Santiago es el director ejecutivo de su propia empresa. Un ceo frío y calculador.
Alva es una joven que siempre ha tenido todo en la vida, el amor de sus padre, estatus y riquezas es a lo que Santiago considera hija de papi.
Que ocurrirá cuando las circunstancias los llevan a casarse por un contrato de dos años,por azares del destino se ven en un enredo de odio, amor, y obsesión. Dos personas totalmente distintas unidos por un mismo fin.
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Un tema de negocios.
***NARRADO POR SANTIAGO***
Santiago Rinaldi. Treinta y ocho años. Un hombre sin pasado… o al menos, sin uno que valga la pena recordar. Me construí desde el suelo, con las manos llenas de lodo y cicatrices. No vengo de cuna de oro ni de apellido prestigioso. Nadie me regaló nada. Soy un tipo que aprendió a la mala, sin mano suave ni familia perfecta. Y sin embargo, aquí estoy. En la cima.
Leo Beltrán, en cambio…
El señor Leonardo Beltrán. Otro de esos millonarios que nacieron con la vida resuelta. No conoce el sabor del sudor ni la desesperación de una nevera vacía. Hijo de una familia ejemplar, rodeado de lujos, con una esposa devota y una hija mimada que, según él, no ha roto ni un plato.
Pero lo que no sabe es que esas familias “ejemplares” también se pudren por dentro.
—De mi hija no vas a estar hablando, hijo de perra —me grita, perdiendo los estribos.
Y yo sonrío.
—Qué rápido pierde el control el gran Leo Beltrán —digo con ironía, recostándome en la silla mientras lo observo con calma—. De mí puedes decir lo que se te dé la gana. Estoy acostumbrado a que hablen mierda. Pero no vengas a hablar de mi familia cuando no sabes nada.
—Dijiste que era un tema de negocios —responde entre dientes—. Vamos al grano. ¿Qué quieres?
—Por lo que veo, tu abuela ya te contó. Iré directo: quiero que la hagas desistir del matrimonio... y de su empresa.
Mi carcajada retumba en toda la sala. Se le tensa la mandíbula.
—El trato fue con ella. Arregle sus asuntos con ella. A mí no me metan.
—Sé que sólo a ti te escuchará —dice, dando un paso al frente—. Sabes que mi hija no es mujer para ti. Aún es una jovencita que sale al cine con sus amigas. Y aunque sean sólo dos años… no la quiero cerca de ti. No quiero que me la dañes. Prefiero morirme antes de verla contigo.
—No me metan en este circo. Los que hicieron esta estupidez fueron ustedes. Créame que no me interesa tener lazos con su familia.
—Convence a tu abuela —insiste.
—Solo desista y ya está —respondo encogiéndome de hombros.
—No te contó todo tu abuela, ¿verdad? —me lanza con mirada calculadora—. No se trata sólo de desistir…
—¿Por qué no dicen las cosas como son? —pregunto, ya cansado de tanto rodeo.
—Si yo no cumplo, tu abuela puede demandarme por la mitad de todo lo que tengo. Pero tampoco voy a entregarle a mi hija a un mal nacido como tú. Hablé con ella. No quiere desistir. Está empecinada. No suelta esa maldita empresa.
—¿Y qué le hace pensar que yo la voy a convencer? —le lanzo con frialdad.
—A ninguno de los dos nos conviene esto —dice apretando los puños—. Estoy dispuesto a comprarle otra empresa, cualquiera. No entiendo cuál es el maldito afán por esa en particular.
—Porque personas como usted nunca entenderían. Esto no se trata de dinero.
—Piénsalo bien. No me voy a quedar de brazos cruzados. Si tu abuela piensa atacarme… yo sabré cómo defenderme.
—Cuide lo que dice —le advierto, molesto, dando por terminada la conversación.
Me levanto y le abro la puerta sin decir una palabra más. Él pasa frente a mí con ese aire de superioridad que tanto le gusta exhibir. Como si el mundo estuviera a sus pies. Como si nadie estuviera a su altura.
Cuando la puerta se cierra tras él, subo a mi despacho. Estoy harto de estos juegos. Si quieren guerra, la tendrán.
—Mirna, quiero que me consigas toda la información sobre la empresa de mi abuela. Pídeselo al abogado de la familia. Necesito saber exactamente qué trato se firmó con el socio. Todo. No escatimes.
—Claro, señor. Ya estoy en eso —responde diligente.
Dejo el celular sobre la mesa y me paso las manos por el cabello. Mi cabeza está llena de ruido. La computadora suena: un nuevo correo. Lo abro. Justo en ese momento, el teléfono vibra otra vez.
—Se lo acabo de enviar, señor —dice Mirna del otro lado—. Vienen dos carpetas: en una está el trato firmado entre los socios y en la otra, los documentos del seguro.
—Perfecto.
Termino la llamada y abro los archivos. Mis ojos recorren cada cláusula, cada firma, cada fecha. Y entonces sonrío.
Esa sonrisa que sólo aparece cuando veo una grieta en el muro del enemigo.
Una que pienso usar a mi favor.