A los cincuenta años, Simone Lins creía que el amor y los sueños habían quedado en el pasado. Pero un reencuentro inesperado con Roger Martins, el hombre que marcó su juventud, despierta sentimientos que el tiempo jamás logró borrar.
Entre secretos, perdón y descubrimientos, Simone renace —y el destino le demuestra que nunca es tarde para amar.
Años después, ya con cincuenta y cinco, vive el mayor milagro de su vida: la maternidad.
Un romance emocionante sobre nuevos comienzos, fe y un amor que trasciende el tiempo — Amor Sin Límites.
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Capítulo 24
El almuerzo en casa de Renata fue sencillo, pero lleno de afecto: comida hecha con cariño, risas y recuerdos que parecían coser el pasado al presente. El sol ya se ponía cuando la campana de la iglesia a lo lejos anunció las seis de la tarde, y el sonido resonó por toda Santa Esperanza.
Renata, con aquel entusiasmo de siempre, se levantó de la mesa y aplaudió.
—¡Ah, de ninguna manera se van a ir ahora! —dijo, decidida—. ¡Hoy es la fiesta de la patrona de la ciudad, la kermés más linda del año! Va a haber puestos de comida, acordeonista, forró hasta tarde... ¡tienen que quedarse!
Simone rió, sorprendida.
—¿Quedarme? Renata, ni siquiera avisé en casa...
—¿Y qué? —replicó la amiga, poniendo las manos en la cintura—. ¿Cuándo fue la última vez que te divertiste, eh?
Roger observaba la escena, divertido.
—Confieso que me tenté —dijo con una leve sonrisa—. Hace casi treinta años que no veo una fiesta patronal. Recuerdo el olor del maíz asado, las banderitas de colores y... a Simone huyendo de bailar conmigo.
—¡Yo no huía! —respondió ella, riendo—. Simplemente no sabía bailar bien.
Renata soltó una carcajada.
—¡Y él vivía haciéndote girar por el salón, Simone! ¡Lo recuerdo! Los dos parecían hechos el uno para el otro.
El clima de nostalgia dejó el aire más ligero. Simone sintió el corazón calentarse con aquellos recuerdos sencillos, casi olvidados.
De repente, se dio cuenta de que no tenía motivo alguno para volver corriendo a casa.
Marcelo no estaría allí —era viernes, y ella sabía exactamente dónde pasaría la noche: en los brazos de Tamara.
Y Geovana, a su vez, estaba de guardia en los dos hospitales.
Por un instante, Simone sintió algo que hacía mucho tiempo no sentía: libertad.
Renata percibió la mirada pensativa de la amiga y aprovechó.
—¡Listo, entonces está decidido! Se quedan. Cambié la ropa de cama de tu casa, pueden dormir allí, está todo limpito.
Simone suspiró, fingiendo resistencia, pero la sonrisa en la comisura de los labios la delataba.
—Ah, Renata... no cambias nunca, ¿eh?
—¡Y ni quiero cambiar! —respondió la amiga—. Va a ser demasiado bueno verlos a los dos juntos otra vez.
Roger miró a Simone con dulzura.
—Quedarnos un poco no le va a hacer mal a nadie, ¿no? —dijo, con la mirada tranquila—. Al fin y al cabo, la vida también está hecha de esos momentos pequeños... y yo los extraño.
Simone lo encaró por algunos segundos, sintiendo el corazón oprimirse. Después sonrió.
—Está bien... —dijo, por fin—. Vamos a quedarnos.
Renata aplaudió, animada.
—¡Eso sí que es una buena noticia!
Simone tomó el celular y se alejó un poco para llamar a su hija.
—Hola, mi amor —dijo cuando Geovana atendió—. Solo para avisarte que voy a dormir aquí en la ciudad. Renata me convenció de pasar la noche.
Del otro lado de la línea, la voz de la hija vino cargada de cariño.
—¡Qué bueno, mamá! Hace tiempo que no sales, no te diviertes. ¡Quédate ahí, sí! ¡Pasa no solo la noche, quédate unos días!
Simone rió, aliviada.
—Creo que una noche es suficiente. Mañana vuelvo a casa.
—Diviértete, ¿sí? —dijo Geovana—. Te lo mereces.
—Voy a intentarlo, hija —respondió Simone, con una sonrisa suave—. Buenas noches, y buena guardia para ti.
Cortó el teléfono, guardó el aparato en el bolso y miró a Roger y Renata, que conversaban sobre los viejos tiempos.
Renata reía a carcajadas, gesticulando, y Roger parecía muy feliz, más ligero de lo que Simone lo había visto en muchos años.
Ella respiró hondo, sintiendo una paz inesperada.
La noche caía, y las luces de la fiesta ya brillaban a lo lejos. El sonido distante de un acordeón resonaba por las calles, mezclado con las voces alegres del pueblo.
Renata se acercó y tiró de Simone por la mano.
—¡Vamos ya, mujer! Quiero verte bailando, comiendo pamonha y divirtiéndote. Hoy nadie va a pensar en problemas.
Simone miró hacia el horizonte iluminado y, por primera vez en mucho tiempo, dejó que el corazón la guiara.
—Está bien, Renata. Hoy voy a vivir un poco.
Roger sonrió y ofreció el brazo.
—¿Puedo tener el honor de acompañarla, doña Simone?
Ella rió, aceptando el gesto.
—Puede sí, señor Roger. Pero sin hacerme girar demasiado, ¿combinado?
La noche llegó luego, el tiempo pasaba rápido de más allí entre las personas que Simone amaba.
Y así, entre risas y recuerdos, ellos siguieron por la calle de adoquines, iluminada por banderitas coloridas y olores de infancia.
El destino, silencioso y paciente, sonreía satisfecho.
Aquella noche no sería apenas una fiesta, sería el reencuentro de dos corazones que el tiempo jamás consiguió separar.
Nota de la autora
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