Todos los años, en otoño, un alma humana desaparece del internado. Este año, ella llegó para quedarse.
Annabelle Drayton es enviada a estudiar al Instituto St. Elric tras una tragedia familiar. Ubicado en una antigua abadía sobre un acantilado, rodeado de bosques y niebla perpetua, el lugar parece congelado en el tiempo.
Lo que no sabe es que algunos de los alumnos no envejecen. No respiran. No sueñan. Y cada uno de ellos guarda un pacto sellado hace siglos: nunca acercarse demasiado a los humanos.
Théodore Ravencourt, el más enigmático entre ellos, ha seguido esa regla por más de cien años. Hasta ahora.
Annabelle no es como las demás. Hay algo en su sangre, en sus sueños, en su presencia, que lo arrastra hacia la vida… y hacia el peligro.
Pero cuando ella comienza a desenterrar verdades prohibidas, descubre que ser amada por un inmortal no es un privilegio… sino una sentencia.
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🩸Capítulo 8 – Sombras en la Memoria
Annabelle
Hay algo en el silencio de esta noche que me duele.
No es el frío. No es la niebla espesa que cuelga como un velo sobre los pasillos vacíos.
Es algo más profundo. Más visceral. Como si una parte de mí supiera que ya no hay marcha atrás.
Desde que toqué el Fragmento, algo cambió en mí.
Ya no sueño como antes.
Ahora veo.
Veo cosas que no deberían pertenecerme.
Recuerdos que no son míos.
Voces que murmuran en lenguas que nunca aprendí… pero comprendo.
Y entre todas ellas, hay una figura que arde como fuego en mis pensamientos: Théodore.
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La Sala de la Aurora quedó sellada tras nuestra huida.
Desde entonces, nadie ha mencionado el suceso. Ni los mentores. Ni los Eternos mayores.
Pero hay miradas. Hay silencios cargados.
Y hay un cambio en Théodore que no puedo ignorar.
Se ha vuelto más ausente. Más contenido.
Pero sus ojos me buscan. En la biblioteca, en los entrenamientos, incluso cuando no estamos cerca.
Como si una parte de él aún luchara por recordar algo que la otra teme.
Y yo… necesito saber.
Así que esta noche, guiada por una intuición que no me pertenece, he regresado a los sótanos.
A las escaleras ocultas detrás del reloj sin manecillas.
A la puerta marcada con una insignia que ya no existe en los registros.
Al lugar que todos llaman El Archivo de los Olvidados.
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Las paredes respiran aquí.
Cada piedra parece recordar.
Cada sombra murmura fragmentos de secretos sellados.
Bajo la luz temblorosa de la vela, caminé entre estanterías cubiertas de polvo.
Y entonces lo vi.
No era un libro.
No era un objeto.
Era un espejo ennegrecido, cubierto por una tela bordada con hilos de plata.
Y al tocarlo… lo sentí.
Un tirón. Un latido.
Un dolor antiguo.
Y luego, el espejo me devolvió algo más que mi reflejo.
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No sé cómo explicarlo.
Fue como caer, pero sin moverse.
Como hundirse en agua tibia y oscura, sin respirar.
Y cuando abrí los ojos, ya no era yo.
O mejor dicho, lo era… pero también era ella.
Una muchacha de cabellos dorados, con la misma voz temblorosa que escuché en mis sueños.
Élise.
Estaba en un jardín nocturno, rodeada de rosas negras.
Y frente a ella, de rodillas, estaba Théodore.
Pero no como lo conozco ahora.
No con su rostro endurecido, ni su voz contenida.
Sino joven. Vulnerable. Humano.
—“Si sellas este pacto conmigo, no habrá regreso” —decía Élise, con los ojos llenos de fuego y miedo.
Théodore asintió.
Y entonces se cortó la palma, ofreciéndola.
Yo sentí la herida.
Yo grité en su nombre.
Y cuando sus sangres se unieron, el mundo tembló.
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Volví a mí jadeando.
La vela se había apagado.
El espejo estaba agrietado.
Y mis manos… sangraban.
Lo que vi no era una alucinación. Era un recuerdo real.
Una memoria sellada.
Un pacto olvidado.
Y ahora, parte de él vive en mí.
Porque esa sangre… la suya… también era la mía.
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Lo busqué al amanecer.
Lo encontré solo, en el invernadero. Las rosas azules se marchitaban a su alrededor.
—“Vi lo que ocurrió” —le dije.
No necesitaba decir más. Su rostro se tensó, y sus ojos… sus ojos se llenaron de algo que nunca había visto en él: miedo verdadero.
—“No debiste… tocar el Archivo.”
—“Tú tampoco debiste olvidar.”
Se quedó en silencio.
El cristal entre nosotros no era la pared. Era el tiempo. Era la culpa.
Y entonces lo dijo.
—“La amé. La perdí. Y por eso me convirtieron en esto.”
No un castigo.
No un monstruo.
Un vacío con forma de hombre.
—“¿Y yo qué soy entonces?” —pregunté—. ¿Su sombra? ¿Su eco?
Él dio un paso hacia mí.
—“Tú eres lo que ella no pudo ser… la que puede elegir.”
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Esa noche, en mi cuarto, me miré al espejo.
Y por primera vez, no vi a Élise.
Ni a mí.
Vi algo que no sé nombrar.
Un cruce. Un puente. Una chispa entre dos fuegos.
Las marcas en mis muñecas comenzaron a arder.
Y el Fragmento… susurró una palabra:
> “Velharrow.”
Mi corazón se quebró.
Porque entendí.
Yo no solo estaba destinada a encontrar a Théodore.
Yo soy la llave que abre lo que él dejó atrás.
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Ahora sé que el Cónclave se reunirá pronto.
Que los ojos de todos están sobre nosotros.
Que las reglas están a punto de volverse cuchillas.
Pero no tengo miedo.
Porque al fondo de la memoria, en el dolor más antiguo,
he encontrado la verdad:
Théodore no dejó de amar. Solo dejó de recordar.
Y ahora que la memoria vuelve, el amor también lo hará.
Incluso si eso significa la destrucción de todo lo que nos rodea.