El Caballero & El Rebelde

La luna, antes tan serena y pacífica, ahora parecía una sátira cósmica, iluminando la escena de su tragedia. Hugo sintió una punzada aguda, como si un hielo gélido le atravesara el abdomen. Al llevar la mano a la herida, la palma se tiñó de un rojo intenso, cálido y pegajoso. La sangre manaba insistente, empapando su camisa blanca y tiñendo el cuero de los asientos.

“No puede ser… esto no puede estar pasando”, pensó Hugo, la voz atrapada en su garganta. La realidad de la situación se asentó sobre él con una pesadez insoportable. La imagen de Roberto a su lado, con los ojos desorbitados de terror, lo llenó de una tristeza profunda.

Roberto, por su parte, se sentía impotente. Sus manos, temblorosas, trataban de detener la hemorragia, pero era como intentar contener el mar con las manos. Cada segundo que pasaba, la mancha roja en la camisa de Hugo se agrandaba, consumiendo la esperanza de Roberto.

“No me dejes, por favor,” suplicó Roberto, su voz ronca por la angustia. La imagen de su vida junto a Hugo se le pasó por delante de los ojos como un carrusel desbocado. Los recuerdos de sus risas, sus sueños, sus peleas y sus reconciliaciones lo abrumaban.

Un nuevo estruendo sacudió el vehículo. Otra roca había caído, esta vez del lado opuesto de la carretera, bloqueando por completo su camino. El sonido era ensordecedor, como un trueno en medio de la noche. El silencio que siguió fue sepulcral, roto solo por el chirrido de los grillos y el croar de los sapos en la distancia.

“¡Maldita sea!” exclamó Roberto, golpeando el volante con frustración. La desesperación lo consumía. Se sentía atrapado, impotente ante la inmensidad de la naturaleza.

Hugo, con la respiración cada vez más agitada, trató de sonreír. “Tranquilo, amor. Todo va a estar bien,” dijo con voz débil. Pero sus ojos, llenos de miedo, contradecían sus palabras.

Roberto lo miró fijamente, buscando alguna señal de esperanza en sus ojos. “No digas eso,” respondió, su voz temblorosa. “Voy a hacer todo lo posible para sacarte de aquí.”

En ese momento, el teléfono de Roberto emitió un pitido. Una débil señal. Con movimientos rápidos, lo sacó de su bolsillo y marcó el número de emergencias. La llamada se cortó inmediatamente. “Mierda,” maldijo Roberto, golpeando el teléfono contra el asiento.

La luna continuaba brillando, fría e indiferente, mientras el tiempo parecía detenerse. Hugo y Roberto, solos en medio de la nada, se aferraban el uno al otro, buscando en sus miradas un consuelo que la noche no podía ofrecer.

¿Sería este el final? se preguntó Hugo. La idea de dejar a Roberto lo llenaba de un dolor insoportable. Pero también sentía una profunda paz al saber que había encontrado el amor verdadero.

Roberto, por su parte, se prometió a sí mismo que haría todo lo posible por salvar a Hugo. No podía permitirse perderlo. No ahora, no después de todo lo que habían pasado juntos.

A pesar del terror y la desesperación, un hilo de esperanza aún ardía en sus corazones. Se aferraban a él con todas sus fuerzas, esperando que el amanecer les trajera la salvación.

Roberto observaba a Hugo con una mezcla de horror y desesperación. La sangre continuaba manchando la camisa blanca de su amado, tiñendo sus dedos de un rojo intenso cada vez que intentaba detener la hemorragia. La palidez se había apoderado del rostro de Hugo, y sus ojos, antes llenos de vida, ahora reflejaban un miedo atroz.

“No puedo perderlo,” pensaba Roberto, su corazón latiendo como un martillo contra sus costillas. La imagen de Hugo, débil y herido, era insoportable. La ira lo consumía, una ira dirigida hacia el destino cruel que los había puesto en esta situación.

Con movimientos torpes, Hugo llevó su mano ensangrentada al rostro de Roberto, acariciando suavemente su mejilla. La sangre tiñó la piel pálida de Roberto, creando un macabro contraste. A pesar del dolor, una sonrisa débil se dibujó en los labios de Hugo.

“Soy tan afortunado de tenerte, Roberto,” susurró, su voz apenas un susurro. “De haberte hecho mi esposo.”

Las palabras de Hugo resonaron en el corazón de Roberto, como un bálsamo en medio de la tormenta. Las lágrimas brotaron de sus ojos, mezclándose con la sangre de Hugo en su rostro.

“Yo también soy afortunado de tenerte,” respondió Roberto, su voz entrecortada por el llanto. “Nunca te dejaré.”

Ambos hombres se aferraron el uno al otro, buscando consuelo en el calor de sus cuerpos. La noche los envolvía en un manto de oscuridad, mientras la luna, implacable, continuaba iluminando la escena.

La frustración de Roberto aumentaba con cada segundo que pasaba. La herida de Hugo parecía empeorar, y la sangre no mostraba signos de coagularse. “¡Maldita sea!” exclamó, golpeando el volante con rabia. “¿Por qué a nosotros?”

Hugo apretó la mano de Roberto, tratando de calmarlo. “Shhh, tranquilo,” susurró. “Todo estará bien.”

Pero Roberto sabía que las palabras de Hugo eran más una súplica que una afirmación. La realidad de la situación era demasiado cruda para ignorarla.

En ese momento, un ruido sordo los sobresaltó. Era el sonido de una rama crujiendo bajo el peso. Ambos se giraron hacia la ventana, sus ojos buscando cualquier movimiento en la oscuridad.

“¿Escuchaste eso?” preguntó Hugo, su voz apenas un susurro.

Roberto asintió, su corazón latiendo con fuerza en su pecho. “Creo que alguien se acerca.”

Una nueva ola de esperanza inundó a Roberto. Tal vez, después de todo, no estaban solos. Tal vez alguien los encontraría y los salvaría.

Con renovadas fuerzas, Roberto se volvió hacia Hugo y lo miró a los ojos. “No te preocupes, mi amor. Pronto estaremos a salvo.”

Hugo sonrió débilmente, pero sus ojos reflejaban un cansancio profundo. Sabía que sus fuerzas se estaban agotando, pero no quería preocupar a Roberto.

Mientras esperaban, la mente de Roberto divagaba. Pensaba en su vida juntos, en los sueños que habían construido y en las promesas que se habían hecho. Y a pesar del miedo y la incertidumbre, sentía una profunda gratitud por haber encontrado a Hugo.

“Te amo,” susurró Roberto, acercándose a Hugo y besándolo en los labios.

“Y yo a ti,” respondió Hugo, cerrando los ojos.

En ese momento, un haz de luz iluminó el interior del vehículo. Los ojos de ambos hombres se abrieron de par en par. Era un coche que se acercaba.