Después De Rashel.
El reloj de la cocina marcaba las siete de la noche, pero Lara Herrera apenas se percataba de la hora. El sonido del agua hirviendo en la tetera y el suave repiqueteo de los cubiertos en la mesa eran los únicos ruidos que llenaban el aire. Mientras movía con desgano una cuchara en la taza de té, su mirada se perdía en el ventanal de la sala, donde las luces de la calle parpadeaban como recuerdos intermitentes de un pasado que ahora parecía tan lejano.
Orlando Montes, su esposo, estaba sentado en el sofá con el televisor encendido. Sostenía una cerveza en la mano mientras veía un partido de fútbol, gritando ocasionalmente a la pantalla, como si sus palabras pudieran influir en el marcador. Lara lo observó de reojo, intentando reconocer al hombre del que se había enamorado hacía más de una década.
Cerró los ojos un instante, y como un torbellino, los recuerdos volvieron a ella. Era una joven de 22 años cuando conoció a Orlando. Había terminado sus estudios en la universidad y trabajaba como asistente en una empresa local. Orlando era un cliente habitual, siempre entrando al edificio con una sonrisa carismática y un aire de confianza que la hacía sentirse nerviosa e intrigada a la vez.
La primera vez que él le habló, fue para preguntarle por una dirección, pero esa conversación se extendió más de lo esperado. Orlando era encantador, divertido y siempre tenía algo interesante que decir. Lara, que nunca había sido de enamorarse fácilmente, sintió cómo él rompía sus barreras con cada encuentro casual en la oficina.
—¿Te gustaría salir a cenar conmigo? le había preguntado Orlando una tarde de lluvia, mientras ambos se refugiaban bajo la entrada del edificio.
Ella lo había mirado, sorprendida por su audacia, pero incapaz de ocultar la sonrisa que se formó en sus labios. Esa noche cenaron juntos en un pequeño restaurante y hablaron hasta que el lugar cerró. Lara sintió algo nuevo esa noche: una conexión, una promesa de un futuro lleno de amor y aventuras.
De vuelta al presente, Lara abrió los ojos al escuchar un estruendo en el patio. Rashel, su hija de seis años, jugaba con una pelota, riendo alegremente mientras intentaba atraparla antes de que rodara al jardín. Esa risa era lo único que lograba arrancarle una sonrisa genuina en medio de la monotonía de su vida.
Se levantó de la mesa y fue hacia la puerta para asegurarse de que Rashel estuviera bien. La niña la vio y le hizo señas con la mano.
—¡Mira, mamá! ¡Atrapo la pelota como una profesional! gritó con entusiasmo.
Lara asintió, esforzándose por sonreír.
—Ten cuidado, mi amor. No te acerques a la calle, ¿de acuerdo?
—¡Sí, mamá!
Cerró la puerta y volvió a la cocina, aunque una sensación de inquietud comenzó a formarse en su pecho. Era una madre amorosa, pero últimamente se sentía desconectada. Orlando nunca la ayudaba con las responsabilidades de la casa ni con la crianza de Rashel, y ella cargaba con todo el peso. Había días en los que apenas tenía energía para levantarse de la cama, atrapada en una rutina que la asfixiaba.
Mientras preparaba la cena, sus pensamientos la llevaron de nuevo al pasado, a los primeros años de su matrimonio. Después de casarse, Orlando parecía el esposo perfecto. Era trabajador, cariñoso y siempre encontraba tiempo para sorprenderla con pequeños gestos: flores inesperadas, cenas románticas o simplemente una nota con un "te amo" en la mesa del desayuno.
Pero poco a poco, esas atenciones comenzaron a desaparecer. Orlando se volvió más frío, más distante. Al principio, Lara pensó que era el estrés del trabajo, pero pronto se dio cuenta de que algo más profundo estaba ocurriendo. Su suegra, Doña Gloria, empezó a visitarlos con más frecuencia, y con cada visita, las críticas hacia Lara se volvieron más constantes.
—No sé cómo Orlando soporta vivir en una casa así decía Doña Gloria, mirando alrededor con desdén.
—Deberías esforzarte más, Lara. Mi hijo merece algo mejor.
Lara intentaba ignorarla, pero las palabras se clavaban como dagas en su autoestima. Orlando nunca la defendía. Si acaso, parecía estar de acuerdo con su madre.
Con el tiempo, esa indiferencia de Orlando se transformó en algo más tóxico. Comenzó a criticarla, a exigirle más de lo que podía dar. Lara, siempre buscando mantener la paz, cedía a todas sus demandas, pero cada concesión la hacía sentirse más vacía.
Un ruido en la sala la sacó de sus pensamientos. Era Orlando, que había cambiado el canal para ver las noticias.
—¿La cena estará lista pronto? preguntó sin siquiera mirarla.
—Sí, ya casi está respondió Lara automáticamente, sin ganas de discutir.
Se sirvió una taza de café y se sentó en la mesa del comedor, mirando a través de la ventana. Rashel seguía jugando en el patio sin bien era de noche, el patio estaba alumbrado, su risa resonando como un eco de esperanza en medio del silencio que reinaba dentro de la casa.
—Deberías controlar a esa niña comentó Orlando desde el sofá. Siempre hace demasiado ruido y ya es de noche para que siga jugando.
Lara lo miró con incredulidad, pero no dijo nada. Era inútil intentar razonar con él cuando estaba de mal humor. En cambio, volvió a concentrarse en su café, preguntándose cómo había llegado a este punto. ¿En qué momento el amor que sentía por Orlando se había transformado en amargura? ¿Era posible recuperar lo que alguna vez tuvieron?
Mientras reflexionaba, su mirada volvió a posarse en Rashel, que ahora jugaba con una pequeña cuerda de saltar. La niña era su única fuente de felicidad, su razón para seguir adelante a pesar de todo.
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