En el corazón vibrante de Corea del Sur, donde las luces de neón se mezclan con templos ancestrales y algoritmos invisibles controlan emociones, dos jóvenes se encuentran por accidente… o por destino.
Jiwoo Han, un hacker ético perseguido por una corporación tecnológica corrupta, vive entre sombras y códigos. Sora Kim, una apasionada estudiante de arquitectura y fotógrafa urbana, captura con su lente un secreto que podría cambiar el país. Unidos por el peligro y separados por verdades ocultas, se embarcan en una aventura que los lleva desde los callejones de Bukchon hasta los rascacielos de Songdo, pasando por trenes bala, mercados nocturnos, templos milenarios y festivales de linternas.
Entre persecuciones, traiciones, y escenas de amor que desafían la lógica, Jiwoo y Sora descubren que el mayor sistema a hackear es el del corazón. ¿Puede el amor sobrevivir cuando la memoria se borra y el deseo se convierte en código?
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La noche del Hangang
La ciudad dormía, pero el río Hangang seguía despierto.
Las luces de los puentes se reflejaban en el agua como líneas de código flotando en la oscuridad. El viento era suave, y el murmullo del río parecía arrastrar secretos. Sora caminaba por el muelle abandonado con pasos silenciosos, vestida con ropa táctica oscura, el cabello recogido en una trenza baja, los ojos fijos en el edificio flotante que se alzaba sobre el agua.
Jiwoo estaba allí.
Había rastreado su ubicación a través de un fragmento de señal que Haneul logró interceptar. Daesan lo mantenía en una estación de vigilancia móvil, camuflada como centro de control ambiental. Sora no esperó refuerzos. No pidió permiso. Solo trazó un plan.
Se deslizó entre las sombras, activó el protocolo de interferencia y cortó las cámaras perimetrales. Luego, con una herramienta de acceso que ella misma había diseñado, abrió la compuerta lateral. Dentro, el aire olía a metal, humedad y electricidad.
Jiwoo estaba en una sala de contención, esposado a una silla, con el rostro cubierto por una máscara de monitoreo neural. Su camiseta estaba rasgada, y tenía una herida en el hombro. Pero sus ojos, al verla entrar, se encendieron.
—Sora…
—Silencio —susurró ella, desactivando el panel de seguridad.
Los pasos de los guardias se acercaban. Sora se colocó detrás de Jiwoo, retiró la máscara y cortó las esposas con una herramienta láser. Él se levantó con dificultad, tambaleante.
—¿Cómo supiste que estaba aquí?
—No lo supe. Lo sentí.
Tomó su mano y lo guio por el pasillo. Cuando los guardias entraron, Sora lanzó una bomba de luz que cegó el sistema óptico. Jiwoo, aún débil, se apoyó en ella mientras corrían hacia la salida.
Saltaron al muelle. El río los esperaba.
Una lancha los recogió sin luces, conducida por Haneul. Jiwoo se dejó caer sobre el asiento, jadeando. Sora se sentó a su lado, sin soltar su mano.
—Estás vivo —dijo ella.
—Gracias a ti.
La lancha se alejó hacia una zona más tranquila del río, donde los sauces colgaban como cortinas verdes. Haneul los dejó en una plataforma flotante y se retiró sin decir palabra.
Sora ayudó a Jiwoo a quitarse la chaqueta. La herida en su hombro no era profunda, pero sangraba. Ella lo limpió con agua embotellada, en silencio.
—No pensé que volvería a verte —dijo Jiwoo.
—Yo sí. No podía dejarte en manos de ellos.
Jiwoo la miró. Sus ojos oscuros, siempre tan contenidos, ahora estaban abiertos. Vulnerables.
—¿Por qué arriesgarte?
Sora se acercó. Su voz era baja, pero firme.
—Porque no quiero seguir sola. Porque tú eres lo único que no puedo replicar.
Jiwoo tomó su rostro entre las manos. El beso fue lento, profundo, como si el tiempo se detuviera. El río seguía murmurando, pero ellos ya no escuchaban.
Sora lo abrazó, sintiendo el calor de su cuerpo, la tensión acumulada, el temblor de la adrenalina. Jiwoo deslizó los dedos por su espalda, como si leyera cada vértice de su historia. No había urgencia. Solo entrega.
Se recostaron sobre una manta improvisada, bajo las ramas de los sauces. El aire era húmedo, pero cálido. Sus cuerpos se acercaron, buscando consuelo, buscando verdad.
Sora acarició su rostro, recorriendo la cicatriz sobre su ceja.
—No quiero que esto sea solo una pausa entre batallas.
—No lo será —respondió Jiwoo—. Es lo que nos sostiene.
Sus labios se encontraron de nuevo, esta vez sin miedo, sin contención. El deseo, acumulado por días de peligro y distancia, estalló como fuego bajo la piel, encendiendo cada rincón donde sus cuerpos se rozaban. Jiwoo deslizó su mano por la cintura de Sora, sintiendo el calor que se concentraba en su centro, la tensión que vibraba bajo su piel. Ella se dejó llevar, con susurros en voz baja que se mezclaban con el murmullo del río, como si el agua repitiera sus palabras en eco.
Sus cuerpos se acercaron lentamente, como si cada movimiento fuera una promesa. Sora desabrochó la camisa de Jiwoo con dedos temblorosos, no por inseguridad, sino por la intensidad del momento. Él acarició su espalda desnuda con la palma abierta, reconociendo cada vértice como si leyera un mapa secreto. La manta bajo ellos se volvió un refugio cálido, y el aire nocturno, una cortina que los protegía del mundo.
No hubo prisa. Solo una cadencia íntima, profunda, donde cada respiración era compartida, cada mirada sostenida. Jiwoo recorrió su cuello con los labios, deteniéndose en el hueco de la clavícula, mientras Sora entrelazaba sus piernas con las de él, buscando más cercanía, más verdad. El deseo se volvió ritmo, y el ritmo, lenguaje. Un lenguaje que solo ellos entendían.
No fue solo pasión. Fue conexión. Fue la certeza de que, en medio del caos, habían encontrado algo real.
Horas después, el cielo comenzaba a aclararse. Jiwoo dormía, con la cabeza apoyada en el regazo de Sora. Ella observaba el río, el horizonte, el futuro.
El disco duro con los datos del Proyecto Namsan estaba guardado en su bolso. La red de Daesan seguía activa. Pero ahora, no estaban solos.
Sora acarició el cabello de Jiwoo y susurró:
—Vamos a terminar esto. Juntos.
El río Hangang seguía fluyendo. Y con él, la historia que aún no había terminado.