Después De Rashel.

La noche había caído sobre la ciudad de México, pero en el hogar de los Montes, la oscuridad era mucho más profunda que la de cualquier cielo. Lara estaba sentada en el suelo del cuarto de Rashel, abrazando contra su pecho la pequeña almohada favorita de su hija, esa con bordados de flores y una suave tela desgastada por los años. El aroma de Rashel aún permanecía en la tela, como un último vestigio de su presencia.

Las paredes del cuarto, pintadas en un tono suave de rosado, estaban adornadas con dibujos infantiles, recuerdos de una vida que había sido truncada de manera cruel e injusta. Sobre la cómoda aún estaban las muñecas favoritas de Rashel, cuidadosamente alineadas como siempre le gustaba mantenerlas. Cada rincón hablaba de ella, de su risa, de sus juegos, de su luz. Pero ahora el silencio era ensordecedor.

Lara sentía como si su alma se hubiera arrancado de raíz. Una parte de ella esperaba escuchar la risa de Rashel resonando por el pasillo, el sonido de sus pequeños pies corriendo por la casa, o incluso el dulce "te quiero, mamá" que la niña siempre le decía antes de dormir. Pero sabía que eso nunca volvería.

La puerta del cuarto se abrió lentamente. Era Orlando. Sus ojos estaban hinchados, un reflejo de las lágrimas que seguramente había derramado en la soledad de su propia culpa.

—Lara... dijo en un susurro, como si la voz pudiera romperla aún más.

Ella no respondió. Ni siquiera lo miró. Sus ojos seguían clavados en la almohada, sus manos apretándola como si, al hacerlo, pudiera retener algo de su hija.

Orlando se acercó un par de pasos, pero al ver la frialdad en el aire, se detuvo.

—Yo... no sé qué decir... continuó, su voz quebrándose. Esto no debió pasar.

Fue entonces cuando Lara alzó la mirada, y en sus ojos había una mezcla de dolor y furia que lo hizo retroceder.

—¿Esto no debió pasar? repitió, con un tono frío que cortaba el aire. ¡Claro que no debió pasar, Orlando! Pero pasó... por tu culpa.

Orlando bajó la mirada, incapaz de sostener el peso de sus palabras.

—Yo nunca quise que...

—¡Tú nunca quisiste nada! lo interrumpió Lara, poniéndose de pie de golpe. Nunca quisiste escucharme, nunca quisiste cambiar. Tu ego, tu maldita indiferencia, todo lo que eres mató a nuestra hija.

Orlando abrió la boca para responder, pero las palabras se le atoraron en la garganta. Sabía que no había nada que pudiera decir para redimirse.

Lara avanzó un paso hacia él, y su voz se quebró en un grito desgarrador.

—¡Ella era mi vida! ¡Mi razón para soportarte, para quedarme en esta maldita casa! Y ahora... ahora no tengo nada.

Las lágrimas rodaban por su rostro sin control. Orlando intentó acercarse para consolarla, pero ella levantó una mano, deteniéndolo en seco.

—No me toques advirtió con una dureza que él nunca había escuchado antes.

El silencio volvió a llenar la habitación, pesado y asfixiante. Finalmente, Orlando dio un paso atrás, resignado, y salió del cuarto sin decir una palabra más.

Lara se dejó caer nuevamente al suelo, sus fuerzas abandonándola. El dolor la envolvía como una marea oscura, arrastrándola hacia el abismo. Cerró los ojos y, por un instante, permitió que los recuerdos de Rashel llenaran su mente.

Recordó la primera vez que la sostuvo en sus brazos, tan pequeña y frágil. Recordó su primera palabra, su primera caída, las noches en las que le cantaba canciones de cuna hasta que se quedaba dormida. Recordó su risa contagiosa, su manera de iluminar cualquier habitación con solo entrar.

"¿Por qué me dejaste, mi amor?", pensó Lara, apretando la almohada contra su pecho como si fuera su último salvavidas.

El día del velorio fue gris, tanto en el cielo como en el corazón de Lara. La pequeña caja blanca que contenía los restos de Rashel parecía un símbolo cruel de todo lo que había perdido. Las personas ofrecían palabras de consuelo, pero ninguna podía llenar el vacío que ahora habitaba en su alma.

Doña Gloria estaba allí, vestida de negro, pero con el mismo aire altivo de siempre. Se acercó a Lara cuando esta estaba de pie junto al ataúd, mirando fijamente el cuerpo sin vida de su hija.

—Esto es lo que pasa cuando una madre no sabe cuidar a su hija dijo Gloria, sin un ápice de sensibilidad.

Lara giró lentamente la cabeza hacia su suegra, y en sus ojos había un fuego que parecía capaz de consumirlo todo.

—No te atrevas a culparme de esto, Gloria dijo en un susurro bajo y amenazante. Tú y tu hijo son los únicos responsables.

Gloria se quedó en silencio por un momento, sorprendida por la respuesta. Pero antes de que pudiera decir algo más, Lara se dio la vuelta y se alejó, incapaz de soportar su presencia un segundo más.