Soy Bárbara Pantoja, cirujana ortopédica y amante de la tranquilidad. Todo iba bien hasta que Dominic Sanz, el cirujano cardiovascular más egocéntrico y ruidoso, llegó a mi vida. No solo tengo que soportarlo en el hospital, donde chocamos constantemente, sino también en mi edificio, porque decidió mudarse al apartamento de al lado.
Entre sus fiestas ruidosas, su adicción al café y su descarado coqueteo, me vuelve loca... y no de la forma que quisiera admitir. Pero cuando el destino nos obliga a colaborar en casos médicos, la línea entre el odio y el deseo comienza a desdibujarse.
¿Puedo seguir odiándolo cuando Dominic empieza a reparar las grietas que ni siquiera sabía que tenía? ¿O será él quien termine destrozando mi corazón?
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Estos celos me hacen daño.
Al día siguiente, el hospital rebosaba de actividad mientras Bárbara Pantoja caminaba por los pasillos, revisando su agenda y preparando su presentación para la conferencia.
Era un día especial: darían una charla a estudiantes de medicina y realizarían la inducción de un grupo de pasantes. Entre ellos, Rodolfo Fael, un joven de 22 años con una mirada que prometía determinación y buenas notas.
Por su parte, Dominic Sanz, con 32 años y su habitual porte relajado, llegó justo a tiempo para la conferencia. Bárbara, con sus 28 años y su postura profesional impecable, intentaba mantener la compostura.
—¿Llegas a tiempo por casualidad o es parte de tu estrategia de "encanto rebelde"? —preguntó Bárbara con sarcasmo mientras ajustaba el proyector.
—Es que sabía que no podrías iniciar sin mí, Pantoja. —Dominic le guiñó un ojo antes de sentarse a revisar sus notas.
Bárbara rodó los ojos. Siempre tenía que tener la última palabra.
La sala estaba llena de estudiantes de último año, listos para absorber todo lo que dos especialistas podían ofrecer. Bárbara tomó el primer turno, hablando sobre el manejo de emergencias pediátricas. Su tono firme y apasionado captó la atención de todos, incluido Rodolfo Fael, quien no apartaba los ojos de ella.
—Dra. Pantoja, su forma de abordar la conexión emocional con los pacientes es admirable —dijo Rodolfo cuando llegó el turno de preguntas.
Bárbara sonrió, agradecida, aunque el joven parecía más interesado en ella que en el tema.
Luego llegó el turno de Dominic, quien explicó procedimientos quirúrgicos avanzados. Aunque su tono era más relajado, sus conocimientos y carisma lograron captar la atención de los estudiantes. Sin embargo, cada vez que Rodolfo se dirigía a Bárbara, Dominic no tardaba en interponerse sutilmente.
Cuando la conferencia terminó, Rodolfo se acercó a Bárbara.
—Dra. Pantoja, ¿podría acompañarme a tomar un café algún día? Me encantaría aprender más de usted.
Antes de que Bárbara pudiera responder, Dominic apareció detrás de ella con una sonrisa ladeada.
—Cuidado, Fael. Bárbara es exigente hasta con el café.
Rodolfo rió nervioso, mientras Bárbara le lanzaba una mirada fulminante a Dominic.
La jornada continuó con la inducción de los nuevos pasantes, entre ellos Rodolfo. Bárbara lideraba la sesión, explicando procedimientos básicos y asignando horarios. Mientras hablaba, podía sentir la mirada de Dominic en ella.
Cuando la reunión terminó, Dominic se acercó a Bárbara con una sonrisa burlona.
—Tu nuevo admirador parece tener buenas intenciones. ¿Vas a salir con él?
—¿Eso qué tiene que ver contigo? —replicó Bárbara, cruzándose de brazos.
—Solo digo que tiene 22 años. Es joven para ti, ¿no crees?
—Y tú estás demasiado entrometido para ser profesional.
Dominic se encogió de hombros y se alejó con una sonrisa. Bárbara, aún molesta, no podía evitar preguntarse por qué le importaba tanto lo que él opinaba.
Cuando Bárbara llegó a su auto, recibió un mensaje de su madre, Amanda Pantoja. Intenta encender su auto cuando está en el interior luego de colocar la llave en su sitio y ni mierdas.
"¿Volverás a ver a tu vecino el exhibicionista? Tu papá y yo en verdad pensamos que era tu novio. Llámame cuando puedas."
Bárbara se llevó una mano a la frente, recordando el desastre del día anterior. "Gracias, Dominic, por ser el centro de atención incluso cuando no estás presente," pensó con sarcasmo.
—Barbara ¿No anda tu auto?—pregunta Elena.
—No. Parece que estoy pagando algo.
—Se le habrá muerto la bateria—responde Victoria —ven te dejamos en tu casa, luego pides una grúa y lo dejan frente a tu casa o donde algún mecánico. Sube, tu casa nos queda de camino.
De camino a casa, Victoria Bennett y la Dra. Elena Prieto, llevó a Bárbara a su casa porque su coche no quiso encender ni por el demonio.
—¿Qué pasa contigo hoy? —preguntó Victoria, observándola.
—Dominic Sanz, eso pasa. Me va a volver loca.
—¿Qué hizo ahora? —preguntó Elena, curiosa.
Bárbara suspiró antes de desahogarse.
—Es insoportable. Se cree el rey del hospital, siempre tiene algo que decir y… ¡Dios, no puedo soportarlo! Encima me cela con los pasantes internos.
—¿Y no te gusta un poquito? —preguntó Victoria, alzando una ceja.
—Claro que no. Es un imbécil, no le daría ni un beso aunque sea el último hombre sobre la tierra. Preferiría estar con un perro.
—Hmm… eso suena como un "sí, pero no quiero admitirlo" —bromeó Elena.
—Dale una oportunidad amiga. Es lindo y creo que se esfuerza en agradar...a su manera.
—Si amiga, tu tampoco le dijiste que tus padres vienen de vez en cuando cuando le pediste el favor.
—Agradarme un culö.
No quería darles la razón, aunque una parte de ella sabía que, detrás de su fachada arrogante, Dominic tenía algo que la atraía.
Cuando Bárbara llegó a casa, lo primero que notó fue el orden impecable del lugar. Sus padres, en un gesto que no sabía si agradecer o considerar una intromisión, habían dejado comida en el refrigerador y todo estaba en perfecto estado. Soltó un suspiro mientras se quita los zapatos y dejaba caer su bolso sobre la mesa del comedor.
"Al menos no tendré que cocinar esta semana," pensó con una sonrisa irónica.
Después de revisar el refrigerador, tomó una media botella de whisky que guardaba.
"Creo que esto cuenta como una buena ocasión," murmuró mientras servía un vaso generoso. Cleo y Max, sus gatos, la observaban desde el sofá como si estuvieran juzgándola.
—¿Qué miran? —les dijo, levantando el vaso en un brindis—. Si supieran el día que tuve, estarían bebiendo conmigo. Ustedes son mis hijos, no juzguen a su mami.
Cleo soltó un maullido corto, mientras Max ladeaba la cabeza como si intentara comprenderla. Bárbara soltó una carcajada, sintiéndose un poco menos sola. Se dejó caer en el sillón y tomó un sorbo, dejando que el alcohol calentara su cuerpo y relajara sus tensos nervios.
—¿Saben qué? —dijo, mirando a sus gatos como si fueran su consejo consultivo—. Creo que tengo que olvidarme de ese hombre mezquino y depravado. Dominic Sanz no va a ocupar más espacio en mi cabeza. —Max saltó a su regazo, ronroneando, mientras Cleo se acomodaba junto a su pierna. —¡Eso, chicos! Apoyo moral.
Tras un rato de beber y hablar con sus felinos, Bárbara se sintió lo suficientemente relajada como para tomar una decisión importante: era hora de un baño.
"Nada como una ducha caliente para borrar un día tan caótico," pensó.
Puso música en su bocina portátil, eligiendo algo con ritmo para animarse aún más. La primera canción comenzó a sonar mientras entraba al baño, y en cuanto el agua caliente tocó su piel, Bárbara sintió que todo el estrés comenzaba a desaparecer. La combinación del alcohol y la música hizo que no pudiera resistirse: empezó a bailar.
Movía las caderas al ritmo de la música, tarareando la letra como si estuviera en un concierto privado.
"Definitivamente no puedo dejar que nadie me vea así," pensó riendo, pero no le importaba.
Entre bailes y risas, se lavó el cabello, disfrutando de cada burbuja de espuma. Después sacó su cepillo de pies y se lo mostró a la puerta del baño como si estuviera dando un discurso.
—Cleo, Max, ¡esto es autocuidado! —gritó, aunque los gatos no podían verla.
"Seguro que piensan que estoy loca," pensó, pero siguió disfrutando. Finalmente, tomó su rasuradora y se depiló con una precisión casi ceremonial. Cuando terminó lavo todo y lo puso en su sitio.
Estaba en plena coreografía cuando escuchó el timbre de la puerta. Bárbara se quedó inmóvil por un segundo, el cepillo de pies aún en la mano. "¿Quién será a estas horas?"
Apagó el agua y salió rápidamente de la ducha, envolviéndose con una toalla. —¡Ya voy! —gritó, pensando que probablemente serían su vecinita de doce años, quien había tocado. Pero entonces el timbre sonó otra vez, insistente. Frunció el ceño, segura de que serían sus amigas que habían regresado por algo que olvidaron.
Con los pies mojados y dejando un rastro de agua por el pasillo, se dirigió a la puerta, todavía con el cabello empapado y la toalla apenas ajustada alrededor de su cuerpo. "Seguro es Elena o Victoria," pensó mientras giraba el pomo.
Pero cuando abrió la puerta, no eran sus amigas las que estaban de pie frente a ella. Era Dominic. Llevaba una sudadera sin mangas que dejaba al descubierto sus musculosos brazos y un pantalón deportivo. Su cabello estaba algo despeinado, como si acabara de salir de la cama, y sostenía una taza vacía en la mano.
La sonrisa casual en su rostro desapareció al verla, y sus ojos recorrieron su figura envuelta en la toalla. En ese momento su amiguito entre sus pantalones sintió la presión de la sensualidad, pasando por sus ojos, canalizandose hasta llegar a su cerebro quien emitió la orden de atención.
—Eh... hola, vecina. —Dominic levantó la taza como si fuera una ofrenda de paz—. ¿Te sobra un poco de azúcar? Me quedé dormido y me gusta tomar café cuando me despierto, olvide pasar por el supermercado.
Bárbara sintió que el corazón le latía con fuerza. "¡Por qué, justo él!" quiso gritar, pero solo logró apretar los dientes mientras intentaba mantener la compostura.
—¿Tienes idea de la hora que es? —preguntó, tratando de sonar molesta mientras ajustaba la toalla, pero sus mejillas estaban rojas de pura vergüenza. Y esa maldita toalla le llegaba muy por encima de las rodillas.
—No pensé que te estuvieras duchando. Aunque, bueno, parece que he interrumpido algo... interesante. —Su sonrisa ladina estaba de vuelta, y Bárbara deseó poder cerrar la puerta en su cara y romperle la narisota. Sexy por cierto y perfilada.
Mientras intentaba recuperar el control de la situación, Cleo y Max comenzaron a corretear alrededor de sus pies, jugando como si todo esto fuera un espectáculo montado para ellos. Bárbara dio un paso hacia atrás para esquivarlos, pisó a Cleo quien la arañó en el pie, ella dio un brinco, y la toalla, traicionera, decidió deslizarse de su cuerpo.
—¡Ahhh! ¡Coño!
Hubo unos segundos incómodos. Dominic se quedó inmóvil, sus ojos abiertos como platos. Y entonces, para su horror, comenzó a reír. Una risa profunda y contagiosa que resonó por todo el pasillo. El pudo ver sus perfectos pechos redondos y sus pezonës rosaditos y gruesos como invitándolo a ser fevorados.
—¿En serio, Bárbara? —logró decir entre carcajadas, llevándose una mano al abdomen—. Esto es lo mejor que me ha pasado en todo el día. Wao, pero tranquila te ves perfecta y muy bien distribuida ¿Te depilaste o por lo general eres así de lisa?
Bárbara, horrorizada, se agachó rápidamente para agarrar la toalla y cubrirse. —¡Sal de aquí, Dominic, perro de mierda! ¿Por qué no cerraste los ojos?—le gritó, pero su voz temblaba tanto por la vergüenza como por la furia.
—Tranquila, ya me voy. ¿Ahora soy culpable?—Dominic levantó las manos en un gesto de rendición, pero su sonrisa no desapareció. —Aunque no sé si debería. Esto ha sido... inolvidable. Debería agradecerle a tu gato por tan sensual vista. Estás que ardes en serio, con todo el respeto, claro.
—¡Respeto mi culö!