🌆 Cuando el orden choca con el caos, todo puede pasar.
Lucía, 23 años, llega a la ciudad buscando independencia y estabilidad. Su vida es una agenda perfectamente organizada… hasta que se muda a un piso compartido con tres compañeros que pondrán su paciencia —y sus planes— a prueba.
Diego, 25, su opuesto absoluto: creativo, relajado, sin un rumbo claro, pero con un encanto desordenado que desconcierta a Lucía más de lo que quisiera admitir.
Carla, la amiga que la convenció de mudarse, intenta mediar entre ellos… aunque muchas veces termina enredándolo todo aún más.
Y Javi, gamer y streamer a tiempo completo, aporta risas, caos y discusiones nocturnas por el WiFi.
Entre rutinas rotas, guitarras desafinadas, sarcasmo y atracciones inesperadas, esta convivencia se convierte en algo mucho más que un simple reparto de gastos.
✨ Una historia fresca, divertida y cercana sobre lo difícil —y emocionante— que puede ser compartir techo, espacio… y un pedacito de vida.
NovelToon tiene autorización de HopeVelez para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Capítulo 11 – Confesiones a media noche
Era pasada la medianoche cuando Lucía salió al salón en busca de agua. El piso estaba en silencio, salvo por la lluvia golpeando suavemente contra las ventanas. El aire olía a humedad y a café viejo, como si la casa también hubiera decidido quedarse despierta.
Encendió la pequeña lámpara de pie y se encontró a Diego en el sofá, con la guitarra sobre las piernas. No estaba tocando nada alegre esta vez, sino una melodía lenta, casi melancólica, que parecía arrastrar algo que no quería ser nombrado.
—No sabía que supieras tocar así —murmuró, sorprendida.
Diego levantó la vista y sonrió apenas.
—No suelo tocar cuando hay público.
Lucía se sentó en el otro extremo del sofá, abrazando un cojín como escudo.
—¿Y qué canción es?
—No tiene nombre. —Diego bajó la mirada a las cuerdas—. Es algo que compuse… cuando las cosas no iban bien.
Lucía lo observó en silencio. No estaba acostumbrada a verlo serio, sin esa máscara de bromas que siempre llevaba puesta. Esa vulnerabilidad le resultaba extraña y, al mismo tiempo, atrayente.
—¿Qué cosas? —preguntó al fin.
Diego respiró hondo, como quien se prepara a abrir una puerta que siempre mantiene cerrada.
—Mi padre se fue cuando yo tenía dieciséis. Fue como… como si alguien hubiera arrancado una parte de la casa y dejara un hueco enorme. Desde entonces, la música ha sido lo único que me mantiene en pie.
Lucía sintió un nudo en el estómago. No esperaba esa confesión. Diego, el chico despreocupado, el que siempre parecía flotar por encima de todo, arrastraba un peso invisible.
—Lo siento —dijo suavemente.
—No lo digas. —Él esbozó una media sonrisa, amarga pero sincera—. Si no se hubiera ido, quizá yo sería otra persona. Y no me arrepiento de quién soy ahora.
Lucía lo miró, conmovida.
—Eres mucho más de lo que aparentas, Diego.
Él se inclinó un poco hacia ella, con la mirada fija en sus ojos. La música había quedado suspendida en el aire, como un eco que no terminaba de apagarse.
—¿Y tú? ¿Qué escondes detrás de tu muro de “todo está bajo control”?
Lucía tragó saliva. Apartó la vista hacia la ventana, donde la lluvia se deslizaba en hilos que parecían competir entre sí.
—Miedo. A confiar demasiado. A encariñarme y perderlo.
Diego extendió la mano, rozando apenas la suya. Ese gesto mínimo, casi imperceptible, hizo que Lucía sintiera un temblor recorrerle los brazos.
—Entonces somos dos.
El silencio se volvió espeso, cargado de electricidad. Estaban demasiado cerca, y por un instante, Lucía creyó que todo se rompería en un beso. El aire parecía contener la respiración con ellos.
Pero en ese momento, la guitarra resbaló de las piernas de Diego y dio un golpe seco contra la alfombra. Ambos se sobresaltaron y se rieron nerviosos, como si el destino se empeñara en jugar con ellos, en recordarles que había límites que aún no estaban listos para cruzar.
—Creo que tu guitarra conspira contra nosotros —bromeó Lucía, aunque su corazón latía como un tambor que no encontraba ritmo.
—O intenta salvarnos de algo de lo que no podríamos volver atrás —dijo Diego, mirándola con una intensidad que desarmaba.
La lluvia seguía golpeando los cristales, como una banda sonora improvisada para un momento que ninguno de los dos se atrevía a completar.
Lucía apretó el cojín entre los brazos, incapaz de decidir si quería que esa tensión desapareciera… o que explotara de una vez.
Diego recogió la guitarra, la acomodó a un lado y suspiró, como si soltara un peso.
—Buenas noches, Lucía.
Ella se levantó despacio, todavía con el corazón desbocado.
—Buenas noches, Diego.
Se retiró a su habitación, pero mientras cerraba la puerta, supo que aquel instante quedaría flotando entre ellos, inacabado, esperando el momento exacto para volver.
____________________________