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Capitulo 7:
Fui por un poco de agua al bebedero.
La discusión en el estacionamiento me había drenado toda la energía, aunque, en cierto modo, también me había servido para liberar parte de esa rabia que llevaba contenida desde el mensaje de Pablo.
Aun así, mi corazón seguía latiendo con fuerza, como si quisiera recordarme que todavía no estaba del todo en paz.
La primera clase del día era Expresión digital tridimensional, así que me dirigí al salón asignado.
El murmullo de teclados, el zumbido de los computadores y el sonido de programas cargando me ayudaron a distraerme; allí, en ese ambiente técnico, mi mente encontraba un refugio.
La mañana transcurrió con normalidad, casi como si todo lo malo se hubiera quedado afuera de los muros de la universidad.
Pero la ilusión duró poco.
En la clase de Sistemas Ambientales, justo cuando la profesora explicaba un cálculo, la puerta se abrió y entró el director de la facultad.
A su lado venía alguien más.
En cuanto mis ojos se detuvieron en él, mi respiración se cortó en seco.
Era él.
El mismo hombre del Maserati.
El mismo con el que había discutido en el estacionamiento esa mañana.
Mis manos comenzaron a sudar; apreté con fuerza el bolígrafo hasta que sentí que se me clavaba en la piel.
El murmullo de la clase se apagó de golpe, y el director habló con su tono solemne:
—Buenos días. Lamento interrumpir, pero debo hacer la respectiva presentación de su nuevo Decano de Diseño Arquitectónico. El Magíster Leonardo López. Es una persona muy preparada y estoy seguro de que van a aprender mucho de él. Tiene un amplio conocimiento en el área.
Yo sentí que la sangre se me iba del rostro.
¿Decano? ¿Ese hombre arrogante, con quien casi me mato en el estacionamiento, era ahora mi superior directo?
El director le cedió la palabra.
Leonardo dio un paso al frente y habló con una calma que me exasperó.
—Buenos días. Como ya mencionó el director, estoy aquí para compartir mis conocimientos y guiarlos. Espero contar con su disposición para que podamos trabajar en armonía.
Su voz era firme, grave, con un acento extranjero apenas perceptible que le daba un aire aún más intimidante.
Yo quería encogerme en mi asiento, volverme invisible, desaparecer.
Por suerte, sus ojos no se cruzaron con los míos.
Quizá ni me reconoció.
O quizá sí… y estaba esperando el momento adecuado para demostrarlo.
Me limité a bajar la mirada hacia mi cuaderno, fingiendo escribir, mientras mi mente gritaba una sola cosa:
¿Qué clase de maldito destino retorcido me está jugando esta broma?
—Cualquier cosa que necesiten, en este grupo contamos con la mejor alumna de la facultad: la señorita Valeria Casas —
anunció el director con entusiasmo.
Sentí que el alma se me deslizaba hasta los tobillos.
Nunca en mi vida había deseado tanto que la tierra se abriera bajo mis pies y me escupiera en otro continente.
El director insistió, mirándome directamente:
—Por favor, póngase de pie.
Mi cuerpo se movió como si no me perteneciera.
Me levanté lentamente de la silla, con la cabeza gacha, evitando a toda costa ese par de ojos que sabía me estaban observando.
La voz apenas me salió, un murmullo educado que no lograba ocultar el temblor en mis palabras:
—Bienvenido, Decano Leonardo López… aquí estoy para servirle.
El silencio se volvió pesado, hasta que escuché su voz, grave, profunda, cargada de esa autoridad que perforaba la piel:
—¿Puede, por favor, mirarme? Necesito ver el rostro de la persona con quien estoy hablando.
Mi corazón se estrelló contra mi pecho con tanta fuerza que temí que todos en el salón pudieran escucharlo.
Ahora sí estoy acabada.
Levanté la cabeza con una lentitud tortuosa.
Milímetros que parecían siglos.
Cuando mis ojos se encontraron con los suyos, vi cómo una sonrisa ligera, apenas perceptible, se dibujó en sus labios.
Fue fugaz, como un relámpago, porque en seguida recuperó su postura seria e impecable.
—Perfecto, señorita Valeria Casas. Cualquier inquietud, espero contar con su ayuda.
Lo dijo con tanta firmeza que lo sentí como una sentencia de muerte.
—Ya puede sentarse… —
añadió, pausando lo suficiente para que cada palabra se clavara en mí—.
Y por favor, la espero en el receso en mi despacho. Es el mismo donde impartía clases el Decano anterior. Traiga sus apuntes.
No había opción.
No era una invitación, era una orden disfrazada de cortesía.
—Sí, señor —
respondí con un hilo de voz, apenas audible.
Me senté de golpe, intentando que mis manos no delataran el temblor que me recorría entera.
Los murmullos de la clase regresaron, pero en mi mente solo había un pensamiento, claro y cruel:
Ese hombre me reconoció.
Y ahora…
me tiene en sus manos.