Camila tiene una regla: no mezclar negocios con emociones. Pero Gael no es fácil de ignorar. Es arrogante, brillante y está decidido a ganarle. En los proyectos, en las reuniones… y también en el juego de miradas que ninguno de los dos admite estar jugando.
Lo que empezó como una guerra silenciosa de egos pronto se convierte en una batalla más peligrosa: la de resistirse a lo prohibido.
¿Hasta dónde están dispuestos a llegar por ser los mejores… sin perderse el uno al otro?
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¿Acostarse o matarse?
*⚠️Advertencia de contenido⚠️*:
Este capítulo contiene temáticas sensibles que pueden resultar incómodas para algunos lectores, incluyendo escenas subidas de tono, lenguaje obsceno, salud mental, autolesiones y violencia. Se recomienda discreción. 🔞
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Lucía me lanzó una mirada de esas que lo dicen todo sin necesidad de decir nada.
—¿Rival de oficina, eh?
—¿Qué?
—Nada. Solo pensaba que si todos tus rivales te miran como ese espécimen acaba de hacerlo, tal vez deberías empezar a cobrar entrada.
Rodé los ojos y pasé junto a ella, rumbo al ascensor.
—No empieces, Lucía.
—¿Yo? Si ni siquiera he abierto la caja de comentarios picantes que tengo guardada para cuando alguien se derrite como mantequilla en la terraza.
—No me derretí. Me contuve. Y casi lo empujo por la baranda, que es muy distinto.
—Ah, claro. Eros versión homicidio. Muy tú.
El ascensor bajaba, y con cada piso, sentía cómo la temperatura de mi cuerpo descendía a la par que el orgullo. El maldito Gael tenía la habilidad de meterse bajo mi piel como una astilla elegante: irritante, imposible de ignorar y absurdamente atractivo.
Cuando llegamos al vestíbulo, él ya no estaba.
Mejor.
Lucía y yo cruzamos el hall rumbo a la sala de juntas. Teníamos una presentación en veinte minutos y yo necesitaba reconectar mi cerebro antes de que él volviera a sonreírme como si supiera exactamente lo que había provocado.
—Entonces… ¿van a acostarse o a matarse? —preguntó Lucía en voz baja, mientras me entregaba una carpeta con los reportes.
—Ambas cosas suenan tentadoras, pero ninguna es profesional.
—Eso no responde a mi pregunta.
—Tampoco pienso responderla.
Cuando entré a la sala de reuniones, ya estaba todo preparado para la presentación ante el equipo de directores. Y, por supuesto, ahí estaba él.
Gael Moretti.
Señor arrogancia.
Señor sonrisa perfecta.
Sonrió al verme.
Y yo hice lo único maduro que se me ocurrió: tropecé con la alfombra y casi me caigo de cara.
—¿Todo bien, Duval? —dijo con voz inocente, mientras alzaba una ceja.
—Perfecto —le respondí, mientras disimulaba el tropezón con un movimiento que quería parecer elegante, pero que probablemente pareció un paso de tango frustrado. Me senté junto a Lucy sin mirarlo más de lo necesario.
Él se sentó frente a mí. Me miró.
Y volvió a sonreír.
Yo, por supuesto, no le di el gusto. Crucé las piernas, abrí la carpeta y me enfoqué en la presentación. Pero sentí su mirada todo el tiempo.
Y lo peor fue que… me gustaba.
Maldita sea.
La jefa de área, Sophie, nos hizo seña de advertencia.
—Hoy vamos a escuchar las propuestas finales para Spark. Y quiero que sepan que solo uno de ustedes va a liderar la cuenta, así que… que gane el mejor.
Gael y yo nos miramos. El mismo pensamiento, al mismo tiempo: que gane el mejor.
Él presentó primero.
Tenía todo: estructura, conceptos atractivos, datos estadísticos manipulados con arte, y esa maldita seguridad que lo hacía parecer el próximo Steve Jobs.
Yo, por dentro, anotaba todo lo que iba a hacer mejor.
Cuando me tocó a mí, respiré hondo. Lo miré de reojo. Me guiñó un ojo.
Bastardo.
Presenté mi propuesta como una bala: rápida, clara, y con un toque de emoción. Ejemplos reales, referencias pop, un video corto editado por mí. Cuando cerré la laptop, hubo un pequeño silencio.
Y luego, aplausos.
Gael me miró. Sonrió. Pero esta vez, había algo más en su mirada.
¿Respeto? ¿Orgullo?
Sophie asintió.
—Ambas presentaciones fueron excelentes. Vamos a deliberar, pero puedo decir que tienen más en común de lo que creen. Tal vez deberían trabajar juntos más seguido.
Ambos levantamos una ceja, al mismo tiempo.
¿Juntos? ¿Ella se había vuelto loca?
—De hecho —continuó Sophie—, tengo en mente un nuevo proyecto que necesitará una dupla creativa fuerte. Y ustedes dos son los que tienen más química para el trabajo.
¿Química? ¿Qué tanto había visto Sophie?
Al salir de la sala, caminamos en silencio por el pasillo. Hasta que, inevitablemente, hablamos al mismo tiempo:
—¿Química?
Nos miramos. Y, sin poder evitarlo, soltamos una carcajada.
Y fue extraño. Porque esa risa compartida fue genuina. Casi… cómplice.
—¿Sabías que me caes peor cuando me haces reír? —le dije.
—¿Y sabías que me interesas más cuando estás a punto de tirarme un café encima?
—Todavía puedo hacerlo.
—¿Y si lo haces, lo filmamos? Podríamos usarlo para una campaña viral.
—Idiota.
—Encantado de serlo para ti.
Y otra vez esa mirada. Esa condenada intensidad.
Pero esta vez no me alejé. Esta vez, le sostuve la mirada. Porque sí. Porque también me gustaba ese juego. Porque, en el fondo, muy en el fondo, empezaba a sentir que no quería que terminara.
—¿Tú siempre coqueteás así con tus compañeros rivales o solo conmigo? —pregunté, con la risa bailándome aún en los labios.
Gael se encogió de hombros despreocupado.
—Solo con los que me interesan —dijo, muy tranquilo.
—¿Y cuántos son?
—Por ahora solo uno.
Lo dijo sin dudar.
Y yo… bueno, me quedé sin palabras. UN maldito segundo sin palabras.
—Gael —dije al fin—, no sé si te diste cuenta, pero esto no es una novela turca. No estamos en medio de una historia. Estamos en una oficina. Hay horarios, hay jerarquías y hay… códigos.
—¿Y tú quieres seguir todos los códigos?
—¡Sí!
—¿Incluso el de no desear al compañero con el que discutes a diario pero que te hace reír más que nadie?
Lo fulminé con la mirada.
—Yo no te deseo, Moretti.
—Mentirosa. Te brillan los ojos cada vez que me ves.
—Es el reflejo de las luces LED, no te confundas.
Se acercó un poco más. Otra vez. Tenía esa maldita costumbre de invadir mi espacio personal como si le perteneciera. Esta vez, sin embargo, no retrocedí.
—¿Sabés cuál es tu problema, Camila?
—Iluminame.
—Que no quieres admitir que el problema soy yo. Y te encanta tener un problema.
—¿Sabés cuál es tu problema?
—A ver.
—Que eres demasiado seguro de ti mismo. Y eso te hace confiar tanto que no te vas a percatar cuando te deje sin un proyecto.
Soltó una carcajada que atrajo miradas por el pasillo. Le hizo un gesto de disculpa a una asistente y luego volvió a mirarme con esos ojos que parecían saber más de lo que yo estaba dispuesta a admitir.
—Me das miedo, Duval.
—Perfecto. Misión cumplida.
—Y ganas. Me das muchas ganas.
Me atraganté con mi propia saliva. Tosí. Él me dio una palmada en la espalda, disimulando una sonrisa.
—¿Estás bien?
—Perfectamente enferma de ti —murmuré.
—Lo sabía —canturreó.
—Vete a la mierda.
—Si vienes conmigo, encantado.
Lo empujé suavemente con un dedo en el pecho.
—Basta, Moretti. No quiero perder el foco. Mañana tenemos revisión de campaña a las ocho.
—Entonces vete a descansar. Espero sueñes conmigo.
—Voy a soñar contigo, pero viendo cómo te vas de la empresa.
—Siempre tan romántica.
Me giré sin contestar, caminando hacia el ascensor. Pero justo antes de que las puertas se cerraran, lo escuché decir:
—Buenas noches, problema favorito.
Rodé los ojos.
Ese maldito.
x ahora muy lenta y pesada
Eso si fue incómodo