«En este edificio, las paredes escuchan, los pasillos conectan y las puertas esconden más de lo que revelan.»
Marta pensaba que mudarse al tercer piso sería el comienzo de una vida tranquila junto a Ernesto, su esposo trabajador y tradicional. Pero lo que no esperaba era encontrarse rodeada de vecinos que combinan el humor más disparatado con una dosis de sensualidad que desafía su estabilidad emocional.
En el cuarto piso vive Don Pepe, un jubilado convertido en vigilante del edificio, cuyas intenciones son tan transparentes como sus comentarios, aunque su esposa, María Alejandrina, lo tiene bajo constante vigilancia. Elvira, Virginia y Rosario, son unas chicas que entre risas, coqueteos y complicidades, crean malentendidos, situaciones cómicas y encuentros cargados de deseo.
«Abriendo Placeres en el Edificio» es una comedia erótica que promete hacerte reír, sonrojar y reflexionar sobre los inesperados giros de la vida, el deseo y el amor en su forma más hilarante y provocadora.
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Desafiando las Leyes de la Física
Mientras Don Pepe continuaba con su peculiar exposición, Elvira se inclinó hacia Marta, su perfume intensificándose con el movimiento:
—¿Sabes? —susurró, con ese tono de quien está a punto de compartir un secreto de estado—. Don Pepe una vez intentó seducir a la señora del quinto con poemas escritos en los recibos de la luz. María Alejandrina los encontró y los usó para envolver pescado. —Sus ojos brillaban con malicia mientras añadía—: Aunque entre tú y yo, creo que la señora del quinto guardó uno o dos... para ocasiones especiales, ya me entiendes.
Marta contuvo una risa, notando de reojo cómo Rogelio la miraba por tercera vez en los últimos cinco minutos. Había algo en su manera de observarla, entre tímida y ardiente, que la hacía sentir extrañamente halagada y culpable a la vez. Sus mejillas se tiñeron de un rosa suave cuando sus miradas se cruzaron accidentalmente, y el calor que sintió no tenía nada que ver con la temperatura de julio.
Al terminar la reunión, mientras los vecinos se dispersaban, Rogelio se acercó a Marta con la sutileza de un elefante en una tienda de porcelana. Su camiseta, aún húmeda por el ejercicio anterior, se pegaba a su torso de una manera que hacía difícil mantener la conversación en un nivel estrictamente vecinal.
—He visto que tienes algunas cajas sin desembalar en el pasillo —comentó, pasándose una mano por el pelo con nerviosismo, un gesto que resaltaba los músculos de su brazo—. Si necesitas ayuda...
—Oh, gracias, pero... —Marta buscó una excusa que no llegó, distraída momentáneamente por una gota de sudor que se deslizaba por el cuello de Rogelio.
—¡Insisto! —Rogelio sonrió, mostrando un entusiasmo que hacía que sus ojos brillaran como los de un cachorro. Se acercó un paso más, reduciendo el espacio entre ellos a una distancia que hacía que el aire se volviera más denso—. Es mi deber como vecino.
Antes de que Marta pudiera responder, el taconeo se escuchó primero, como un repiqueteo musical que hizo que Don Pepe moviera las orejas cual perro de caza. Luego llegaron las risas, ese tipo de sonido cristalino que hace que los hombres pierdan el norte y las brújulas se vuelvan locas. Virginia apareció en el pasillo como aparece el primer rayo de sol después de una semana de lluvia: inesperada y cegadora.
Su minifalda azul —un pedazo de tela que parecía haber sido cortado con más optimismo que centímetros— bailaba con cada paso como si tuviera vida propia. Los estampados florales se movían al ritmo de sus caderas, creando un efecto hipnótico que probablemente violaba alguna ley de tránsito sobre distracciones en la vía pública.
La blusa color piel se ajustaba a su torso como si hubiera sido pintada por un artista renacentista particularmente inspirado. El tejido, en una batalla perdida contra la gravedad, se esforzaba heroicamente por mantener su integridad estructural. Era el tipo de prenda que hace que las madres frunzan el ceño y los padres revisen las políticas de su seguro médico cardiovascular.
Don Pepe, que hasta ese momento había estado fingiendo interés en ordenar unos papeles (que sostenía al revés, por cierto), experimentó una transformación digna de documental de National Geographic. Su columna vertebral, que normalmente tenía la postura de una pregunta mal formulada, se enderezó como si le hubieran insertado una barra de acero. Sus hombros caídos se cuadraron con la precisión de un militar en parada, y su papada, esa vieja compañera de batallas, intentó replegarse en un esfuerzo valiente pero inútil.
El cambio fue tan súbito que los papeles en sus manos se desperdigaron por el suelo como confeti en una fiesta sorpresa. Algunos documentos importantes —facturas del agua, recordatorios de pagos atrasados y una revista de culturismo que juraba leer solo por los artículos— flotaron perezosamente hacia el suelo en lo que parecía una danza sincronizada con el vaivén de la falda de Virginia.
La joven, ajena al caos cardiovascular que estaba provocando, continuó su camino hacia las escaleras con la gracia de una bailarina y la inocencia de quien no es consciente del poder de su presencia. Cada paso era como una pequeña victoria contra las leyes de la física: la falda subía lo justo para provocar un infarto pero no lo suficiente para provocar un escándalo, mientras la blusa realizaba hazañas de ingeniería que harían llorar a un arquitecto.
El aire acondicionado, ese viejo cómplice de momentos incómodos, eligió precisamente ese instante para soplar con más fuerza, creando un efecto Marilyn Monroe que casi provoca que Don Pepe necesitara atención médica inmediata. La tela de la falda se elevó lo suficiente como para hacer que el tiempo se detuviera por una fracción de segundo, durante la cual Don Pepe olvidó completamente su propio nombre, dirección y número de la seguridad social.
Los fluorescentes del pasillo, esas viejas bombillas que normalmente emitían una luz del color de las decisiones mal tomadas, parecieron intensificar su brillo, creando un halo alrededor de Virginia que la hacía parecer una aparición celestial en medio del prosaico pasillo comunitario. O quizás era solo que a Don Pepe se le estaba cortando el riego sanguíneo al cerebro por mantener el cuello girado en un ángulo humanamente imposible.
—¡Virginia, preciosa! —exclamó, intentando apoyarse casualmente contra la pared y fallando por varios centímetros. Su voz adoptó ese tono meloso que María Alejandrina llamaba "modo cascabel en celo"—. ¿Qué te han parecido las nuevas normas?
Virginia rió, ese tipo de risa que hace que las flores crezcan y los hombres pierdan el juicio. Se inclinó ligeramente hacia adelante, en un gesto que parecía inocente pero que hizo que Don Pepe necesitara aflojarse el cuello de la camisa.
—¡Muy interesantes, Don Pepe! Sobre todo la parte del ascensor... —Su voz tenía ese tono juguetón que sugería que estaba pensando en algo completamente diferente a la capacidad máxima del elevador.