¿Qué pasa cuando la vida te roba todo, incluso el amor que creías eterno? ¿Y si el destino te obliga a reescribir una historia con el único hombre que te ha roto el corazón?
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CAPITULO 12
FLASHBACK
Meses antes.
(Esta escena se sitúa durante el tratamiento, un poco antes de que se declare la remisión).
Habían pasado cinco meses de lucha constante. El cuerpo de Ana respondía bien al tratamiento y la Dra. Herrera les había dado un pequeño avance: la carga tumoral había disminuido drásticamente. Era una luz de esperanza.
Esa noche, Daniel invitó a Ana a cenar, no como esposos, sino como celebrantes de una victoria.
"Solo quiero agradecerte, Ana," dijo Daniel. "Por luchar tan duro."
Ana, por primera vez en más de un año, aceptó. Quería recordarse a sí misma lo que era ser una mujer, no solo una paciente o una "Jefa de Acero."
Ana se arregló. Eligió un vestido de seda negro, sencillo, que realzaba la recuperación de su figura. Se puso perfume, se maquilló sutilmente y se soltó el cabello. Al bajar, Daniel, esperándola en el vestíbulo, quedó completamente anonadado. La vio con una luz que no era la del hospital ni la del despacho. Era la mujer que amaba, resurgida de las cenizas.
La cena fue civilizada y tensa. Hablaron de la empresa, de Martín, pero evitaron el pasado. El vino fluyó. Una copa, luego otra. El alcohol aflojó el rígido control que ambos ejercían.
Al llegar a la mansión, el pacto se rompió.
En el salón, el silencio era denso. La tensión era física. Los ojos de Daniel estaban llenos de la admiración que no había podido expresar en un año. Los ojos de Ana estaban llenos de una melancolía por la vida que habían perdido.
Daniel se acercó a ella, el olor a vino y a su colonia masculina envolviéndola. Ella no se movió.
Él no la besó de inmediato. Acunó su rostro entre sus manos, sus pulgares acariciando suavemente sus mejillas.
"Te extrañé, Ana," susurró Daniel, su voz ronca. "Extrañé esta versión tuya... la que no tiene armadura. La que está viva."
Esa palabra —viva— fue la chispa. Ana no buscaba amor, sino la confirmación de su propia existencia. Ella se permitió cerrar la distancia, y sus labios se encontraron.
El beso fue inicialmente lento, cargado de un año de dolor, culpa y silencios. Pero pronto se volvió voraz. Los límites se disolvieron. Las manos de Daniel se deslizaron por la seda del vestido, buscando la fragilidad que él había protegido con tanto celo. Las manos de Ana se aferraron a su cuello, sintiendo la solidez del hombre que, aunque la había traicionado, había luchado por su vida.
Se movieron del salón al dormitorio principal. No hubo romance, sino una explosión de necesidad. La ropa se deslizó al suelo sin cuidado, un montón de seda y lana que simbolizaba el abandono de todas las reglas y promesas.
Daniel la levantó, besándola con la desesperación de un hombre que había temido que ese cuerpo estuviera perdido para siempre. Para Ana, cada caricia, cada contacto, era un acto de rebelión contra la muerte. Era la validación de que, incluso después del tratamiento y el dolor, aún era deseable.
El clímax fue un grito ahogado de ambos, una liberación total de la tensión del último año. No fue la culminación de un amor sanado, sino la descarga de dos almas que se habían tocado en el abismo.
Al despertar, la crudeza de la realidad regresó. Estaban en la misma cama, desnudos y entrelazados, pero el abismo entre ellos seguía allí, inmenso e impronunciable.
Daniel, lleno de esperanza renovada, intentó acercarse a ella. "Ana, anoche... fue real. Fue la vida regresando. ¿Podemos volver a intentarlo?"
Ana se levantó de la cama. El acto fue una sentencia. Se envolvió en una bata, su rostro un mármol de determinación. "Fue un error, Daniel," sentenció Ana. "Un error de copas y de celebración. Ana si había sentido amor y cercanía con Daniel pero se negaba a sentir nuevamente cosas por el.
El sexo no resuelve la traición, ni el miedo, ni la necesidad de libertad."
Esa noche, la noche que concibieron a su segundo hijo, fue la confirmación final para Ana de que necesitaba separarse para sanar completamente. Ella no podía permitirse ser arrastrada de nuevo al matrimonio por la pasión o la gratitud.