Alejandro es un político cuya carrera va en ascenso, candidato a gobernador. Guapo, sexi, y también bastante recto y malhumorado.
Charlotte, la joven asistente de un afamado estilista, es auténtica, hermosa y sin pelos en la lengua.
Sus caminos se cruzaran por casualidad, y a partir de ese momento nada volverá a ser igual en sus vidas.
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El detonante esmeralda
Capítulo 24 – El Detonante Esmeralda
El tiempo de descanso en la posada fue interrumpida por un golpe urgente en la puerta de Alejandro. Giulia, entró sin esperar respuesta, llevando un sobre de papel grueso con un sello dorado.
—Alejandro, tenemos un cambio de planes para esta noche —anunció Giulia, con el tono de quien trae noticias ineludibles—. Acaba de llegar esta invitación. Es una gala de recaudación de fondos de última hora organizada por el Círculo de Inversionistas del Estado. Es la puerta de entrada a tres potenciales patrocinadores.
Alejandro, que acababa de colgar una llamada crucial sobre los timings del próximo debate, frunció el ceño. Odiaba los cambios de agenda de último minuto.
—Absolutamente no. Nuestro itinerario no puede ser interrumpido. Además,no estoy para socializar con filántropos aburridos.
—No puedes negarte —replicó Giulia, plantando el sobre frente a él—. Es una gala formal, es necesaria, no tendrías que cambiar el itinerario solo son unas horas, además todo el equipo principal está invitado. Es nuestra única oportunidad de neutralizar al Senador Vargas en este flanco. Además, Charlie ya está trabajando en tu atuendo.
El nombre de Charlie, pronunciado con esa ligereza, hizo que una fibra sensible vibrara en Alejandro. Se detuvo. Una gala formal significaba dejar de lado los trajes de calle y adoptar la máxima formalidad. Un espacio donde la imagen era la única moneda de cambio.
—Yo mismo voy a encargarme de mi imagen. No estoy para discutir con nadie —refutó Alejandro, su tono volviendo a ser glacial—. Yo me encargo de la diplomacia, pero esta será la única vez.
Y así, esa misma tarde la habitación de Alejandro se convirtió en una central de operaciones frenética. Marco corría de un lado a otro buscando la iluminación adecuada para los retratos formales que inevitablemente tendría que tomar después. Charlotte, por su parte, se sentía fuera de lugar. Alejandro había dicho que él mismo eligiría que vestir, pero ella no se resignó.
Entró en la suite de Alejandro, cargada con perchas y cajas de accesorios. Él estaba parado frente al espejo, luciendo una camisa de vestir impecablemente planchada, pero sin saber por dónde empezar con el resto de la indumentaria.
—Giulia dice que ya tiene la confirmación. Es un evento de gala, estricto código de vestimenta...Traducción: todos deben parecer pingüinos —dijo Charlotte, con su habitual mezcla de eficiencia y ligereza—. He traído tres opciones de esmoquin, señor. El clásico negro es elegante, pero el azul medianoche proyecta más profundidad.
—El azul medianoche —decidió Alejandro, sin dudar. Su deseo de proyectar profundidad era un reflejo de su propia personalidad compleja.
Mientras Charlotte desempacaba la ropa con movimientos rápidos y precisos, Alejandro observaba su reflejo en el espejo. Ella, vestida por el momento con su habitual despreocupación, llevaba una blusa cómoda, y unos jeans negros que realzaban su figura, y se movía a su alrededor con la familiaridad de alguien que tiene pleno derecho sobre el espacio. Era una cercanía que en el trabajo le resultaba cómoda; pero en la intimidad de la suite, se sentía peligrosamente magnética.
Ella le ayudó a colocarse la chaqueta del esmoquin, ajustando los hombros y almidonando las solapas. El aire entre ellos se sentía denso.
—Necesitamos la pajarita. Y la camisa debe estar perfectamente tensa —dijo Charlie, sus dedos recorriendo la vestimenta del candidato.
Alejandro, habitualmente distante y reacio al contacto físico, permitió que ella lo guiara. La dejó acercarse para alisar la tela sobre su pecho, un roce casual que a ella no le significó nada, pero que a él le hizo tomar una respiración más superficial.
Finalmente, Alejandro estaba listo: la encarnación de la elegancia política. Pero mientras se ajustaba el puño de la camisa, su mirada se encontró con la de Charlie, que lo miraba de lado como si algo malo estuviera pasando. Ella, con un gesto instintivo, dio un par de pasos, acercándose, con la concentración grabada en su rostro.
—Un momento —murmuró ella, sus ojos fijos en el cuello de la camisa.
Y sin preámbulo extendió las manos para acomodar el nudo de su corbata, que, incluso en su perfección inicial, estaba ligeramente torcido. Sus dedos hábiles se movieron con rapidez sobre la seda, deshaciendo y rehaciendo el nudo con la precisión de una cirujana.
En ese ajuste, sus dedos rozaron accidentalmente la garganta de Alejandro, justo por encima del cuello rígido de la camisa. Fue un contacto fugaz, apenas un toque de piel.
Pero para Alejandro, el efecto fue sísmico.
Dejó de respirar unos segundos. El universo entero se redujo a la sensación helada de la seda y el calor inesperado de la piel de Charlotte. En ese instante, la disciplina de hierro que había construido a lo largo de su vida profesional se resquebrajó. Sintió la punzada de una tensión visceral, no profesional, sino puramente sensorial.
Alejandro se quedó quieto, petrificado, luchando por recuperar el control de su respiración y su pulso que de repente se había acelerado.
Charlie, completamente ajena al torrente de emociones que había desatado, dio un paso atrás, y sonrió, satisfecha con su trabajo.
—Perfecto —dijo, con una sonrisa de aprobación—. No queremos que la negligencia en el nudo de la corbata sugiera una negligencia en el liderazgo. Ahora sí, está impecable señor Montalbán.
—Bien —consiguió decir Alejandro, su voz más áspera de lo que pretendía. Se aclaró la garganta, la zona del roce todavía hormigueando.
Charlie se retiró para prepararse, dejando a Alejandro solo frente al espejo. Él no podía dejar de mirarse, pero no veía el esmoquin azul medianoche; veía el sitio sobre su garganta donde ella lo había tocado, la fisura en su control.
La gala era un desfile de poder y superficialidad. Alejandro, con su armadura de esmoquin, era la figura dominante, pero su mente no estaba tranquila.
Y entonces la vio. Charlie apareció en la sala. Su vestido, de un tono verde esmeralda profundo, no solo era apropiado, sino deslumbrante. El color era audaz, el corte elegante, y en la luz suave de la galería, parecía que el vestido había sido diseñado para ella. Marco, a su lado, con su traje discreto, se veía más como un guardián atento que como un compañero de trabajo.
La irritación de Alejandro, que había empezado con el roce, se centró ahora en el espectáculo de la complicidad. Mientras él hablaba con un donante clave, vio a Charlie y Marco alejarse para ver la escultura de la que ya se hablaba. Vio a Marco susurrarle algo, y esa risa libre y cristalina de Charlotte que él solo lograba provocar con su sarcasmo, resonó en su mente.
Luego, al final de la noche, vio el gesto de la chaqueta, la sonrisa de gratitud que ella le dedicó a Marco por un simple acto de caballerosidad.
La combinación del roce físico que había despertado algo en él, y la confirmación visual de que Marco recibía la calidez de Charlie sin esfuerzo alguno, fue el catalizador.
Alejandro regresó a su suite con una furia fría que no podía nombrar. No eran celos, era una amenaza al control. La risa de Charlotte era la inconsistencia que había prometido eliminar de su campaña.