— ¡Suéltame, me lastimas! —gritó Zaira mientras Marck la arrastraba hacia la casa que alguna vez fue de su familia.
— ¡Ibas a foll*rtelo! —rugió con rabia descontrolada, su voz temblando de celos—. ¡Estabas a punto de acostarte con ese imbécil cuando eres mi esposa! — Su agarre en el brazo de Zaira se hizo más fuerte.
— ¿Por qué no me dejas en paz? —gritó, sus palabras cargadas de rabia y dolor—. ¡Quiero el divorcio! Ya te vengaste de mi padre por todo el daño que le hizo a tu familia. Te quedaste con todos sus bienes, lo conseguiste todo... ¡Ahora déjame en paz! No entiendes que te odio por todo lo que nos hiciste. ¡Te detesto! —Las lágrimas brotaban de sus ojos mientras su pecho se llenaba de impotencia.
Las palabras de Zaira hirieron a Marck. Su miedo más profundo se hacía realidad: ella quería dejarlo, y eso lo aterraba. Con manos temblorosas, la atrajo bruscamente y la besó con desesperación.
— Aunque me odies —murmuró, con una voz rota y peligrosa—, siempre serás mía.
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Capitulo 4: El pagará todo lo que hizo. 1
...Antes de comenzar...
...Quiero tomar un momento para expresar mi sincero agradecimiento a todas las personitas que me siguen en Facebook que me han brindado su apoyo. De verdad, les estoy profundamente agradecida. Su respaldo no solo significa mucho para mí, sino que también abre la puerta para que más lectores puedan descubrir y disfrutar de esta historia que estoy creando. Gracias por estar aquí y ser parte de este viaje....
NARRADORA
—Abel… te necesito —dijo, luchando por mantener la calma en su voz—. Las cosas no están bien. No puedo seguir así.
—¿Qué está pasando, Clara? —La voz de Abel sonó más áspera de lo que esperaba, un tono de molestia contenida—. ¿Acaso el imbécil de Octavio no te está tratando como corresponde?
Clara apretó el auricular de la cabina telefónica con fuerza, sintiendo cómo su respiración se aceleraba ante las palabras de su hermano. No había sido fácil tomar la decisión de llamarlo, y mucho menos escuchar ese tono autoritario, como si el tiempo no hubiera pasado y aún la considerara incapaz de tomar decisiones por su cuenta. Respiró hondo, intentando calmarse, pero las emociones contenidas durante tanto tiempo le hicieron un nudo en la garganta.
—Él está muerto... —respondió con la voz quebrada, casi inaudible.
El silencio que siguió fue ensordecedor. Abel, del otro lado de la línea, se quedó mudo. Esa noticia lo golpeó de lleno. Jamás se esperó escuchar aquello. Su molestia inicial se desvaneció instantáneamente, reemplazada por una sensación de incredulidad.
—¿Qué? ¿Cómo? —preguntó con voz entrecortada, tratando de procesar lo que acababa de escuchar—. ¿Qué sucedió?
Clara, apenas logrando contener las lágrimas, intentó hablar, pero una tos violenta le interrumpió.
—Un... un accidente —logró decir después de unos segundos de tos—. Automovilístico... No sabes lo que he tenido que pasar desde entonces. Por eso... te pido... —otra tos fuerte la interrumpió—. Por eso te pido que me ayudes, Abel.
Abel sintió que la tensión en su pecho aumentaba. La voz de su hermana sonaba débil, más débil de lo que nunca la había escuchado. Se la imaginaba sola, enferma, luchando por sobrevivir sin el apoyo de su familia. Las palabras de Clara resonaban en su mente, llenándolo de una sensación de culpa.
—Por Dios, Clara... te escuchas muy mal. ¿Estás enferma? —preguntó, esta vez con una preocupación genuina, dejando de lado cualquier rencor que pudo haber sentido.
Clara cerró los ojos mientras sostenía el teléfono, sus dedos temblorosos apretando el auricular. Las palabras apenas podían salir de su boca, pero debía ser honesta con su hermano.
—Sí, Abel... Estoy enferma. No sé qué es, pero cada día me siento peor. Marck, mi hijo... él está haciendo lo imposible por cuidarme, pero no podemos seguir así. Nos estamos hundiendo —admitió con voz quebrada—. Apenas podemos pagar el alquiler, y él… está metido en cosas que no debería, todo por mi culpa. No puedo seguir viéndolo destruirse por mi bienestar.
Clara tomó una pausa, sintiendo que la conversación estaba llevándola al límite de sus fuerzas. Su hijo, su querido Marck, estaba sacrificando su juventud por ella. Y ahora, sin otra opción, ella debía hacer lo más doloroso que jamás había pensado: pedirle a Abel que lo salvara, aunque eso significara separarse de él.
—Sé que papá dijo que no me quería volver a ver... —continuó Clara, su voz temblando—. Por eso te pido que te lleves a Marck. Sálvalo, Abel. Yo... no puedo seguir así. Él merece algo mejor.
Abel se quedó en silencio, procesando cada palabra con detenimiento. Las imágenes de Clara y Octavio, juntos, en otro tiempo, se mezclaban en su mente con la sorpresa de enterarse de que tenía un sobrino. Clara siempre había dicho que no quería tener hijos, que nunca estaría preparada para ser madre. Pero aquí estaba, pidiéndole que se hiciera cargo de su hijo.
—Voy a ayudarte, Clara —respondió Abel, esta vez con firmeza—. No solo a tu hijo, sino también a ti. Dime en dónde están. Iré a buscarlos. No voy a dejarlos solos.
—No... —Clara se apresuró a decir, aunque con la voz débil—. Solo quiero que te lleves a Marck. No quiero tener problemas con papá.
—Por supuesto que no. Papá te extraña más de lo que crees —dijo Abel, suavizando su tono—. Se pondrá contento al verte, ya han pasado 16 años desde lo sucedido, se que te perdonara y cuando conozca a Marck lo querrá. Dime dónde están, Clara. Mándame la dirección.
Clara sintió una mezcla de alivio y resignación al escuchar las palabras de su hermano. Sabía que su familia no la había olvidado, pero la distancia emocional que ella misma había creado durante tantos años parecía insalvable. Sin embargo, en este momento, más que nunca, necesitaba a su hermano. Aunque aún dudaba si sería capaz de volver a enfrentar a su padre.
—Gracias, Abel... de verdad, gracias —murmuró Clara, aliviada por la promesa de su hermano, aunque el dolor de la situación seguía pesando sobre su corazón.
—No tienes que agradecerme —respondió Abel con un tono más suave—. Perdóname. Aunque te fuiste con Octavio, nunca debí haberme alejado. Tal vez, si hubiera estado cerca, nada de esto habría pasado.
—No digas eso —replicó Clara, intentando consolarlo—. Sé que no estabas de acuerdo. Pensabas que Octavio no era un buen hombre para mí... Solo te preocupabas por mí. Pero ahora, necesito que me ayudes, Abel.
—Y lo haré —respondió él sin dudar—. Todo va a mejorar, te lo prometo.
Clara salió de la cabina telefónica, sintiendo el peso de su decisión en cada paso. El viento fresco de la mañana rozaba su piel, pero no lograba calmar el torbellino de emociones en su interior. Sabía que había hecho lo correcto, lo único que podía hacer para darle una mejor vida a Marck. Él no merecía seguir sufriendo por su culpa. Cada día que lo veía, más fuerte se hacía su dolor por lo que había sacrificado, pero ahora... ahora todo cambiaría.
Caminó de regreso al departamento, su cuerpo aún frágil por la enfermedad, pero con una nueva esperanza que iluminaba su camino. Mientras se acercaba a la puerta, notó que estaba entreabierta. El crujido de la madera resonó en el pasillo cuando empujó suavemente, pero antes de que pudiera entrar, la puerta se abrió por completo, y frente a ella apareció Marck, con el ceño fruncido y una expresión de preocupación en su rostro.
—Mamá, ¿dónde estabas? —La voz de Marck era firme, pero había un tono de desesperación en ella—. No debiste salir, aún estás muy débil.
Marck la tomó suavemente por los hombros, sus ojos recorriendo el rostro cansado de su madre. Podía ver lo mucho que el esfuerzo de salir la había afectado, pero también sabía que Clara era testaruda. A pesar de su fragilidad, siempre encontraba la manera de seguir adelante, aunque eso significara poner en riesgo su salud.
—Tuve que hacer una llamada... —respondió Clara, evitando su mirada mientras entraba lentamente al departamento.
Marck cerró la puerta tras ella, su confusión aumentando.
—¿Una llamada? —dijo mientras la observaba caminar hacia el interior de la pequeña sala—. Aquí no conoces a nadie, mamá. ¿A quién pudiste llamar?
Clara se detuvo por un momento, respirando profundamente antes de girarse hacia su hijo. Sabía que Marck merecía respuestas, pero también sabía que él no lo entendería de inmediato.
—Mañana lo verás —dijo Clara con una suave sonrisa mientras se acercaba a él. Levantó una mano temblorosa y acarició la mejilla de su hijo con una ternura que solo una madre podía ofrecer—. Tu vida será diferente, hijo mío. Nunca más volverás a robar... Tendremos una nueva vida.
Marck la miró, confundido, sus ojos buscaban respuestas en el rostro de su madre. ¿Una nueva vida? ¿Qué estaba diciendo? Durante años, había conocido solo la pobreza, el sufrimiento, y la desesperación que lo había empujado a robar para sobrevivir. La idea de algo distinto era casi irreal.
—¿Qué estás diciendo, mamá? —preguntó, frunciendo el ceño. Aunque no lo admitiera, una parte de él deseaba creer en las palabras de Clara, en la posibilidad de que las cosas cambiaran, pero otra parte de él sabía que la vida rara vez ofrecía finales felices.
Clara, viendo la confusión en los ojos de su hijo, solo le sonrió con dulzura.
—Confía en mí, Marck. Mañana entenderás. Abel mi hermano vendrá a buscarnos... él va a ayudarnos.
Marck parpadeó, sorprendido por lo que acababa de escuchar. ¿su hermano?. El nunca se había preguntado por la familia de su madre y su padre.
— ¿Abel? —murmuró, sorprendida—. ¿Tienes un hermano? ¿Por qué nunca me lo dijiste?
Clara suspiró, su mirada se oscureció por un momento, como si reviviera recuerdos lejanos.
— Es una larga historia —respondió con voz suave—. En su momento te lo contaré, pero ahora... mejor preparemos el desayuno —intentó desviar el tema, dirigiéndose lentamente hacia la cocina.
Marck la observó con preocupación, viendo su fragilidad.
— No, mamá, aún no estás bien. Es mejor que descanses —dijo con firmeza, acercándose rápidamente para detenerla. Con cuidado, la guió hasta el colchón y la recostó con suavidad, como si fuese de cristal.
— Todo será diferente, Marck. Sé que el ayudará... — sonríe mientras acaricia la mejilla de su hijo.
Marck observó a su madre, todavía sin saber qué pensar. Las dudas seguían nublando su mente, pero una pequeña chispa de esperanza comenzó a encenderse en su corazón. Tal vez, solo tal vez, las cosas podrían cambiar después de todo.
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ABEL
El avión tocó tierra suavemente, pero el peso de la ansiedad que cargaba en los hombros me golpeó de inmediato. Buenos Aires. No me esperaba que Clara estuviera aquí. Todo este tiempo pensé que seguía en los Estados Unidos. Respiré profundamente, tratando de calmarme, aunque sabía que lo difícil estaba por venir. No solo por lo que Clara estaba viviendo, sino también porque mi español no era tan bueno.
El altavoz del avión retumbó en el pequeño espacio de la cabina, anunciando la llegada. La azafata hablaba en un español rápido, apenas entendía algunas palabras. Me levanté lentamente, sintiendo la pesadez en cada movimiento. Agarré mi maleta de mano, colocándomela al hombro mientras me unía a la fila de pasajeros que avanzaban hacia la salida.
El aeropuerto de Ezeiza era enorme. Señales en español e inglés guiaban el camino, pero a pesar de eso, la ansiedad me inundaba. Gente iba y venía a toda prisa, y yo me sentía fuera de lugar. Saqué el papel con la dirección de Clara del bolsillo, arrugado por el viaje. Mi teléfono apenas tenía señal y me frustraba no poder usarlo como de costumbre.
Llegué a los controles migratorios. Me detuve frente al oficial, que me lanzó unas preguntas en español. Hice lo mejor que pude para responder, mezclando algunas palabras en inglés cuando el español me fallaba. Por un momento, temí que me detuvieran por no entender bien lo que decía, pero al final me dejó pasar con un simple gesto de aprobación.
Después, fui a la zona de equipaje. La cinta transportadora giraba y giraba hasta que finalmente vi mi maleta. La tomé, soltando un pequeño suspiro de alivio. Caminé hacia la salida, el bullicio del aeropuerto envolviéndome. Personas reencontrándose, otros corriendo para no perder sus vuelos, y taxistas ofreciendo sus servicios en un español que sonaba a balbuceos rápidos para mis oídos. Sentí un pequeño nudo en el estómago al pensar que mi español sería un problema más grande de lo que esperaba.
Finalmente, encontré la fila de taxis y me acerqué a un conductor, un hombre mayor con cabello gris que parecía relajado.
—Hola… ¿puedes llevarme a esta dirección? —le dije, con un español torpe mientras sacaba el papel y se lo mostraba.
El taxista frunció el ceño mientras leía el papel.
—¿Eh? ¿A dónde, señor? —me preguntó con una expresión de clara confusión.
Intenté pronunciar mejor la dirección, pero mi acento y la falta de fluidez lo complicaban más de lo que había imaginado. Sentí cómo la frustración comenzaba a acumularse en mi interior.
—Lo siento… mi español no es bueno —admití, intentando explicarle por señas. Señalé el papel de nuevo—. Esta dirección, por favor… mi hermana vive allí.
El taxista volvió a mirar el papel, y tras unos segundos de duda, su rostro se iluminó con reconocimiento.
—¡Ah! ¡Sí, sí, ahora entiendo! —dijo con una sonrisa—. Vamos, suba, lo llevo.
Subí al taxi, dejando que el asiento de cuero me envolviera. Cerré los ojos por un momento, soltando el aire con alivio. A pesar del pequeño inconveniente, finalmente estaba en camino. El taxista comenzó a hablarme sobre la ciudad, el tráfico y el clima, pero su español era tan rápido que apenas captaba la mitad. Asentía de vez en cuando, sonriendo para no parecer maleducado, aunque realmente no entendía mucho de lo que decía.
El viaje fue largo, y mientras el taxi avanzaba por las calles de Buenos Aires, mi ansiedad volvió. La ciudad cambiaba con cada calle que pasábamos. De las grandes avenidas iluminadas con anuncios y luces de neón, nos adentramos en calles más estrechas y silenciosas, el tipo de lugar donde mi hermana vivía. El contraste era evidente.
Finalmente, el taxi se detuvo frente a un edificio viejo, con paredes de pintura descascarada y ventanas pequeñas. Miré el lugar, sintiendo cómo el corazón se me encogía. Sabía que las cosas estaban mal, pero no imaginé que Clara y su hijo vivieran en un lugar como ese.
Pagué al taxista, dándole más dinero de lo necesario por pura gratitud. Él me sonrió, inclinando la cabeza antes de irse, dejándome solo frente al edificio. Respiré profundamente, mirando la puerta de entrada. Sabía que no sería fácil lo que estaba a punto de hacer, pero estaba decidido a ayudar.
Con la maleta en mano, subí las escaleras lentamente. Cada paso retumbaba en mi cabeza, como si el eco de mis propios miedos me acompañara. Llegué a la puerta del departamento, y antes de tocar, respiré hondo. Sabía que este era solo el principio de un camino difícil, pero ya estaba aquí. Mi hermana me necesitaba, y no la dejaría sola.