados solo siguen las órdenes de tu padre. Y yo lo apoyé y lo sigo apoyando. Así que lo que diga esa cláusula, se hará.
Martín la miró, serio. Sabía que no había discusión. Su madre había sido la esposa, socia y consejera de Augusto Casasola, y su palabra era ley.
—No dudo de su decisión —respondió Martín, con respeto—. Solo digo que...
—Que te cuesta soltar el control —lo interrumpió Dalia—. Lo sé. Te tomó una vida llegar aquí. Pero tu padre siempre pensó a futuro. Estás cumpliendo tu parte.
Emiliano y Augusto los miraban. El ambiente era de tensión.
—¿No hay vuelta atrás? —preguntó Augusto.
—No —dijo Analía—. Son responsables del legado Casasola. El abogado les explicará todo, pero si alguno falla, todo se derrumbará.
—Y si caen —añadió Martín—, arrastrarán a la familia, a los empleados, a los socios, a todos los que han trabajado aquí.
Mariana los miraba sorprendida. Estaba acostumbrada a verlos seguros de sí mismos, pero ahora los veía tensos, humanos.
—Tenemos trabajo que hacer —dijo Emiliano, apoyando los codos en la mesa—. No dejaremos que esto se nos escape.
—No —añadió Augusto—. Llevaremos el apellido Casasola más lejos de lo que imaginan.
Martín y Analía los miraron. Solo ella sonrió.
—Eso espero —murmuró, tomando su copa—. Porque si no, su abuelo se va a revolver en su tumba.
En los ventanales de la hacienda, los retratos de Augusto y Teresa Casasola parecían observar la escena en silencio, como si juzgaran la situación. El legado estaba en manos de la sangre joven y del destino.
Martín levantó su copa y miró a cada uno de sus hijos. Se notaba la nostalgia en sus ojos, cosa de la edad.
—Brindo —dijo con voz seria pero cariñosa— por el legado, por nuestro nombre... y por la familia.
Porque ser un Casasola no era solo tener dinero y ser importante. Era tener responsabilidad y honor. Y también significaba que siempre habría alguien queriendo acabar contigo.
La historia de los Casasola aún no se acaba.
Apenas está empezando.
,muchas gracias