Una historia de amor paranormal entre dos licántropos, cuyo vínculo despierta al encontrase en el camino. el llamado de sus destinados es inevitable.
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La Mansión del Lobo
El auto cruzó las verjas del territorio central cuando el cielo comenzaba a oscurecer. Aelis apoyó la frente contra la ventanilla, observando cómo los árboles se abrían paso para revelar la enorme mansión en lo alto de la colina. Era más imponente de lo que había imaginado. Tenía algo de castillo antiguo, con torres oscuras, piedra rugosa y una presencia que se imponía incluso antes de llegar a la puerta.
A su lado, su madre respiró hondo.
—Es solo por seguridad —dijo, más para tranquilizarse a sí misma que a su hija.
Desde el pórtico principal, Eirik esperaba de pie, con una postura firme, dominante, que no pasaba desapercibida. Iba vestido de negro, el abrigo largo ondeando por el viento, y los ojos dorados clavados directamente en Aelis desde el momento en que el auto se detuvo.
—Bienvenidas —dijo, apenas sonriendo—. Sus habitaciones están listas.
La casa por dentro era tan impresionante como por fuera: techos altos, madera oscura, fuego crepitando en las chimeneas, y ese aire de historia ancestral que se sentía en cada rincón.
Mientras una joven loba escoltaba a la madre de Aelis al ala médica, donde comenzaría su trabajo como enfermera al día siguiente, Eirik guió personalmente a Aelis por un pasillo más privado. Se detuvo frente a una puerta tallada con símbolos antiguos.
—Esta será tu habitación —anunció.
Ella alzó una ceja.
—¿Tan cerca de la tuya?
Él ladeó la cabeza.
—Justamente por eso.
Aelis cruzó el umbral sin decir nada. El cuarto era cálido, amplio, con una enorme cama cubierta de mantas suaves, una chimenea encendida y ventanales que daban al bosque. Demasiado acogedor. Demasiado… íntimo.
—Si necesitás algo —agregó él desde la puerta—, estaré al otro lado del pasillo.
Y con eso, se fue.
Horas más tarde, Aelis vagaba por la mansión. La casa era tranquila, pero algo vibraba en el aire. Instinto. Poder. Algo que hacía que su piel se estremeciera con cada paso.
Giró en uno de los pasillos y lo encontró. Eirik. Sin camisa, con el torso aún húmedo, caminando hacia ella como si el encuentro hubiera sido intencional. Su cuerpo parecía tallado a mano, y la mirada que le lanzó la dejó sin palabras.
—¿Te perdiste? —preguntó con voz grave, esa sonrisa apenas torcida que le hacía temblar el estómago.
—Solo estoy explorando —respondió, intentando sonar firme, aunque su corazón latía con fuerza descontrolada.
Eirik se acercó, lento, como si no tuviera prisa en devorar la distancia que los separaba. Se detuvo a centímetros de ella, y su cercanía era abrumadora. La intensidad de su mirada la dejaba sin aire.
—Es peligroso andar sola a esta hora —dijo en voz baja—. Algunas partes de esta casa despiertan cosas… difíciles de contener.
—¿Cosas tuyas o mías? —disparó Aelis, sin pensarlo.
Él sonrió, apenas.
—Las mías.
Se inclinó hasta que su aliento le rozó el cuello. El calor que emanaba de su cuerpo era casi insoportable. El corazón de Aelis retumbaba, su piel erizada. Quería odiarlo por el control que tenía sobre sí mismo, por esa calma peligrosa. Pero más que todo, quería entender por qué su cuerpo reaccionaba como si ya lo conociera desde otra vida.
—Tú me desarmás, Aelis —susurró él junto a su oído—. No sabes cuánto me esfuerzo por mantener la distancia.
—Entonces deja de hacerlo —murmuró ella, sin pensar, sin filtro.
Por un instante, todo se detuvo. El aire. El mundo. Sus miradas se encontraron, cargadas de algo salvaje, algo que rugía por salir.
Pero Eirik se apartó. Apenas un paso atrás, el suficiente para romper la tensión sin apagarla.
—No tan rápido —dijo, con una media sonrisa peligrosa—. Lo que es inevitable… llegará. Pero quiero verte luchar contra ello un poco más.
Y sin más, se alejó por el pasillo, dejándola sola, con las piernas temblorosas y el deseo ardiendo en su pecho.
En la distancia, los lobos aullaban.
Y ella supo que esa noche no iba a poder dormir.