Soy Graciela, una mujer casada y con un matrimonio perfecto a los ojos de la sociedad, un hombre profesional, trabajador y de buenos principios.
Todas las chicas me envidian, deseando tener todo lo que tengo y yo deseando lo de ellas, lo que Pepe muestra fuera de casa, no es lo mismo que vivimos en el interior de nuestras paredes grandes y blancas, a veces siento que vivo en un manicomio.
Todo mi mundo se volverá de cabeza tras conocer al socio de mi esposo, tan diferente a lo que conozco de un hombre, Simon, así se llama el hombre que ha robado mi paz mental.
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La sustitución.
Es una empleada.
Graciela conducía sin rumbo, su pie presionaba el acelerador con rabia contenida. El tráfico no le importaba, ni las señales, ni el cielo gris que parecía reflejar el caos dentro de ella. Cada bocina que sonaba, cada cruce que esquivaba, cada rostro que veía por la ventana parecía recordarle que había perdido el control de su vida. Y lo peor… estaba casi segura de que Simón Ferrero la estaba siguiendo. No era paranoia. Lo había visto en varios lugares, en momentos clave, demasiado cerca para ser coincidencia.
—¿Con qué intención? —murmuró mientras giraba bruscamente por una avenida secundaria.
Llevaba más de una hora manejando. El volante ya no era solo un instrumento de conducción, era su única defensa contra la ira que crecía en su pecho. Necesitaba sacudirse ese sentimiento de ser observada, de ser pisoteada. Y entonces, sin pensar más, como un impulso eléctrico, giró hacia una calle conocida: la de su antigua empresa. Aquella a la que no había vuelto desde hacía años.
Recordó con claridad las palabras de Pepe cuando le dijo que el mundo de los negocios no era para mujeres, que debía dedicarse al hogar, a los hijos que nunca llegaron. La había convencido con sutileza de que su rol era estar tras las cortinas. Pero ya no más. Algo se había despertado dentro de ella.
Estacionó en el aparcamiento de siempre, ese que tenía su nombre aún grabado en una placa dorada algo oxidada. Bajó del coche con paso decidido, se alisó el cabello frente al espejo retrovisor y, con una mezcla de furia y orgullo, cruzó las puertas principales de la empresa.
El murmullo fue inmediato.
—¿Esa no es la esposa del jefe?—
—Dios mío… ¿será que viene a armar un escándalo?—
—¿Ya se enteró de Abril?—
Graciela lo escuchó todo. Pero no se detuvo. Subió por las escaleras, ignorando el ascensor. Cada peldaño era un recordatorio de quién era ella, de lo que había perdido por confiar en un hombre que, al parecer, ya no la valoraba. Llegó al último piso, el reservado para la dirección. Nadie se atrevió a detenerla.
Empujó la puerta de la oficina sin tocar.
Allí estaban. Pepe y Abril. Riendo. Charlando como dos adolescentes cómplices. En el rostro de Pepe, aquella sonrisa olvidada que hacía años no le mostraba a ella.
—¿Hola? ¿Interrumpo algo? —preguntó con tono serio, cruzando los brazos.
Ambos se voltearon. Abril palideció. Pepe frunció el ceño, y por un instante, la máscara de amabilidad se esfumó de su rostro.
—¿Qué haces aquí? —espetó, acercándose a grandes pasos.
Graciela no retrocedió. Mantuvo la mirada firme.
—Es mi empresa, Pepe. Puedo venir cuando quiera—
Él la tomó del brazo con brusquedad.
—No tienes nada que hacer aquí —dijo entre dientes, mientras intentaba empujarla fuera de la oficina.
Graciela forcejeó.
—¡Suéltame!—
Pero él no escuchó. Abrió la puerta de golpe y empujó su cuerpo hacia el pasillo. El impacto fue inevitable, pero Graciela no cayó. Unos brazos fuertes, decididos, la atraparon antes de tocar el suelo.
Graciela levantó la vista… y allí estaba Simón Ferrero.
El aire pareció detenerse por un instante. Sus ojos verdes, intensos y fríos, se encontraron con los de ella. No necesitó preguntar. Sabía quién era esa mujer. Su instinto jamás fallaba.
—¿Todo bien? —preguntó con una voz firme, pero sin dureza.
Graciela asintió en silencio. El corazón le latía a mil. No sabía por qué, pero sentía que ese hombre no era como los demás.
—Vamos, ve a casa —interrumpió Pepe, con voz alterada, intentando disimular. —No tienes nada que hacer aquí. Con permiso, señor Ferrero —añadió, intentando sonar profesional.
Pepe sujetó a Graciela del brazo nuevamente y la llevó hasta el ascensor. Ella no dijo nada. Pero antes de que las puertas se cerraran, su mirada se cruzó con la de Simón.
Era una mirada que lo decía todo: miedo, desconfianza… pero también un grito ahogado de auxilio.
Simón apretó los puños. Cuando las puertas se cerraron, se quedó unos segundos en silencio. Luego giró hacia Diego, que ya había fingido recibir una llamada para apartarse discretamente. Al volver, le susurró algo al oído.
Simón asintió, su rostro se tornó más serio que nunca.
—¿Quién es ella?— pregunto directamente.
Pepe se acomodó el cabello despeinado —Es una empleada de casa, no te preocupe ¿sucede algo?— Al ver cómo Diego se acercó a su jefe.
—Disculpa, Pepe —dijo, volviendo la vista hacia el hombre—. Me ha surgido un imprevisto. Prometo reagendar esta visita—
No esperó respuesta. Dio media vuelta y salió del edificio con Diego a su lado. Abril, aún en la oficina, se dejó caer en el sofá. El miedo la embargaba. Algo le decía que aquello no terminaría bien.
Simón no esperó el ascensor, bajo las escaleras junto a Diego, ambos iban en silencio, pero la rabia de Simón estaba creciendo enormemente, vio claramente cómo Pepe tenía sujetada a Graciela, como la empujó de su oficina, si no ha sido por él, ella podría haber salido muy lastimada, además la otra mujer estaba en la oficina y rostro lo dijo todo, estaba pálida, cuando llegaron a recepción, trataron de salir rápido en busca de Graciela, pero de ella no había rastro.
—Me ha mentido en la cara, no es un hombre para hacer negocios— dijo Simón enojada al estar fuera de la empresa.
Diego se dio cuenta de que su jefe estaba enojado, no por la mentira, fue por la manera en que Pepe maltrato a Graciela, fue un golpe por lo más bajo.
—¿Quiere que busque a la señora Graciela?— Diego quería saber lo mismo que su jefe, ¿cómo estaba ella?.
—Necesito infiltrar a uno de nuestros hombres, o busca una mujer, quiero saber cómo vive ella y como la trata ese desgraciado —
Mientras ambos conversaban en la calle, un auto salió a toda velocidad del estacionamiento subterráneo.
—Es ella— Dijo Simón mirando como ella conduce de una manera muy altera.
—Vayamos detrás de ella— grito Diego al correr hacia el estacionamiento.
Graciela estaba al borde de sus sentimientos.
Pepe ahora se siente en las nubes con tanto halago que lo compara con el comportamiento de su madre y Graciela.